Un manto de duda sobre la voluntad de paz
MADRID.- El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, se vio obligado a suspender las conversaciones de paz con las FARC en La Habana por el secuestro de un general que estaba inspeccionando lo que no debía en la inhóspita y subdesarrollada provincia del Chocó.
Con esa exquisita facilidad con que en Colombia se oscurece y juega con el sentido de las palabras, fuentes oficiales matizan que no hubo tal suspensión, sino tan sólo una pausa; los negociadores del gobierno retrasan su regreso a la mesa en tanto se aclare lo sucedido. Pero ¿hay algo que aclarar?
Santos sabe que las FARC estaban en su derecho de secuestrar, ya que no hay tregua y en todo momento se ha hecho constar en Bogotá y dondequiera que esté la guerrilla que las hostilidades proseguían, y que hasta que todo estuviera firmado nada estaría acordado. Pero no es menos cierto que el secuestro no sirve a mayor propósito que el de hinchar las velas del uribismo, el sentimiento del que se guarnece el ex presidente Álvaro Uribe, ferozmente contrario a la paz por la vía de La Habana.
¿Enloquecieron las FARC? ¿Se percatan de que sucesos como el presente sólo favorecen a su máximo enemigo, el formidable y anterior mandatario?
De ahí se sucede una serie de hipótesis, a cuál más verosímil, es decir que todas pueden ser verdad al mismo tiempo. La primera es que no hay una verdadera voluntad de paz entre los insurrectos, que negocian porque eso les da, o así pueden creerlo, un plus de legitimidad ante la comunidad internacional; o, lo que es casi lo mismo, que sólo quieren una paz a su imagen y semejanza, por ello totalmente inviable, que pasaría por una negociación especialmente prolongada para probar que Colombia es lo único importante.
La segunda sería que los frentes tienen en la práctica una indisciplinada autonomía, incontrolable desde La Habana, y que los primeros y desagradablemente sorprendidos por el secuestro fueron los líderes guerrilleros en Cuba. La presidencia ha repetido que las FARC se manejan con arreglo a algún tipo de centralismo democrático y, si así fuera, los mismos cimientos de la negociación sufrirían hoy un fuerte sismo porque el estado mayor guerrillero no dominaría la situación sobre el terreno.
Y, por último, una combinación de todo lo anterior: unos jefes son partidarios de una paz así o asá, mientras que otros no la quieren y todos los matices del error se reproducen sobre el terreno. Lo que parece seguro es que la insurgencia, pese al tiempo que lleva negociando -hoy se cumplen dos años-, sigue teniendo escaso conocimiento de cómo es el mundo, e incluso peor, Colombia.
Santos dijo que 2015 sería el año de la paz, igual que en 2013 confiaba en que fuera este año. Y, a todas luces, la paciencia de la opinión nacional no es inagotable. Pensar en un diálogo que se alargue demasiado sería jugar peligrosamente con fuego, y no precisamente un "alto el fuego". Y las FARC dan la sensación de que no lo saben o no lo quieren saber. Un fin sin acuerdo no sólo arruinaría la presidencia de Santos, sino que constituiría la mayor decepción para el país que pueda imaginarse. Por eso, Santos no sólo debe aclarar qué pasa con el general, sino qué piensa la guerrilla. Uribe, sin prisa, espera.
EL PAISOtras noticias de FARC
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