The OA, una serie de arte tan intrépida como divisiva
Centrada en una mujer que regresa a su familia siete años después de su desaparición y habiendo recobrado la vista, esta ficción es muy ambiciosa y profundamente original, pero sus inconsistencias narrativas pueden irritar a los espectadores más interesados en el enigma que plantea
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The OA. Creada por Brit Marling y Zal Batmanglij. Con Brit Marling, Emory Cohen, Phyllis Smith, Jason Isaacs y Paz Vega. Todos los episodios disponibles en Netflix. Nuestra opinión: buena.
Sin anticipos y casi sin aviso, el viernes Netflix puso a disposición de sus suscriptores los ocho episodios de una nueva serie, The OA. Como Lost o Wayward Pines, esta ficción comienza apostando todo a su enigma: no importan tanto los personajes o sus conflictos, como el misterio que los envuelve.
Tras estar desaparecida por siete años, Prairie ( Brit Marling ) reaparece en la vida de sus padres adoptivos pero no es la misma: tiene unas cicatrices jeroglíficas en la espalda y, milagrosamente, dejó de ser ciega. La serie se ocupa de contarnos, en dos líneas narrativas paralelas, qué le pasó y cómo continúa su vida tras su experiencia traumática.
Cuando un relato se presenta como un acertijo, nos convierte en detectives y nos fuerza a poner el foco en su consistencia interna: ¿cuál es la información sólida en la que podemos confiar para “resolverlo”? En esos casos resulta especialmente alienante para los espectadores que los personajes se comporten de modo anormal para facilitar una salida al guión. Es lo que pasa aquí: la consistencia no es uno de los fuertes de The OA. Ejemplos que no revelan mucho de la trama: cuando Prairie reaparece tras siete años, ¿por qué el policía que la interroga jamás le hace única pregunta que debe hacer en esa circunstancia que es “quién la secuestró”? Otro: un personaje revela que padece una alergia fatal al tomate, ¿por que tiene, entonces, salsa de tomate en su propia cocina de una cabaña alejada? Hay tantas inconsistencias de este tipo que no parecen un error involuntario sino una afirmación de la idea de que la lógica interna es una preocupación mezquina, represiva, irrelevante en comparación con la visión del artista creador.
En efecto, la serie se siente más una película de arte con una enorme carga de autoindulgencia que un ejercicio de género. Lo malo de esto queda claro: por un lado se nos pide que nos entreguemos al relato, que nos dejemos arrastrar por sus corrientes cálidas pero a la vez se nos expulsa con la bofetada que es cada momento en el que se desprecia la coherencia. El lado bueno es el grado de audacia y libertad que trae de la mano.
No hay muchas otras ficciones televisivas que se permitan contar la historia de una amistad combinada con atentados de la mafia rusa, experiencias cercanas a la muerte, viajes interdimensionales, el sonido que emiten los anillos de Saturno y la coreografía del clip “Chandelier” de Sia convertida en un ritual chamanístico. Esto último condensa bien qué sucede con esta serie: es una idea completamente ridícula y a la vez intrépida, el tipo de cosas a las que hay que atreverse para encontrar algo nuevo.
En general, la televisión no corre ese riesgo y la consecuencia es una fábrica de relatos normalizados. Finalmente, es en estos momentos tan inestables y dudosos donde The OA encuentra su relevancia, disminuida un poco por su idea new age de la espiritualidad (esto es pseudociencia-ficción) y sus vueltas de tuerca deudoras de Los sospechosos de siempre. Es probable que esta serie no funcione para la mayoría de los espectadores, pero hay que reconocer que su ambigüedad y osadía no son comunes en la televisión y, por ello, es esencial que exista.
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