El relato de las personas que lograron sobreponerse a un momento crítico en medio de las masivas inundaciones que devastaron la región mediterránea de España y que ya acumulan más de 200 muertos
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Se oye el estruendo del agua y el repiqueteo del palo intentando romper el cristal. Un hombre rapado, con una camiseta amarilla, arremete insistentemente contra el vidrio de la puerta de entrada a un portal. El cristal se resiste, pero él sigue golpeando con fuerza hasta que logra abrirla. El agua le llega ya a la cintura.
Pero el hombre no entra. Se da la vuelta y camina contra la corriente, que arrastra ya de todo: maleza, una mesa, un vehículo. Entra en el local contiguo y sale al momento cargando algo. Es un niño.
El hombre levanta como puede al pequeño y a zancadas regresa al portal, donde se lo entrega a alguien que no se ve en la imagen. Hace otro viaje al local, de donde sale ayudando a una mujer a refugiarse en el portal vecino. Esa mujer es Laura Velasco.
Laura vuelve a ver el video que han grabado desde el edificio de al frente y los ojos se le humedecen.
La imagen es una de las más difundidas de las trágicas inundaciones que han dejado más de 200 muertos en Valencia, además de un número indeterminado de desaparecidos. “La niña del video es mi hija Noah y el héroe que rompe la puerta, mi socio y expareja Dani. Si no hubiéramos logrado salir nos habríamos muerto ahí”, describe con un nudo en la garganta.
Laura y Dani montaron hace seis años una academia de inglés en Paiporta, uno de los municipios que se han convertido en la zona cero de la catástrofe. Hoy están separados, pero tienen una hija en común y siguen siendo como una familia.
Del negocio en el que tanto empeño e ilusión pusieron apenas queda una carcasa.
“La presión del agua reventó los cristales como en Titanic, y el agua entró en tromba arrasando con todo lo que habíamos puesto para contenerla, mesas y cosas, hasta el final del local”, cuenta Laura.
Daniel incluso tuvo que frenar un vehículo que venía flotando, arrastrado por la corriente, y que amenazaba con bloquear la entrada.
En la academia estaban esa tarde, además de Laura, Dani y Noah, dos profesores -Isa y Usama- y tres niños, a los que sus padres no pudieron llegar a tiempo a recoger. Todos acabaron pasando la noche en la casa de un vecino del portal donde encontraron la salvación.
Poco antes, la policía había pasado avisando con megáfonos de que el barranco del Poyo se había desbordado y pidiendo a las personas que se quedaran en sus casas.
Este barranco, una rambla que habitualmente va casi seca y en la que crecen las cañas y la maleza, vino recogiendo el agua de las tremendas lluvias que cayeron cauce arriba. En Paiporta no llovía, pero la corriente bajó como un tsunami que lo arrasó todo.
Whitby se encuentra a dos manzanas del barranco, que hoy parece una herida abierta y fresca, como si a la tierra le hubieran desgarrado un pedazo.
Emoción a flor de piel
El puente que lo cruza se mantiene en pie, pero ha quedado sin protección, y sobre él atraviesa una procesión de voluntarios que acuden a Paiporta a achicar barro y a aplacar la frustración con sus dos manos, arrimando el hombro, con un “¿podemos ayudarte?”.
En las orillas hay vehículos enterrados hasta el techo en el lodazal y algunos vecinos se preguntan qué más habrá sepultado ahí. “Cuando salimos, el agua llegaba a los tobillos y cinco minutos más tarde ya subía hasta por aquí”, recuerda Laura señalándose más arriba de la rodilla.
La joven va embutida en un mono blanco de plástico atado a la cintura recubierto de lodo. Con ayuda de amigos y voluntarios ya han conseguido limpiar de escombros su local, así que con Sergio, su pareja, están ayudando a otros vecinos que aún están hasta arriba de barro.
Una chica también vestida con un mono entra en la academia y se funde en un abrazo con Laura.
Parece una voluntaria más, pero es una antigua profesora estadounidense que ha vuelto a Paiporta a ayudar. La emoción está en las zonas del desastre a flor de piel. Las lágrimas brotan con facilidad.
Laura cuenta que tras el aviso de la policía se refugiaron en la academia e intentaron reforzar la puerta y el escaparate con mesas y otros muebles. Nadie pensaba que el agua iba a subir tanto. Cuando finalmente estalló la cristalera, ellos estaban guarecidos en una de las aulas del fondo, subidos encima de las mesas. “Los niños empezaron a gritar y nos abrazamos todos tratando de calmarlos y diciéndoles que iba a parar, pero pasamos mucho miedo”, recuerda Laura.
En ese momento se dieron cuenta de que si seguían allí era posible que no llegaran a contarlo.
Laura relata que la calle ya estaba vacía, todos los vecinos se habían metido en sus casas y nadie podía bajar a auxiliarlos: “La corriente iba cada vez más fuerte y vimos pasar a una pareja que iba arrastrada por las aguas abrazada gritando porque no lograban agarrarse a nada; no sé qué sería de ellos”.
“Ya estamos a salvo”
Dani salió a la calle a buscar dónde podían entrar para subir a un pisos superior. Los portales -o patios, como les llaman en Valencia- estaban todos cerrados y la corriente tampoco le permitía alejarse mucho. El del número 19, justo el contiguo a la academia, tenía una puerta de cristal. Ahora solo había que romperla.
Agarró una de las mesas de la academia y le arrancó una pata, que le sirvió de ariete para abrir la puerta. Un vecino bajó a ayudarle a sujetar el portón y a ir agarrando a los niños que le pasaba Dani. “Cuando vi la escalera hacia arriba me dije ‘ya, ya estamos a salvo’, fue como un descanso”.
Pasaron la noche en casa de ese vecino que había venido en su ayuda. Le dieron ropa seca y los pequeños pudieron dormir juntos en una cama. Laura se mantuvo en contacto en todo momento con los padres para tranquilizarlos, les envió fotos y pudieron hablar por WhatsApp.
“Fueron muy valientes, se dieron ánimo todo el rato unos a otros”, recuerda la joven, que se emociona al agradecer toda la ayuda que recibieron esa noche.
“Hay que dar las gracias porque todo pasó como tenía que pasar, la cristalera reventó cuando el agua no nos llegaba todavía al cuello y logramos refugiarnos en la casa de al lado. Además, yo soy diabética y no tenía aquí la insulina, pero coincidió que el chico que nos acogió también es diabético y me pudo dar”.
No todos fueron afortunados.
Enfrente de la academia, varios apartamentos en los bajos de un edificio albergan historias trágicas. Una anciana falleció ahogada en uno de ellos. No podía moverse bien y un coche arrastrado por las aguas bloqueó la puerta de su casa.
Cuando la corriente amainó, Dani bajó a seguir ayudando a gente que se había quedado atrapada, entre ellos un hombre mayor que había quedado tumbado en una cama “y que no sé ni cómo sobrevivió”, dice Laura. “Es un héroe. Un héroe como muchos que han salido estos días, porque nuestro video no es el único en esta tragedia”.
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