Oscar Barney Finn: su infancia sin libros, el amor relegado y las deudas para filmar; “si me quedo quieto, me muero”
El realizador de extensa trayectoria estrena Vanya, de Simon Stephens, en Buenos Aires; cultor del refinamiento, vuelve sobre su vida y su obra en una charla íntima con LA NACION
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“Hay que dar lugar a que el tiempo transcurra y que las cosas cambien, uno es una rara avis que permanece a través de las épocas, acabo de cumplir 87 años, pero no quiero especular con eso, hay que seguir adelante”. La reflexión es toda una definición. Conciencia del lugar -literal y simbólico- que habita Oscar Barney Finn.
Llega caminando por Arroyo y su andar en confluencia con el entorno le otorga ciertos aires parisinos a su prestancia. El director hizo siempre un culto del refinamiento, los buenos modos, el buen decir. Así en la vida como en el teatro, el cine y la televisión.
A lo largo de su extensa trayectoria ha sabido elegir con cristal fino, determinación y empatía a autores y textos nada superfluos, para corporizarlos en la escena o frente a la cámara. En esa labor se encuentra, cuando restan horas para el estreno de Vanya, el estupendo material escrito por el dramaturgo y músico británico-irlandés Simon Stephens (El curioso incidente del perro a medianoche), que Barney Finn estrenará el 7 de noviembre, con el protagónico de Paulo Brunetti, en el British Arts Centre porteño.
“Cuando elijo un teatro lo fundamental es el espacio, porque es el espacio el que determina la puesta que pueda hacer, por otra parte, cada propuesta tiene su teatro”, reflexiona Barney Finn, mientras pide un cortado “en jarrito, no muy denso, suave” en un coquetísimo barcito de vereda de un hotel no menos refinado en esa calle curvilínea de Buenos Aires, rebosante de atmósfera francesa.
“Me gusta trabajar acá, porque vengo caminando”, reconoce el realizador, vecino de la zona, que el próximo año estrenará La niña en el altar, de la autora irlandesa Marina Carr, en la sala Casacuberta del Teatro San Martín.
Si la atmósfera del lugar es pausada, el decir de Barney Finn -marca registrada a la que no es necesario adosarle el nombre de pila- es no menos riguroso y calmoso, acompasado. Una bofetada para la histeria de una urbe sobresaltada. “Hay salas que tienen buena o mala onda y eso tiene mucho que ver con la gente que la habita. Necesito sentir eso, porque, cuando elijo, me meto con todo y no pongo límite a mi tiempo”.
Si siempre es estimulante visitar el texto chejoviano de Tío Vania, la audacia del unipersonal de Simon Stephens le imprime otras resonancias. Vanya fue estrenada en 2023 por el actor Andrew Scott en el Duke of York’s Theatre de Londres.
Esta versión unipersonal -todo un desafío-, con dirección de Sam Yates, que recibió elogiosos comentarios, fue registrada audiovisualmente para ser exhibida en salas de cine y, finalmente, este año, se la pudo ver en el Lucille Lortel Theatre de Nueva York. La impronta contemporánea de esta aventura, sin dejar de lado el ADN de Antón Chéjov, se permite nuevas resonancias. “Es un material que hay que tomarlo, no asustarse por el desafío que implica e ir a fondo”.
“Como todo actor, Andrew Scott es muy divo y se propuso, a través de un monólogo, narrar lo que Chéjov quería. Cuando lo vi, entendí que era el material que estaba buscando para poder hacer con Paulo (Brunetti), con quien llevo una tarea de años”.
Obra capital
Tío Vania se publicó en 1899 y en 1900 le dio trascendencia la puesta de Konstantín Stanislavski. Obra capital del corpus del autor ruso, plantea vacíos existenciales, deseos truncos, vínculos partidos y algún atisbo esperanzador en torno a la condición humana.
-En la versión monologal, ¿aparecen todos los personajes?
-Todos, incluso los femeninos, un gran desafío para el actor. La versión que vi en Londres es vertiginosa.
-Pero Chéjov no es vertiginoso.
-Haremos un Chéjov sin perder su esencia y sin hacer macchiettas, aunque deben diferenciarse los personajes.
Barney Finn mudó el relato a la Patagonia Argentina, hay resonancias sobre tala de árboles y construcciones de costosos hoteles. Engranajes que le dan cercanía al relato y profundidad política. “Tenemos una forma de padecer parecida a lo que proponía Chéjov”.
