Largo viaje hacia la noche: la idea inalcanzable de recuperar el pasado
Dirección: Bi Gan. Intérpretes: Jue Huang, Wei Tang, Sylvia Chang. Duración: 138 minutos. Disponible en Netflix. Nuestra opinión: excelente.
"¿Sabes cómo salir de este laberinto?" le pregunta Luo (Jue Huang) al chico con el que está soñando. Para los espectadores, el laberinto no solo es el túnel en el que se encuentra el personaje sino también la hora de película que acabamos de ver, en la que líneas narrativas del presente y el pasado se cruzan sin un orden ni una dirección evidentes.
"Si me ganás al ping-pong te lo digo", responde el chico. Un rato más tarde, esta negociación se repite. "Los dejo ir si metés el tiro en la buchaca", dice Luo después de doblegar violentamente a unos punkies en un billar. Podemos imaginar que estos desafíos se extienden a los espectadores. La película nos está proponiendo no solo una estética sino también una ética: hay recompensa pero no es gratuita, requiere un esfuerzo.
Largo viaje hacia la noche (ninguna relación con la obra homónima de Eugene O’Neill, el título original en mandarín es Últimos atardeceres en la Tierra, que tampoco tiene nada que ver con el cuento de Roberto Bolaño) es una película ardua, que se resiste a entregarnos sus sentidos y nos pide un trabajo a cambio. Está armada como un díptico: la primera parte, que dura poco más de una hora, es fragmentaria, agresivamente no lineal, combina escenas actuales y recordadas como un rompecabezas revuelto; la segunda parte es su opuesto, una línea recta, un plano secuencia de 59 minutos, en el que la cámara sigue en tiempo real al protagonista a lo largo de un sueño (en la versión para las salas de cine, esta parte se ve en 3D).
Durante el primero de los segmentos de este film noir multicolor, Luo regresa a la ciudad de Kaili por el funeral de su padre. Allí recupera la fotografía oculta en un reloj detenido, de una mujer que fue su amante 18 años antes. Se propone reencontrarla. También recuerda su amistad con Gato Salvaje, trágicamente muerto, y a su madre que lo abandonó. Aleatoriamente, vamos descubriendo a Wan Qiwen (Wei Tang), la mujer de la foto: le regaló a Luo un libro verde con un conjuro que hace girar las paredes, era la amante de un gánster devoto del karaoke, disfrutaba de comer pomelos y desapareció el día que iban a escapar juntos.
La película deja señales y simetrías para orientarnos en el relato, como un conjunto de instrucciones para armar el rompecabezas, pero es imposible detectarlas a todas en el primer visionado. Por ejemplo, una escena nos muestra un carro minero con un joven muerto (intuimos que es Gato Salvaje) y un as de pique sobre las vías; tiempo después, el protagonista entra a un cine y apunta con un arma a un espectador. En el bolsillo de su camisa blanca, apenas translúcida, se adivina el mismo naipe: solo este tenue signo conecta ambas escenas y nos revela que se trata de una venganza.
Los colores encendidos y las luces de neón hacen pensar en Wong Kar wai. El tiempo en la herrumbre y el desgaste de las cosas, los planos que recorren el suelo para revelar sedimentos del pasado, la lluvia dentro de las habitaciones y hasta un vaso que atraviesa una mesa (igual que en Stalker) vienen de Tarkovski. La película combina el lirismo romántico de uno con la meditación sobre la transitoriedad de otro. El agua, emblema de lo transitorio, cubre todo. El protagonista quiere recuperar el pasado (la foto de su amante en el reloj quieto) en un mundo líquido de cambio imparable. Como en las películas de David Lynch, este deseo irrealizable solo se puede alcanzar dentro de un sueño.
Al promediar el film, Luo entra a un cine y acto seguido se encuentra en una mina, luego recorriendo un túnel en moto, luego en el aire en una precaria aerosilla: los movimientos de la cámara que lo sigue fluyen como el agua. Ya abandonamos la ciudad de la memoria para ingresar a un paisaje onírico: el cine como sueño colectivo.
Esta segunda parte, el mencionado plano secuencia de una hora vuelve a lo que aprendimos de este personaje, aunque, como en todo sueño, se muestra transformado: su amigo muerto Gato Salvaje vive como un niño; su madre, a la que ayuda a huir con su amante, tiene el pelo rojo y la cara de otra mujer, y aparece una doble de Wan Qiwen, llamada Kaizhen, quien dice que abandonará a su novio cuando obtenga pomelos en una máquina tragamonedas. Citas y reenvíos arman una red que une lo que parecía disperso. Luo y Kaizhen sobrevuelan mágicamente la ciudad como en el cuadro de Chagall y llegan a una prisión abandonada, una suerte de inframundo, donde hay una kermese poco concurrida y un karaoke y una casa quemada en la que los amantes se reencuentran y el conjuro para hacer girar las paredes funciona (todo esto es parte del mismo plano secuencia magistral, imposible).
Esta es una película divisiva (en el casillero dedicado al género, Netflix pone, en una enumeración de categorías casi borgeana: "Film noir, drama, confusa.") que puede ser considerada intolerablemente lenta para los tiempos de Avengers (aunque se podría disputar, secuencia a secuencia, cuál de las dos es más confusa) y vanamente exhibicionista, un desfile de técnicas e influencias usadas como contraseñas para entendidos. Quien ponga el esfuerzo para descifrar sus enigmas y se deje interpelar por su lirismo y su temporalidad reflexiva, el tiempo de superhéroes como Hou Hsiao Hsien y Tarkovski (es imposible hipnotizar a alguien en seis segundos), encontrará una película cautivante, destinada a vivir largamente en la memoria. Es apenas el segundo trabajo de Bi Gan, un realizador autodidacta de 29 años y un talento a tener bajo observación.
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