
Los símbolos de Arlt, a punto de morir ahogados
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Nuestra opinión: Regular
"Los siete locos", versión escénica de Rubens Correa y Javier Margulis (basada en la adaptación -de 1980- de Carlos Antón, Rubens Correa y Pedro Espinosa) de las novelas "Los siete locos" y "Los lanzallamas", de Roberto Arlt. Teatro Nacional Cervantes.
En el saludo final, el elenco avanza hacia proscenio. Los actores están envueltos en una nube de humo y se apantallan tratando de disiparlo, cosa de no perecer ahogados.
La situación viene a cuento porque funciona como un buen resumen del problema central de esta versión teatral de "Los siete locos": siempre está a punto de morir ahogada.
No se trata, en principio, de grandes déficit en la traslación escénica de la novela (en realidad, las novelas, ya que el material de base también incluye a "Los lanzallamas"). En todo caso, la transcripción de uno a otro género, sea cual fuere el título o el autor, parece una empresa necesariamente destinada a la parcialidad, a la selección subjetiva y a poner nerviosos a algunos lectores enamorados apasionadamente de un escritor tan original e inquietante como Roberto Arlt.
La que firman Rubens Correa y Javier Margulis avanza en treinta cuadros y su mayor mérito es haber logrado que los conflictos alcancen materialidad teatral, además de una ilación bastante comprensible para quien no leyó el texto original. Así, al respecto, hay niveles de oxígeno atendibles.
Un equívoco
La puesta, por un lado, y la dirección de actores, por otro, enrarecen el aire de la representación. Y diluyen, a su vez, al enrarecimiento característico de la producción literaria y teatral de Arlt.
Ocurre que, para ese autor, la locura tiene un estatuto muy especial. Puesto a rodar, todo ideal corre riesgo permanente de convertirse en empresa mesiánica y delirante. Y semejante tentación no es primacia de ninguna clase social: en esta conspiración, destinada inexorablemente al fracaso, participan Erdosain (arquetipo de ese estilo de hombres oscuros que pasan inadvertidos cuando caminan por la calle); un astrólogo enroscado en teorías que mezclan la revolución social y los beneficios de la castración; un rufián melancólico dispuesto a sostener la alocada epopeya; la certeza puesta en acto de que es posible materializar flores de metal y sigue lista de situaciones y personajes rocambolescos.
Pero ellos no son héroes inmaculados ni desposeídos en estado de máxima pureza que sólo aspiran a terminar con la injusticia. Arlt le complica las explicaciones al marxismo de su época, empeñado en entender delirios colectivos como el nazismo y el fascismo. Sus perspectiva es otra: la locura de las masas empieza cuando un ideal se dispara a la órbita del fundamentalismo y se convierte en el único lazo de cohesión de los grupos humanos. Lejos está de deslizar que se trata del fallo individual de alguna función física o psíquica. Es más: hasta advierte que la humillación, elevada a la categoría de método, produce cofradías que responden de un modo bizarro y con violencia.
Hipersimbolismo
Con voces que acosan desde el interior de los personajes y con despliegue de ensoñaciones, el paisaje dramático de "Los siete locos"invita a explorar una vía expresionista. Los responsables de este proyecto entendieron que se trataba, entonces, de llenar el escenario con un coro de locos furiosos; de recargar a los personajes con pesados maquillajes; de exasperar la composición de imágenes hasta el límite mismo de la saturación; y de cargar de objetos al plato giratorio, tanto que semejante tránsito pesado ocasionó la caída de un mueble durante la función de estreno.
El resultado es un expresionismo romántico, por no decir barroco, por no decir rococó. Y el resultado es que la locura cobra una forma "embellecida" y vuelve a encerrarse en la cáscara de una mera enfermedad individual. Semejante descafeinamiento, con puntos de contacto con el estilo cinematográfico de Eliseo Subiela, aplasta el tono rotundamente inquietante propio del espíritu del original, además de que mitiga su rebote en este presente plagado de sectas electrónicas, de New Age y de sofisticados métodos de control social que inmolan vidas en el supremo altar de la eficiencia económica.
Dos estilos contrapuestos de actuación también dejan a la vista el sesgo de la lectura realizada por los directores y adaptadores. A la monotonía realista de Manuel Callau (Erdosain) se le sobreimprime el tono desaforado de los intérpretes a cargo a los otros personajes protagónicos. La resultante es un empastado efecto grotesco que prima en buena parte de la representación y cuyo pico máximo se produce en la escena de la entrega de La Bizca, un momento cargado de patetismo que, así encarado, despierta risa en el público.
Sólo Susana Ortiz (Hipólita) y Graciela Juárez (Elsa) se acercan a ese sórdido olor a humedad de las guaridas donde se traman las conspiraciones y donde -como todos sospechamos- quizás esté brotando una nueva cofradía de alucinados.




