La apatía política, una pesadilla para todos los partidos
La dirigencia teme que el crecimiento del abstencionismo le reste legitimidad al sistema
¿Tirar basura en la calle? ¡Muy grave! ¿No respetar la fila al hacer un trámite? Un poco grave. ¿No ir a votar? ¡Nada grave!
De un listado de 17 faltas cívicas, no sufragar fue a la que menor gravedad le asignaron los chilenos. La revelación llegó dos semanas antes de la primera vuelta, en noviembre, a través de una encuesta de la consultora Adimark y la Universidad Católica, y causó alboroto.
Al mismo tiempo, otro sondeo distinguió a Chile como un país con altas tasas de crecimiento económico, pero con el menor interés en política de toda la región (17% contra una media de 28%), y el resultado despertó mayor nerviosismo.
Días más tarde, Chile celebró sus primeras elecciones generales con voto voluntario y la elevada abstención hizo sonar, finalmente, todas las alarmas: la participación, del 49,3%, fue la más baja desde el retorno de la democracia tras la dictadura de Augusto Pinochet.
Después de tanta muerte y exilio, rivalidades y odios, el derecho a votar está cada vez más lejos de ser considerado un deber. Los números hablan por sí solos: mientras que cuando el voto era obligatorio sufragaban unos 7,5 millones de chilenos, el 17 de noviembre pasado sólo 6,7 millones acudieron a las urnas.
Conscientes de que en las dos últimas veces que en el país hubo segunda vuelta presidencial la participación fue siempre menor, las candidatas que pasaron al ballottage comparten desde entonces una misma pesadilla: el abstencionismo.
Con una intensidad que no se le conoció en la primera vuelta, la socialista Michelle Bachelet salió a buscar los 1,8 millones de votos que sumaron sus otros siete rivales derrotados. "Hay que ir a votar y hay que llevar a los amigos, a los familiares, a los parientes", insistió.
Bachelet lleva el triunfo en el bolsillo. Pero ganar no le es suficiente. Para poner en marcha las reformas de fondo que plantea necesita una victoria elocuente y sólida. Masiva.
La abanderada oficialista, Evelyn Matthei, en tanto, fue tras el voto evangélico y prometió "no hacer nada que vaya en contra de la Biblia" si es elegida. Para ella, el desafío es perder dignamente y recuperar los votos de centro de su sector.
Para ambos comandos, sin embargo, el temor latente es el mismo: que si menos gente acude a las urnas, menor será la legitimación del proceso electoral, de las instituciones y del propio sistema político.
Las masivas protestas estudiantiles de 2011 fueron interpretadas desde el exterior como un nuevo proceso de movilización y participación ciudadana. Pero el país vive, en realidad, un letargo político. Y la merma de votos no es más que un reflejo de esa creciente apatía.
"Los chilenos perciben que más allá de quién gane, las cosas van a seguir igual; que aunque cambie el piloto, la hoja de ruta va a ser la misma", explica a LA NACION el analista Patricio Navia.
El descrédito de la actividad pública y de los partidos es consecuencia, dice Navia, del divorcio que existe entre la elite política y la ciudadanía. "Los partidos en el país perdieron credibilidad en forma muy rápida, en gran parte por la disociación entre los políticos y la gente, que viven realidades muy distintas."
Ese abismo entre representantes y representados fue, de hecho, el arma que utilizó la derrotada candidata del Partido Igualdad, Roxana Miranda, durante la primera vuelta. Apodada "la abanderada sin dientes", Miranda, costurera, mostraba en los debates sus tarjetas del Transantiago y de los servicios médicos y les preguntaba a los otros candidatos si sabían de qué color eran; cuánto se tarda en ir desde una población al trabajo; cuánto hay que esperar para ser atendido en un consultorio.
La respuesta llegó recién el miércoles pasado, en un debate entre Bachelet y Matthei, cuando esta última contó que para sentir como los trabajadores vivió un día como jornalera agrícola cuando era senadora: se fue en ómnibus, comió bajo los árboles, vio que no había baños, y concluyó que las condiciones laborales eran malas. Las redes sociales se hicieron un festín.
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