Con al actor Paulo Brunetti, Barney Finn conforma un equipo de trabajo que ya ofreció piezas como Lejana tierra mía, La gata sobre el tejado de zinc caliente y La duda (en una temporada en Santiago de Chile), entre otros materiales. “Todos trabajos muy interesantes que hicieron que la amistad se volcara a una tarea conjunta. Me gusta formar equipos, como me sucedió también con Julia Von Grolman, ese es mi camino”.
No es la primera vez que Barney Finn dialoga con el universo chejoviano. “Soy un enamorado del autor. En 2003 hice para Canal 7 y el INCAA, una película que se llamó Bocetos alrededor de Chéjov, donde me di el gusto de contar la vida y, lo más importante, sus ideas y las obras”.
En esa propuesta, Pablo Alarcón le dio vida a Anton Chéjov y Selva Alemán a Olga Knipper, la actriz esposa del dramaturgo ruso. El realizador refiere a una televisión de la que fue parte y que hoy resuena tan lejana.
Honrar la vida
-¿Cómo afronta el paso del tiempo? ¿Cómo lo encuentran los flamantes 87 años?
-Me encuentran muy bien, pero cada día más reflexivo. No estoy empezando a desensillar, no voy a desensillar nunca.
Eso está claro. Además del estreno de Vanya y la preproducción de La niña en el altar, continúa con las funciones de El salón dorado, basado en el texto de Manuel Mujica Lainez, en el Museo Fernández Blanco. Sin embargo, se lamenta ante el “atraso” en la escritura de Desandar lo andado, su volumen de memorias. “Es muy largo, uno se plantea qué vale la pena contar, qué te dejó la vida”.
La escritura de su vida le permitió poner en blanco sobre negro un historial propio: “No era consciente, hizo enfrentarme a hechos del pasado que no siempre fueron analizados y me di cuenta que hay cosas que todavía pesan”.
En relación con esos repasos del recorrido, cuenta que “a la noche, cuando ya no doy más, leo la biografía de Beatriz Sarlo. Me sirve mucho, aunque yo no he tenido una participación política que ella sí ha desarrollado”.
-Sin embargo...
-Sin embargo, uno ha vivido las épocas que ella también ha transitado. Es una etapa para reflexionar, rever.
-Haciendo su propio revisionismo, usted decía “hay cosas que todavía pesan”. ¿A qué se refería?
-Uno cree que, en el camino, fue dejando muchas deudas afectivas, principalmente con la familia. Tuve una gran devoción por mi madre, no puedo decir lo mismo con mi padre, y no porque fuera una mala persona, sino porque hubo una serie de cosas que aún estoy viendo.
-¿Qué le quedó por decirle a su padre?
-Muchísimo. Él hacía lo que podía y me quedó la comprensión que debí haberle tenido.
“Cuando mi padre falleció, yo era un chico de 20 años. En ese cruce de caminos fue cuando me fui a Europa a estudiar. Era un joven que se creía tocado por no se qué varita, pero que no asumió las cosas que debía haber asumido, hubo un poco de egoísmo, es la vida. Tengo que ver cómo contar todo esto, encontrar las palabras, sin tirarle baldazos de problemas a la gente, que quiere saber y uno no tiene que mentir, pero tampoco se trata de contar todo”.
En torno a esa experiencia catártica que es el repaso de su vida, entiende que “es muy bueno que me pase todo esto, necesito, a esta altura, ver ese libro concretado, porque me lo saco de dentro de mí, no se puede vivir con tanta carga y, por otro lado, porque, una vez que se edite, quiero tirar papeles, he vivido rodeado de papeles”.
-A los 87 años, ¿cómo se piensa el futuro? ¿Qué se desea?
-Algunos pensarán que me tengo que quedar quieto, pero si me quedo quieto, me muero. No me quedaré quieto mientras pueda seguir haciendo cosas.
-La muerte es la falta de deseo. ¿Qué desea?
-Desearía hacer una película y tengo dos o tres historias para escribir.
A lo largo de su vida, superó unos cuantos sobresaltos, incluso económicos. En 1982, lo despidieron de su puesto en el entonces Instituto de Cine, cuando le indicaron firmar la expulsión de los alumnos de la Enerc (Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica). “Me negué y renuncié. Me quedé sin nada, porque, antes, me había ido del Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires para filmar Misteriosa Buenos Aires”.
-¿Cómo afrontó la falta de trabajo?
-Mi amigo, el periodista Jorge de Luján Gutiérrez, me propuso escribir críticas de cine en la revista Gente. Tengo ganas de publicar todo ese material y contar todo esto.
