El caballero de la rosa en una doble lectura
Otras de las joyas líricas que anuncia el Teatro Colón para su temporada de 2017 es Der Rosenkavalier (El caballero de la rosa) de Richard Strauss. A mi juicio una de las más bellas compuestas en la primera década del siglo XX. Fue el 26 de septiembre de 1910 cuando Strauss puso la doble barra sobre el último acto y declaró, sin vueltas: "He sido tan feliz trabajando en esta obra, que casi me da tristeza escribir la palabra «Telón» al final de la hoja". Y si su excepcional libretista, Hugo von Hofmannsthal , como se supone, también lo habría firmado, qué decir de nosotros, los espectadores, a quienes la obra (y me imagino que con escasas excepciones) nos subyuga y emociona.
Se ha dado en el curso del tiempo dos maneras de juzgarla. En esta doble lectura, hay quienes ven en ella una agradable comedia vienesa, cuyo encanto, humor y melancolía aparecen transfigurados por una música arrolladora, de inefable hermosura e imaginación, producto además de un dominio asombroso de la composición, tanto vocal como sinfónica. Para otros, en cambio, el verdadero peso de Der Rosenkavalier atraviesa por otros carriles. No hay aquí, según este punto de vista, una "ópera rosa", sino una obra de una dimensión más trágica que las dos geniales composiciones líricas creadas anteriormente por el compositor, Salomé y Elektra, pues, alejada del mito, se hunde más profundamente en la sensibilidad humana.
Uno de los musicógrafos convencidos de este criterio, Alain Gueullente, escribe que detrás de los personajes puestos en la escena, más allá de la sonrisa, la emoción y el humor, el verdadero protagonista es el Tiempo, no el cotidiano de los afectos, de los deseos, de las vanidades, sino el tiempo de la fatalidad destructora, "el que torna efímeras e inconsistentes nuestras aspiraciones, nuestros destinos y aún nuestras identificaciones". Pero más allá de ésta u otras interpretaciones pesimistas, más allá de la nostalgia que inunda la obra, o aun la descomposición social que refleja la figura de Ochs, queda en pie el esplendor de una comedia en la que Octavio, el adolescente enamorado, la joven y bella Sofía y la Mariscala, personaje único dentro del mundo de la ópera, están concebidos para el goce del espíritu y de los sentidos.
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Si hay un elemento que adquiere esencial protagonismo en Der Rosenkavalier es el vals. Naturalmente, tanto Hofmannsthal como Strauss tuvieron conciencia de su anacronismo, por cuanto el esplendor de esta danza burguesa de pareja enlazada, es propia del siglo XIX, posterior por tanto al reinado de María Teresa en el que se ubica la obra, aunque su verdadero ancestro, el laendler, provenga del siglo anterior. Sin embargo, el compositor no escatimó recursos para reflejar la esencia de lo vienés, uno de cuyos perfiles más deslumbrantes pasa por esta danza instrumental gestada por Lanner y por la dinastía de Johann Strauss, padre, y sobre todo el hijo, el verdadero "rey" del vals (no vinculados con Richard Strauss, el autor de la ópera que motiva esta nota).
Y dediquemos por último una breve reflexión sobre uno de los momentos de más fuerte intensidad emocional que se produce en el segundo acto: el de la presentación de la rosa de plata, que provoca el encuentro de Octavio y Sofía. Aquí el compositor elabora una línea de incomparable belleza melódica, basada en la mayor tradición del belcanto italiano, pero al mismo tiempo apoyada en el sentido de las palabras claves del texto (amor, eternidad, paraíso, cielo, rosa...) y en los silencios provocados por la emoción y la magia del descubrimiento amoroso, mientras la orquesta evoca una sonoridad "plateada" y cristalina. Y ni hablar del último acto, con uno de los fragmentos más inspirados de la lírica de todos los tiempos.
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