
La rebelión árabe diseña un nuevo equilibrio global
PARIS.- Las rebeliones democráticas que estremecen al mundo árabe confirman la aceleración de la historia que se registra desde la caída del Muro de Berlín.
Analizado desde una perspectiva histórica, ese colosal desplazamiento de placas tectónicas parece estar transformando radicalmente los equilibrios geopolíticos que perduraban desde 1945 y comienzan a diseñar el perfil del nuevo mundo que prevalecerá en el siglo XXI.
Desde el derrumbe del Imperio Otomano en 1916 y, en particular, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el factor dominante del mundo árabe era la homogeneidad de monarquías absolutistas surgidas de la colonización y sostenidas por el apoyo de las grandes potencias occidentales.
La uniformidad que prevalecía desde la orilla del Atlántico, en Marruecos, hasta las costas del mar de Omán, en el extremo de la península Arábiga, comenzó a fisurarse con el derrocamiento del rey Faruk en 1952 y, dos años después, la instalación de un régimen de coroneles nacionalistas dirigido por el egipcio Gamal Abdel Nasser.
La onda expansiva de ese terremoto llegó en 1958 a Irak, donde un golpe militar populista derrocó al rey Faisal II y adoptó las bases ideológicas del movimiento nacionalista árabe Baath, que conoció su mayor implantación en Siria.
Numerosos historiadores interpretan que esa primera transformación global de Medio Oriente constituyó una reacción al enorme electroshock que significó la implantación de Israel en el corazón de una región que durante siglos vivió atormentada por la guerra, desgarrada por fronteras dibujadas con lápiz de mina gruesa sobre un mapa de estado mayor y sometida a la dominación de conquistadores exteriores, desde los cruzados hasta británicos y franceses, pasando por mamelucos y otomanos.
Derrota impactante
El movimiento que comenzó a germinar en los años 50 experimentó un marcado cambio de orientación después de la conmoción que significó la derrota de los ejércitos árabes frente a Israel en 1967.
Esa humillación fue la que alimentó el progresivo giro estratégico hacia la Unión Soviética y el vuelco a la izquierda de los antiguos regímenes de coroneles.
Ese segundo ciclo de la historia regional se interrumpió primero con la llegada de los ayatollahs a Irán y luego con el ascenso de los talibanes al poder unos años después de la derrota del Ejército Rojo en la guerra de Afganistán, que se prolongó de 1979 a 1989. Pero el verdadero factor desencadenante de la transformación fue el derrumbe del Muro de Berlín en 1989.
La desintegración del bloque comunista abrió la caja de Pandora de la que lentamente comenzaron a surgir, tanto en Medio Oriente como en Asia central, los fantasmas islamistas que permanecían aletargados desde el fin del Imperio Otomano.
El reemplazo de la religión marxista por el integrismo islámico se sumó a la decepción y la vergüenza que experimentó el mundo árabe después de la arrolladora victoria de Estados Unidos en la primera Guerra del Golfo contra Saddam Hussein, en 1991.
Esos dos episodios, en menos de un año, abrieron una fase de resiliencia que se cristalizó a través de dos expresiones de fundamentalismo islámico: una vertiente terrorista -Al-Qaeda- que fue capaz de "lavar el honor árabe" con los atentados del 11 de Septiembre y una vertiente más política, pero no menos extremista, que progresivamente fue ocupando posiciones clave sobre el tablero de Medio Oriente (Hezbollah, en el Líbano; Hamas, en Gaza, y ramificaciones del integrismo chiita en Irak y la mayoría de los emiratos del golfo Pérsico).
La intervención en Afganistán y la segunda guerra de Irak ampliaron la falla abierta en la corteza política de la región por la consolidación de regímenes absolutistas, protegidos por estructuras policiales opresoras, que eran incapaces de comprender las mínimas aspiraciones de sus pueblos.
Ese fue el caldo de cultivo en el cual prosperó esta rebelión, que remite, en cierto modo, a la sublevación de 1916 contra el Imperio Otomano.
A diferencia de ese mito fundador, fomentado por Gran Bretaña, o de las experiencias socialistas promovidas desde la penumbra por Moscú, esta insurrección no sólo surgió de las entrañas de las sociedades árabes, sino que sorprendió a todas las potencias que hubieran podido o deseado capitalizar ese movimiento.
Después de casi un siglo de experiencias nacionalistas, socialistas e islamistas, de guerras y de ilusiones frustradas -con Estados Unidos y la ex URSS-, el rasgo dominante de este nuevo movimiento es la aspiración democrática de nuevas generaciones que no parecen dispuestas a tolerar ad infinitum la opresión ni a repetir los errores de sus ancestros.
Con diploma y sin trabajo
Este movimiento es el resultado de la feliz confluencia de las aspiraciones de una fracción de la sociedad educada y con diplomas, pero sin trabajo, con una nueva tecnología: Internet, la telefonía celular y las redes sociales no sólo fueron útiles para burlar la vigilancia de los mukhabarat , esos servicios de inteligencia que creían tener las sociedades bajo control.
Su mayor mérito consistió en transportar mensajes simples y consignas en 140 caracteres que reemplazaron ventajosamente los discursos verborrágicos de los viejos líderes árabes, las ideologías confusas y los sermones integristas. La globalización, que abolió las distancias y redujo las diferencias entre los pueblos, tampoco fue ajena a ese fenómeno.
Como todos los desplazamientos de placas tectónicas, este proceso exigirá meses o años para tomar una forma precisa y consolidarse.
Pero, mirado en perspectiva, es evidente que este proceso terminará de definir el perfil de un nuevo mundo, que comenzó con la caída del Muro de Berlín, y se aceleró con la eclosión de China y de los países emergentes, el fin de la bipolaridad de la Guerra Fría y el impacto de la crisis.
La transformación del mundo árabe confirma -si era necesario- que la historia no tiene fin. Esa es, en definitiva, la gran promesa que postula la aventura humana.



