El alto costo socioeconómico de invertir mal en la educación pública
Un estudio, basado en estimaciones regionales de la Unesco y el PBI, arroja números tan sorprendentes como preocupantes
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A lo largo de las últimas seis décadas, en la Argentina pasó a ser un lugar común que especialistas y buena parte de la población adulta –excepto la gran mayoría de los políticos- alertaran sobre el progresivo deterioro en la calidad de la educación pública, que en más de medio siglo XX había marcado una importante ventaja comparativa con los demás países de la región.
La novedad es que Edulab acaba de calcular el elevado costo macro y socioeconómico que significa para el país no invertir–o hacerlo mal- en educación, ya que sus consecuencias se traducen en menor productividad del capital humano; menor crecimiento; menos recaudación; más gasto social y creciente pérdida de cohesión comunitaria. Esta cuenta pendiente no suele ser parte del debate político. Ni siquiera cuando en las escuelas aparecen brotes de violencia entre alumnos o sus propios padres.
Edulab es un laboratorio dirigido por la economista Virginia Giordano, creado hace pocas semanas como rama del Instituto para el Desarrollo Social Argentino (Idesa) con sede en Córdoba, destinada a producir conocimientos para transformar la gestión educativa, promover nuevas ideas y ofrecer herramientas concretas para mejorar las políticas y el desempeño de docentes y alumnos.
En su primer informe, los resultados del cálculo basado en estimaciones regionales de la Unesco y el PBI per cápita de la Argentina a precios de 2024 (Banco Mundial), arrojan números tan sorprendentes como preocupantes:
- Costos privados. Por ingresos perdidos y menor movilidad, el abandono escolar temprano implica pérdidas equivalentes a 8,7% del PBI per cápita (alrededor de US$ 1.200 por persona).
- Terminar la escuela sin habilidades básicas representa pérdidas cercanas al 20% (unos US$2700 por persona).
- Costos fiscales. Como una fuerza laboral con baja calificación genera menos ingresos al Estado, a la vez que demanda más gasto en salud, asistencia y seguridad, las estimaciones muestran que el abandono escolar le cuesta al Estado 1,7% del PBI per cápita (unos US$236 por persona).
- Y las bajas habilidades básicas elevan ese costo a casi 8% (alrededor de US$ 1.080 por persona).
- Costos sociales. Según la Unesco, donde la educación falla crecen la exclusión, la inseguridad y la fragmentación social.
- Las niñas que abandonan la escuela tienen 56% más de riesgo de embarazo adolescente. Con bajas habilidades, el rango sube a 84%.
- La probabilidad de cometer delitos aumenta hasta 7% entre quienes
abandonan la escuela y hasta 66% para los de bajo nivel educativo.
- El riesgo de ser “NiNi” (ni estudiar ni trabajar) es 24% mayor en quienes no terminan la secundaria y 45% mayor entre quienes no adquieren habilidades básicas.
- Costos ocultos. Además del aspecto cognitivo, el desarrollo de habilidades socioemocionales -como perseverancia, autorregulación y empatía- es clave para la trayectoria escolar y la empleabilidad futura. También lo es para prevenir conductas como el acoso escolar; promover la convivencia y fortalecer el bienestar emocional de los estudiantes.
- En la Argentina, los déficits socioemocionales explican el 36% del abandono escolar y hasta el 35% de los casos de bajo desempeño en habilidades básicas.
- Fortalecer el aprendizaje socioemocional desde la infancia mejora la permanencia, los aprendizajes y la inserción laboral.
- Costo agregado: El costo económico total de una educación deficiente es menor que la suma de los costos privados y fiscales, porque se descuenta el costo adicional para la sociedad de pagar más impuestos, algo que ocurriría si las personas tuvieran mayores niveles educativos.
La cifra equivale a alrededor de US$200.000 millones por año, casi lo mismo que produce toda la provincia de Buenos Aires; o el equivalente a cinco veces la ayuda financiera negociada con los Estados Unidos.
Este monto refleja los recursos que el país deja de generar –y que al mismo tiempo debe gastar– por no priorizar la calidad y la gestión educativa.
Cada punto del PBI perdido podría destinarse a infraestructura, innovación o protección social. En términos simples: invertir bien en educación es más barato que no hacerlo.
Virginia Giordano explica que “para crecer hace falta algo más que orden macroeconómico: se necesita mejorar la productividad. Algo que es muy difícil si no se pone al capital humano en el centro del debate público. La educación no es solo un derecho ni una política social más. Es una inversión estratégica que define la capacidad de un país para crecer, innovar y mantener su cohesión social”.
De ahí que exprese su extrañeza porque el Pacto de Mayo no haya incluido en 2024 referencia alguna a una reforma del sistema educativo.
Su diagnóstico indica que el deterioro es persistente: los aprendizajes están estancados, las brechas se agrandan y el gasto público -aunque elevado- no se traduce en mejores resultados.
