Violencia en Río de Janeiro: cómo el cine brasileño retrató el costado más peligroso de las favelas
Aunque con miradas distintas, Ciudad de Dios (2002) y Tropa de Elite (2007) encuentran puntos en común que permiten asomar al espectador a un universo que hoy supera a la ficción
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Es extraño lo que nos sucede en el siglo (largo) de las imágenes, en el que mucho de lo extraordinario de este mundo nos deja una sensación de ya visto. Lo último: la enorme violencia que se desplegó en Río de Janeiro en los últimos días, cuando la policía de la ciudad emprendió la más grande operación antinarco contra la organización Comando Vermelho, que opera desde las favelas. Hasta ahora el resultado es tremendo: al menos 119 muertos (cifra oficial, aunque se cree que el número real podría ser mucho mayor), una centena de detenidos, armas de guerra y droga incautadas en cantidades, más represalias de los delincuentes contra el centro de la ciudad, que pintan una verdadera imagen de guerra civil. El impacto de lo que vemos en las noticias es enorme, pero al mismo tiempo, es distante. Porque conocemos esas imágenes: corroboran (o corrigen) lo que el cine instaló en nuestra imaginación. La realidad es necesariamente más desprolija, sucia, redundante que una secuencia cinematográfica, pero su núcleo es el mismo.
De hecho, hay por lo menos dos películas (podemos extenderlas a tres) que funcionan como matrices de conocimiento e imaginería de lo que está sucediendo ahora mismo: Ciudad de Dios (2002, HBO Max) y Tropa de Elite (2007, AppleTV). Es obvio que estas dos películas son lo primero que viene a la memoria de cualquiera que revise estos acontecimientos y ahí está lo más interesante: ya los vimos (algo similar nos pasa con muchos hechos extraordinarios, recuerden qué pensamos el 11/S). Ahora bien: incluso basadas en hechos reales (el surgimiento de los carteles de la droga en el Brasil entre los años sesenta y ochenta en el primer caso, el funcionamiento de los comandos BOPE en el segundo), son eso, películas, ficciones que no tienen como fin documentar sino narrar una historia sobre sus personajes y, en todo caso, despertar conciencias. Digamos que lo segundo es algo que suele ser un lastre para el cine y no lo juzguemos: sí que entre las dos completan el paisaje.

En la primera, el realizador Fernando Meirelles (que luego se proyectó internacionalmente muy, pero muy lejos de las favelas y de los chicos del lugar con los que realizó su exitoso film) estiliza la pobreza incluso en sus sordideces. Para que la historia de Zé Pequeno nos conmueva y nos interese, utiliza trucos de cámara, montaje nervioso, suspenso, dosificación de la violencia, viraje de color, etcétera. ¿Son esas las verdaderas favelas? Un poco: el retrato estilizado tiene algo de romantización de la pobreza. Pero en todo caso, el narcotráfico se ve como una consecuencia de un estado de las cosas social, como una salida posible -no la mejor- a la peor de las pobrezas. El truco de Ciudad... es menos, de todos modos, su estilización a lo videoclip, o las relaciones que los productores tuvieron que entablar con los jefes del lugar para rodar, que el relato coral donde hay alguien que “sale” de la pobreza y la delincuencia. La impresión general es que el lugar y el mundo que pinta son territorio de aventuras a pesar de todo, parte de la imaginación. ¿Podría ser otra cosa? Quizás no (pero es al menos paradójico que busque “realismo” filmando en locación y con habitantes del lugar) y quizás eso es lo que ha permitido asomarnos a comprender o interesarnos por ese universo que hoy nos estalla en la cara.
El caso de Tropa de Elite es complementario: se narra el accionar del BOPE (Batallón de Operaciones Policiales Especiales de la Policía Militar de Río) a través de uno de sus capitanes (Nascimento, personaje ya icónico del cine brasileño, interpretado por Wagner Moura), las relaciones nada limpias entre el poder y el narco, y los dramas personales. La película es de José Padilha, que había logrado antes un gran éxito con el documental Ónibus 174. Ese film es importante: retrata cómo un joven -que de niño fue víctima de la Masacre de la Candelaria, cuando en 1993 un escuadrón de la muerte atacó en una iglesia de Río a decenas de indigentes, asesinando a ocho chicos y un adulto- secuestra un autobús y, después de varias horas, termina asesinando a una rehén. De allí, Padilha pasó a la ficción con Tropa..., que es mucho más ambigua de lo que pareció en su momento, tildada de fascista por la manera en la que muestra el entrenamiento y los procedimientos del BOPE. Básicamente, el molde es cualquier película clásica de Hollywood (la película siguiente de Padilha, tras la secuela de Tropa..., fue la remake de Robocop, y esto es algo más que una nota de color). Es en sí una película de guerra extremadamente violenta y toma partido por su protagonista, basado en el real Rodrigo Pimentel. Corolario real: Pimentel se fue del BOPE, se hizo sociólogo y es analista en seguridad, muy lejos de la violencia.

Y aquí es donde ambas películas se unen: en la violencia. El problema del narco en las favelas de Río, que es una variante del problema del narco en toda América Latina, está visto en ambas como la imposibilidad de salir de un círculo de violencia y miseria, como si ambos fueran datos inevitables e inamovibles como un morro. También en las dos el principal activo es el nervio narrativo: son, visualmente, películas violentas por cómo eligen montar lo que narran y arrastran al espectador. El problema es que el vértigo es entretenido y, también en las dos, conspira contra el drama que podría darle al espectador un elemento de comprensión mayor sobre el mundo que intentan captar.

Quizás para entender la raíz habría que ir a las películas de los setenta del argentino Héctor Babenco, especialmente a Lucio Flávio, pasajero de la agonía y Pixote (la primera nunca estrenada comercialmente en nuestro país; la segunda, con cortes y polémica, hoy sería infilmable). Lucio... es la historia de un célebre ladrón de bancos de Río en los años sesenta y setenta, cuya vida se cruza con la de los escuadrones de la muerte parapoliciales, y pinta un retrato sórdido de corrupción a través de las propias contradicciones del personaje. Pixote narra cómo un niño de alrededor de diez años, un chico de la calle, es encarcelado, pervertido y transformado en criminal por el mismo sistema penitenciario. Las dos películas, violentas también, muestran con mayor precisión la raíz social, incluso psicológica, de lo que hoy vemos de modo trágico. Aunque quizás el cine y el espectador, sometido a lo inmediato constante, cambiaron tanto que sólo se puede comprender esta violencia a través del espectáculo. Obsceno, incluso.
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