Roberto Jacoby / Malba (Av. F. Alcorta 3415)
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Ensayo sobre la ceguera
Algunos salen sonriendo. Otros, asustados. La nueva instalación de Roberto Jacoby propone entrar en un cuarto oscuro y (no) ver qué pasa.
Roberto Jacoby (buenos Aires, 1944) debe de estar harto de que lo presenten como autor de la letra de casi todas las canciones de Virus. Pero eso es parte de su trayectoria: Jacoby es un artista multifacético que participó de las revoluciones pop del Instituto Di Tella a fines de los 60, intervino en la acción colectiva de Tucumán Arde y, entre muchas obras y premios más, creó la revista de crítica de arte ramona y el Proyecto Venus, desde donde lanzó la exitosa intervención sociolingüística “Culísimo”.
Darkroom –una video-instalación-performance– es una experiencia individual. O si se prefiere, colectiva pero no en simultáneo: al cuarto oscuro se entra de a uno. Los visitantes sacan número y esperan el turno. Parte de la obra ocurre afuera, en las conversaciones para exorcizar temores antes de entrar, en la reacción de los que salen. Algunos salen sonriendo, con la mirada perdida; otros directamente salen corriendo. Muchos dicen la palabra “fuerte”. Alguien cuenta que vio Teletubbies. Otro, desaparecidos. Me toca pasar.
Pero antes, hay otras instancias. En la sala de espera, se ve esto: tres vitrinas. En la primera, se exhiben tres máscaras blancas, parecidas a las que hacen los chicos con globos, papel y engrudo, pero de yeso. En la segunda, la más enigmática, una rosa y un reloj (una metáfora más desviada). En la tercera, agua y un pez nadando entre algas. En la pared, una serie de fotos.
Tres puertas alineadas conducen a respectivas cabinas donde se observan, en cada una de ellas, ocho videos de lo que pasa “adentro”, en el misterioso e inquietante cuarto oscuro. Por auriculares se oyen unos pocos sonidos extraños.
Lo que hay dentro es incierto. Esa incertidumbre es la base de toda la obra. En el juego previo hay algunos indicios. Se sabe que la visión es casi nula, que habrá otras personas, pero los datos son pocos. Y en pleno día, en el espacio vidriado, luminoso y controlado del Malba, surgen los fantasmas, el morbo, la excitación y ese miedo atractivo de los verdaderos darkrooms (no las salas de revelado fotográfico, sino esos lugares privados de las discos donde tienen lugar las fiestas negras, la experiencia de tocarse con otros sin verse las caras, sin saber de quiénes se trata).
Junto a la puerta, una señorita dominatriz, enteramente de negro y con guantes, entrega al que va a pasar la “cápsula de visión infrarroja”, señala un plano del lugar, indica las reglas –estrictas– de comportamiento y la palabra clave en caso de emergencias. Ahora sí, es mi turno. Ahí voy.
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