Opulencia, desempleo y jihadismo: el cóctel que reactivó la ola de golpes de Estado en África
La combinación de malestar social, violencia persistente y élites desconectadas empuja a amplios sectores a tolerar salidas de fuerza
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El golpismo es el nombre del juego en África: desde 2020 se registraron 11 golpes de Estado exitosos, en algunos casos más de uno en un mismo país, y hoy funcionan siete gobiernos militares. Dada la dinámica rebelde, la lista es solo provisoria.
Así de fluida es la onda verde militar que se derrama sobre el continente africano. Madagascar, en octubre, y Guinea-Bissau, en noviembre, acaban de sumarse al club de los regímenes de facto, tras los golpes en Mali, Burkina Faso, Níger, Guinea y Sudán.
A principios de diciembre casi se agrega Benín, tras un fallido golpe comandado por ocho uniformados rebeldes que se presentaron por televisión como el Comité Militar para la Refundación. Aunque esta vez no prosperó, el solo hecho de animarse a intentarlo da la pauta de lo corriente que se volvieron las asonadas militares.
La caída en dominó no trae nada bueno. Los flamantes regímenes, quizás recibidos con aplausos, agravan el caos de los pueblos a los que prometieron rescatar de la inseguridad, la corrupción y la pobreza. Parece un viaje al pasado, cuando las juntas marcaban el paso. De los 54 países del continente, 45 sufrieron al menos un intento de golpe desde 1950.
“Desde la época poscolonial fue frecuente la alteración del orden democrático en el continente, pero esta nueva constelación golpista responde a causas propias de un contexto totalmente diferente”, dijo a LA NACION Omer Freixa, docente e investigador en estudios afroamericanos e historia africana de la UBA y la Untref.
Varios de los golpes tienen que ver con la ineficiencia en la lucha contra el jihadismo, explicó Freixa, pero otros se deben a disparadores distintos, como el caso de Gabón, donde derrocaron a una dinastía familiar que ocupaba el poder hace medio siglo.
La tendencia regresiva se aceleró en estos cinco años, en algunos casos con dos golpes consecutivos, como ocurrió en Burkina Faso. En septiembre de 2022, un grupo de soldados de la unidad especializada antiterrorista Cobras derrocó al presidente Paul-Henri Sandaogo Damiba, quien apenas meses antes había llegado al poder por la misma vía.
También hubo un doble episodio en Mali, donde los militares asumieron el control en agosto de 2020, seguido por una nueva demostración de fuerza que encumbró al coronel —luego general— Assimi Goita.
Goita fue designado presidente de la llamada “transición”, el latiguillo predilecto de capitanes y coroneles rebeldes que avanzan sobre el palacio presidencial. “La nueva situación nos permite poner el proceso de transición en la dirección deseada por el pueblo. Los retos son inmensos, pero las expectativas legítimas del pueblo son también grandes”, proclamó en su discurso inaugural.
Atrincherados en el poder
Bajo distintos formatos institucionales, los sublevados encuentran la forma de perpetuarse en el poder. En Chad y Gabón, los golpistas completaron la supuesta transición democrática mediante la convocatoria a elecciones, con gestos de ciudadanos respetuosos de la ley. El detalle omitido fue decisivo: no regresaron a los cuarteles, se postularon como candidatos y se aseguraron la victoria.
En Gabón, el hombre fuerte del régimen, Brice Oligui Nguema, obtuvo el 90% de los votos, una cifra que roza la parodia y confirma la cancha inclinada. Los críticos ya habían advertido que la nueva Constitución y el código electoral se diseñaron a su medida, con el objetivo de despejarle el camino hacia el poder.