El informe agrega que desde el año 2000 la Argentina destinó en promedio el 5,3% de su PBI a la educación, un nivel de inversión alineado con las recomendaciones internacionales -entre 4% y 6%- y que supera el promedio de América Latina, pero no se refleja en los resultados de las pruebas internacionales (PISA) ni nacionales (Aprender). En 2024, estas últimas mostraron que casi la mitad de los alumnos del último grado de primaria no alcanzó niveles satisfactorios en Matemática y cerca de un tercio quedó por debajo en Lengua. En la secundaria, apenas el 55% de los jóvenes terminó sus estudios en el tiempo esperado, con tasas de abandono más altas entre los varones y en las provincias del norte.
No gastar más sino mejor
A juicio de Giordano, “la composición del gasto educativo muestra un uso poco estratégico. Cerca de 90% se destina a salarios, lo cual deja poco margen para inversión en infraestructura, innovación pedagógica, formación docente continua o acompañamiento a las escuelas. Y a esto se suman fuertes desigualdades entre provincias, ya que el gasto por alumno puede multiplicarse por cuatro, según la jurisdicción, sin relación directa con los resultados obtenidos. Sin una mejora en la gestión del gasto, difícilmente la inversión educativa pueda traducirse en resultados sostenibles”
Para la especialista, la experiencia internacional es clara: “Los países que lograron mejorar su educación no lo hicieron necesariamente gastando más, sino gestionando mejor. Lo lograron a través de liderazgo pedagógico, mayor autonomía escolar y mecanismos de rendición de cuentas. Aquí se habla de un borrador extraoficial sobre libertad educativa y competencia entre escuelas –añade- pero no de gestión, incluso sin considerar que con la caída de la tasa de natalidad hay más recursos por alumno”.
La especialista sostiene que gran parte del resultado depende de las reglas de juego, ya que no hay incentivos para gestionar bien. “Las provincias son responsables de la educación pública y la Nación de procesar y difundir los resultados; pero, después de tantos años, los ciudadanos no saben con quién enojarse. Hay que ordenar funciones, diseñar incentivos para los docentes, un sistema que premie los logros de innovar, así como transparentar el origen de los recursos y el destino de los gastos para que la ciudadanía evalúe”, concluye. Su argumento es que cada año adicional promedio de escolarización puede aumentar el PBI per cápita entre 2% y 3%.
Incluso considera interesante la intención oficial de aplicar iniciativas como el programa “Deuda por Educación” promovido desde hace años por Unicef, que busca renegociar parte de la deuda pública entre países y destinar los ahorros obtenidos a fortalecer la inversión educativa a largo plazo. Su opinión es que si bien constituye un cambio positivo de enfoque, al priorizar lo estructural sobre lo coyuntural, debería complementarse con una gestión educativa más eficiente, transparente, basada en resultados y con la definición de quiénes y cómo avanzar, para que esos nuevos fondos tengan impacto real.
En las últimas semanas, el debate sobre la necesidad de revertir el deterioro educativo sumó nuevos aportes desde las páginas de LA NACIÓN. Un artículo de Héctor Masoero, vicepresidente de la Academia Nacional de Educación, plantea que las leyes sancionadas entre 1991 y 2011 “fueron muy ambiciosas en los papeles, pero terminaron siendo poco más que declaraciones de deseo”. Entre ellas cita la transferencia de la educación obligatoria a las provincias y de las universidades a la Nación; el financiamiento educativo para llevar la inversión de 4 a 6% del PBI en 2010 con esfuerzo compartido; la secundaria obligatoria y los 180 días de clase garantizados. “Hubo derechos por todos lados, pero no acompañados de exigencia”, concluyó.
Por su lado, Luciano Román, secretario de Redacción de LA NACION, en una columna titulada “No pasa nada’: en la escuela, ni premios ni castigos”, pone énfasis en la provincia de Buenos Aires, donde algunos docentes, auxiliares y no pocos padres comenzaron a reclamar normas de disciplina para enfrentar brotes de violencia estudiantil. Lo atribuye a la política que empezó por descolgar los cuadros de honor y terminó por suprimir las calificaciones. Ya nadie es “desaprobado” y, en el peor de los casos, se le dice al alumno que “debe recuperar contenidos” o que “no alcanzó los objetivos”. Está prohibido hablar de “reglamentos de disciplina”, reemplazados por “acuerdos de convivencia”, que destierran la idea de reglas impuestas por una autoridad y una burocrática “Guía de orientación para la intervención en situaciones conflictivas y de vulneración de derechos en escenarios escolares”, que implica la abolición del régimen de amonestaciones.
No sorprende que, en este marco de “vale todo”, festejos como el último día de la escuela secundaria terminen apareciendo en las secciones policiales de muchos medios.
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