
“Rigoletto”, broche final
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Representación de la ópera “Rigoletto”, en tres actos, con música de Giuseppe Verdi y libreto de Francesco Maria Piave (sobre “Le roi s’amuse”, de Victor Hugo). Con el Coro (dirección: Miguel Martínez) y la Orquesta Estable, con la dirección general de Bruno D’Astoli. Régie, Matías Cambiasso. Escenografía y vestuario de Saulo Benavente (reposición de escenografía: Victor de Pilla y Gerardo Pietrapertosa; reposición de vestuario: Ana María Amato y Rosa Tajes). Iluminación: Mauricio Rinaldi. Cantantes: Gustavo López Manzitti, Luis Gaeta, Laura Rizzo, Juan Barrile, Susana Moncayo, Marta Cullerés, Ricardo Yost, Luciano Garay, Gabriel Renaud, Alejandro Di Nardo. Miriam Tocker. Sebastian Sorrarain y Cecilia Layseca. En el Teatro Colón.
Nuestra opinión: muy bueno.
La célebre ópera de Verdi, como último título del año en el primer coliseo, constituyó un broche digno para una temporada signada por diversas vicisitudes y notorios altibajos.
En esta oportunidad, ofrecida con un elenco local, Rigoletto fue seguida con lógica expectativa por el público durante la primera noche en la que muchos espectadores habrán recordado la escenografía y el vestuario –en adecuadas reposiciones– del inolvidable Saulo Benavente, en cuyo homenaje se realiza esta puesta en escena. Para varios especialistas y exégetas, “Rigoletto” inicia la segunda etapa del estilo verdiano, caracterizado por una mayor concentración de las líneas dramáticas y una marcada intensificación del lenguaje musical, priorizando siempre el potencial melódico. El nivel de exigencia es alto y constituyó el patrón que guió el desempeño vocal de los cantantes, principalmente en dúos y conjuntos, como el famoso cuarteto del último acto, y solos reiterativos como “La donna e mobile”, claro está, al que dio efectivo lucimiento el tenor López Manzitti.
“Rigoletto” es una ópera que agita pasiones morales, y lo hace a partir de un tema dominante. La maldición que obsesiona al protagonista, base de su fuerza dramática, aparece ya en los primeros compases del preludio orquestal y se lo oirá en diversas ocasiones. La orquesta se transforma aquí en una poderosa voz. En este sentido la conducción de Bruno D’Astoli no dejó lugar a dudas por la vigorosa traducción que hizo de la partitura, así como por la flexibilidad en la marcación, lo cual coadyuvó a la armonía entre el foso y la escena.
Buenas voces
La reposición de la escenografía y el vestuario, además de seguir el encuadre clásico original, se caracterizó, en el ambiente festivo del primer cuadro, por la vistosidad de los decorados y el colorido fastuoso de los atuendos, si bien hubo cierto abigarramiento escénico.
El nivel de las voces principales fue parejo en cuanto a rendimiento, con un excelente desempeño de Gustavo López Manzitti –superada la tensión inicial general en las primeras escenas de la ópera–. Su Duque de Mantua tuvo prestancia escénica, con voz bien timbrada y proyectada, línea melódica pareja y expresiva y conmovedores acentos en el segundo acto (“Parmi veder le lagrime”).
En su burla mordaz de la vida contesana que comparte, Rigoletto tuvo en la voz y el desempeño escénico de Luis Gaeta notable eficacia, con un canto sin fisuras, acentos dramáticos bien logrados y un perfil psicológico sumamente acertado en el doble papel de bufón de la corte obsesionado,y padre celoso. Su vínculo afectivo con Gilda fue cuidadosamente reflejado en el dúo que mantuvo con ella en el segundo cuadro. Laura Rizzo tuvo perfecta afinación y solvencia en todo el registro, con dulzura melódica, matices y acentos expresivos, que sumadas a las exigencias de un papel a veces muy expuesto (“Caro nome”), o en el dúo “a capella” con López Manzitti, hicieron de su actuación un hecho consagratorio.
Altibajos notorios registró la voz del barítono Ricardo Yost (Monterone), con convincente desempeño escénico; y el bajo Juan Barrile compuso un Sparafucile convincente, con la voz y las características sombrías del personaje.
Estuvo sumamente logrado el cuarteto del tercer acto (“Bella figlia dell’amore”) con dos planos escindidos escénica y vocalmente en carácter (y un muro tambaleante) en medio de una escena tétrica. Susana Moncayo (Maddalena) lució muy buenas dotes actorales y vocales en un papel que Verdi definió casi enteramente desde el pentagrama como ningún otro.
Luciano Garay (Marullo) tuvo buen desempeño vocal, lo mismo que la dúctil y elegante Miriam Tocker (condesa de Ceprano). Ajustados a sus papeles estuvieron Gabriel Renaud (Borsa),) Alejandro Di Nardo (Ceprano) y Marta Cullerés ( Giovanna) y en papeles menores cumplieron bien Cecilia Layseca y Sebastian Sorarrain.
Muy cuidado fue el manejo del coro a lo largo de la ópera, en la que Verdi le confiere un papel instrumental, como en la escena de la tormenta en la que cantan sin palabras, solamente para crear un efecto, y bueno el manejo de las luces para valorizar la potencia expresiva de la escenografía, particularmente en el trágico desenlace final.