“La excusa fundamental en la mayoría de los casos para tomar el poder fue el tema de la seguridad. En Mali, en Burkina Faso, en Níger, en Sudán, en Chad, son golpes que se han generado en medio de escenarios de crisis políticas o de conflictos armados importantes. Pero las juntas no han logrado contener la violencia, lo que han hecho es aumentarla. También habían determinado una fecha concreta para devolver el poder a los civiles, y en la mayoría de los casos no se ha cumplido”, dijo a LA NACION Iván Navarro Milián, investigador especializado en África de la Escola de Cultura de Pau de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Una de las novedades de esta ola golpista es la relativa popularidad de los oficiales sublevados, que en algunos casos reciben una bienvenida entusiasta en medio de estallidos callejeros que los insurrectos saben capitalizar a su favor. Las autoridades derrocadas, a menudo gobiernos personalistas o dinastías familiares, rara vez destacan por su eficiencia o por sus credenciales democráticas, y derribarlas suele requerir poco más que un soplido fuerte.
“Uno de los problemas que tenemos en África es que los gobiernos no se hacen responsables de las necesidades de la sociedad. Se instauran en el poder y gobiernan a sus anchas, socavando al Poder Legislativo y al Poder Judicial. Si a eso le sumas la situación económica, el alto desempleo, que entre los jóvenes es generalizado, y que esos gobiernos no abandonan el poder una vez que pasaron su límite constitucional, los pueblos tratan de cambiar como sea”, dijo a LA NACION Tutu Alicante, activista de Guinea Ecuatorial exiliado en Estados Unidos y director de la ONG de derechos humanos EG Justice.
“Con tantas deficiencias económicas e institucionales, es cuestión de que algo encienda la mecha para que los jóvenes salgan a la calle. Y si en ese momento hay un militar dispuesto a dar un golpe, lo apoyan fácilmente. ¿Por qué está pasando ahora? Una cosa es cuando tienes, por ejemplo, al ocho por ciento de la población sin empleo y viviendo mal. Pero a medida que eso crece es como cualquier tema físico, llegas a que una gota de agua colme el vaso”, agregó.
Alicante recordó una revuelta en Mali, cuando salió en Facebook la lujosa vida de un hijo del presidente. No terminó en golpe, pero atizó la rabia. “Las redes sociales han jugado un papel importantísimo en ayudar a la gente a ver cómo vive esta gente, cómo vive la élite política de nuestros países”, explicó.
Expulsados los civiles, lo que sigue es la luna de miel con los rebeldes, a ver qué tal se comportan los nuevos. Pero así se gesta otro golpe: el golpe de realidad. “En lugares como Gabón, la gente se está dando cuenta de que Oligui Nguema no ha cambiado mucho. No está reconstruyendo las instituciones para garantizar la democracia, no está invirtiendo en educación, en salud, y la crispación empieza otra vez a montar”, señaló.
Mercenarios rusos
Cuando las juntas pretenden innovar, tampoco funciona. Los países que expulsaron a las tropas francesas de sus territorios, por ejemplo, con un discurso anticolonial, cubrieron el vacío con mercenarios rusos. Pero resulta que estos mercenarios estaban más bien para respaldar la aventura golpista. ¿Qué más cabía esperar del infame grupo Wagner y sus sucesores?
“Se están extendiendo los periodos de mandato de estas juntas militares y no están logrando realmente mejoras de manera sustantiva con los regímenes anteriores”, dijo Navarro Milián. “Creo que una parte importante tiene que ver con que las juntas militares finalmente vienen de las élites militares de los anteriores regímenes. No hay un cambio porque es el mismo aparato del Estado o gente que eran de las élites de ese aparato”.

¿Quién sigue en el dominó del golpismo? Las apuestas están abiertas. Con tantos gobiernos desentendidos de la sociedad, se complica aventurar nombres. Pero algunos saltan a la vista.
“Camerún, por ejemplo, es un lugar donde podría haber un golpe de Estado en cualquier momento”, dice Alicante. “Ahí tienes a un presidente, Paul Biya, que a los 92 años se acaba de volver a presentar y no gobierna en el país, porque está generalmente en Suiza”.
Lindo lugar para vivir, salvando las distancias, es decir los 4750 kilómetros que separan a Yaundé, la capital de Camerún donde está el Palacio Presidencial, de Ginebra, donde Paul Biya disfruta de la vida varios meses al año, quizás sentado frente a la ventana junto al lago y con vista a las montañas.
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