Síntomas de un inminente final
MADRID.- Todos los atentados ocurridos en Siria, o supuestamente promovidos en el extranjero por el régimen que tiraniza ese país, tienen una particular dimensión oscura, siniestra, ominosa. No es de extrañar: la columna vertebral del régimen de los Al-Assad fueron y son sus todopoderosos servicios secretos, y éstos son maestros en el arte de manipular a terceros, de tirar la piedra y esconder la mano.
Si a esto le sumamos el gusto por las teorías conspirativas -la muamara - que los sirios comparten con sus hermanos árabes, ya tenemos garantizado un debate interminable sobre quién está detrás del atentado suicida que mató en Damasco al ministro de Defensa del régimen y también a Asef Shawkat, viceministro y cuñado del mismísimo tirano.
A falta de saber lo que quizá nunca sepamos con una certeza razonable -si fue alguna facción jihadista más o menos vinculada a Al-Qaeda, algún lobo solitario hastiado de la brutalidad de la represión o, como aventuran los opositores, sectores del propio gobierno-, lo cierto es que el atentado de ayer en pleno cuartel general de la seguridad del régimen es una muestra terrible y espectacular de la fragilidad del poder de Bashar al-Assad y su clan.
Incluso los defensores a ultranza de este poder, y en particular la Rusia de Vladimir Putin, deberían comprender que no tiene el menor futuro.
En la primavera de 2011, al comenzar las protestas juveniles democráticas en Siria, Bashar y los suyos optaron por reprimirlas con mayor ferocidad incluso que la exhibida en Libia por Khadafy. Desencadenaron contra los opositores no sólo la crueldad de los esbirros de sus servicios secretos, sus fuerzas policiales y sus milicias, sino también toda la potencia de fuego de las mejores unidades de sus fuerzas armadas.
Eran conscientes de que, a diferencia de Khadafy, tenían sólidos apoyos regionales (el Irán de los ayatollahs y el Hezbollah libanés) e internacionales (Rusia y China). Contaban con que estos apoyos lograrían bloquear los siempre tímidos intentos de la comunidad internacional de detener masivas violaciones de los derechos humanos. Calculaban, además, que la coalición forjada para detener a Khadafy estaba tan atribulada por sus propios problemas -elecciones en Estados Unidos, crisis en Europa- que no tendría la menor gana de complicarse aún más la vida en el avispero de Medio Oriente.
Si los análisis del régimen de los Al-Assad fueran más o menos exactos en esto, lo que no previeron es que también iban a contar con formidables enemigos. Para empezar, la valentía y tenacidad del pueblo sirio, cuyas manifestaciones iniciales fueron dando paso a una acción guerrillera cada vez más osada, hasta el punto de que esta semana logró llevar los combates al mismísimo Damasco.
Y luego, la peculiar coalición de países islámicos, que, cada cual por sus motivos, sostiene a los opositores y guerrilleros rebeldes: una Turquía decidida a no tener como vecino a Al-Assad, y un Qatar y una Arabia Saudita también empeñados en la caída del régimen. Si a eso le sumamos que la rebelión armada encontró una tierra de refugio en el siempre volátil Líbano, ya hace tiempo que el equilibrio de amigos y enemigos dejó de ser favorable a los Al-Assad.
Esto provocó que la alianza interna que sostuvo al régimen en las últimas décadas también se fue deshaciendo. Formada por los correligionarios alauitas de los Al-Assad, minorías cristianas temerosas de un Estado islamista y sectores de las burguesías sunnitas de Damasco y Aleppo, esa alianza ya no está tan segura de que Bashar vaya a terminar sus días como su padre Hafez, en la cama y en el poder. De ahí las deserciones. Comenzaron con soldados sunnitas que se negaban a disparar contra sus compatriotas, y se extendieron a altos diplomáticos y militares.
Que los rebeldes hayan logrado llevar los combates a la ciudad de los omeyas, y que no hayan podido ser desalojados en un instante por las fuerzas del régimen, es ya un síntoma de la cercanía del fin. La muerte en un atentado de los pretorianos es otro.
© El País, SL
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