Tristezas de la quebrada
Venerado por rockeros y folkloristas, su obra difundió la música de su región
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Ayer, a las 11, en el sanatorio Lavalle de San Salvador de Jujuy, falleció el maestro, músico y compositor Ricardo Vilca. Su cuerpo fue trasladado para ser velado en su casa de Humahuaca y darle sepultura en el cementerio de su localidad natal, al lado del autor de “El humahuaqueño”, Edmundo Zaldívar. Hacía tres semanas que estaba internado por una neumonía.
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Seguramente había muchos músicos que no lo conocían, que ni siquiera conocían la quebrada de Humahuaca, pero alcanzaba con escucharlo una sola vez para quedar totalmente prendado de su arte y descubrir en su música toda la profundidad ancestral de los ritmos andinos, la belleza de los sonidos de la naturaleza y el silencio del paisaje de su región. El magnetismo de las piezas instrumentales de Vilca capturó la atención de León Gieco cuando lo conoció, a fines de los años 70; de Ricardo Mollo, de Divididos, que lo invitó a tocar en el pucará de Tilcara en 2000; de Skay Beilinson, de los Redonditos de Ricota, con el que trabó amistad, y de los miles de aficionados que alguna vez lo visitaron en su Casa de Colores de Humahuaca, en la calle Santa Fe al 200.
Sus cuatro discos –La magia de mi raza, Ricardo Vilca y sus amigos, Nuevo día y Majada de sueños–, editados de forma independiente por amigos o gente que se enamoraba de su música, se transformaron en objetos de culto de melómanos, turistas y de un público joven que lo seguía, a veces, como a un gurú andino. Para la gente del pueblo, su arte era parte de la cultura cotidiana, y canciones como “Guanuqueando” estaban tan arraigadas en el insconsciente colectivo de los niños jujeños como el “Cumpleaños feliz” o “El humahuaqueño”.
Ricardo Vilca era de esos artistas que hacían de la música un oficio tan natural como el de un ceramista o un carpintero (gente de la que se solía rodear), y a pesar de la fama que había adquirido en los últimos tiempos, nada modificaba su rutina quebradeña con siestas, escapadas de vino, clases de música para los chicos y conciertos en su casa a cualquier hora, para cien personas o para tres.
Los maestros de Vilca fueron la paciencia, el silencio y el tiempo. Su abuela fue la primera que le pagó un curso, cuando tenía 13 años, para que estudiara música con un vecino. “Dormía con la guitarra y era como mi instrumento de juego. En vez de ir a jugar a la pelota, me quedaba tocando”, solía recordar. En la adolescencia se compró una guitarra eléctrica y trabajó en boliches tocando cumbia, hasta que se cansó. Un profesor de piano del pueblo le abrió otro mundo: la música clásica. “Ahí aprendí a usar la mano izquierda y descubrí el arreglo, la armonía. Hasta lo más simple podía sonar hermoso.”
Pero marchar como docente rural a los pueblos perdidos de la puna jujeña marcó su destino musical. Viajaba con su motocicleta y llevaba la guitarra, con la que pasaba meses en soledad. Tocaba para la gente de campo que le pagaba con una bolsa de coca o un queso de cabra. De esa travesía interior comenzaron a salir sus propias composiciones. “En esos lugares alejados, la música es como una necesidad entre tanto silencio. Muchas de mis canciones salieron de esas vivencias y del perfume y el sonido de cada lugar.”
Dicen que estaba contento. Había podido terminar su casa en Humahuaca y en el último año había tocado en Argelia y en el Festival de Cine de Mar del Plata, donde con su cuarteto de amigos –José “Chato” González en aerófonos, Sergio Tokonás en charango y José Tolaba en bajo– cautivó a una platea que apenas lo conocía. En los últimos meses le habían llegado noticias de la repercusión del film Río arriba, de Ulises de la Orden, para el que compuso la banda de sonido.
El reconocimiento le había llegado tarde, a los 53 años, pero su figura quedó grabada en Jujuy de una manera imborrable y su música seguirá resonando en el sikus de algún collita, en cada campanada de la iglesia y en el canto de los pájaros, que anuncian el amanecer de cada nuevo día en Humahuaca.