Afectos
-¿Cómo le ha ido en el amor?
-Todos no vamos por el mismo camino y no es obligatorio ir por el mismo camino. Y no siempre es uno el que determina los hechos capitales de la propia vida, sino las circunstancias. Hubo cosas que fueron necesarias y uno se las negó.
¿Por ejemplo?
-Acompañar a mi padre al fútbol, pero yo prefería ir al cine.
-Era su deseo.
-Pero el intercambio familiar es necesario. Esas ceremonias, como el fútbol, eran las que permitían eso. Las novias o, pongámoslo en términos más amplios, las relaciones que tuve, no fueron relaciones indispensables, aunque hayan dejado bastante sedimento, huella. Hoy, a los 87 años, con la familia achicada y con los amigos muertos, puedo decir “qué pena, podía haber hecho otro camino”, pero no me cambia. No todos estamos hechos de la misma manera.
-¿Se considera un “exquisito”?
-Hay equívocos en torno a eso.
-¿Por qué?
-Nací en Berisso, crecí en Villa Argüello, era un chico de barrio, mis padres trabajaban.
En las cercanías de la ciudad de La Plata se crió. Su primera vocación fue la odontología, pero la asistencia a un cine club le modificó el rumbo. “Era un chico de clase media con deseos de lecturas, teatro y cine, me construí a mí mismo”.
Sus primeros sueldos los destinó al arte, clara señal de esa arquitectura personal a la que le comenzaba a plantar sus cimientos: “En mi casa no había biblioteca, envidiaba las bibliotecas de mis amigos. La intelectualidad es algo que me fascinó siempre, por eso, cuando comencé a trabajar, me iba a las galerías de arte a comprarme pequeños cuadritos”.
Logró su cometido y, desde su primera juventud, se convirtió en un intelectual. Recuerda sus tertulias con Manuel Mujica Lainez, su amistad con Julia Von Grolman, con quien se asoció.
“Viví en Libertador y Libertad, vivo en Callao y Alvear, porque lo que me inculcaron es que había que tener un techo. Soy este y aquel de La Plata. En una Navidad, Julia (Von Grolman) llegó a la casa de mi familia, en las calles 60 y 123, para compartir con nosotros la Nochebuena, porque estaba sola”.
Los recuerdos de aquel terruño iniciático se suceden. “Mi papá me llevaba al puerto de Berisso a ver salir los barcos rumbo a Europa”.
Luce en una de sus manos un anillo que pertenecía a su padre. “Cuando terminé de grabar los testimonios para mis memorias, quedó claro que había estado rodeado de mujeres y que la figura masculina se presentaba algo ausente, entonces me senté a hurgar en cartas viejas que enviaba desde París, entendiendo qué le decía a mi padre, y comencé a escribir sobre eso”.
En medio de esa experiencia se sucedieron hechos movilizadores: “Fui a mi cuarto y junté los retratos de mi mamá y mi papá, busqué el anillo y me lo puse; lo necesitaba”.
Proyectos
El 15 de febrero comenzará a ensayar La niña en el altar. Será su segunda experiencia en torno a un texto de Marina Carr, luego del montaje de Mármol. “Probablemente venga a Buenos Aires”.
“El espacio del Teatro San Martín lo transité una sola vez, cuando hice Mucho ruido y pocas nueces, algo que fue muy placentero, con un elenco de treinta personas, con Kive Staiff al frente del Complejo Teatral de Buenos Aires. En varias oportunidades presenté proyectos que no funcionaron, así que, para mí, será un hito muy importante”.
Desde aquella experiencia con el texto shakespeariano en sus manos, acontecida en la temporada 2010, nunca más el Complejo Teatral de Buenos Aires se interesó en las propuestas que les acercaba el director.
-¿A qué lo atribuye?
-Quizás, a las distintas gestiones, no les han interesado las cosas que uno hacía. A esta altura de la vida puedo decir que he hecho mi camino con lo que he tenido y no me ha ido mal. Sé que hay cosas que debí hacer en determinado tiempo y no las tuve. ¿Me detuve? No. La vida me devolvió, maravillosamente, otras cosas. Todo es por algo.
Su puesta de La niña en el altar tendrá como protagonistas a Analía Couceyro, Pablo Mariuzzi, Paulo Brunetti, Carlos Kaspar, Ligüen Pires y Marta Lubos.

-Volverá a dirigir a Marta Lubos. ¿Habrá reposición de la obra El diccionario? [pieza en torno al universo de la filóloga y lexicógrafa María Moliner].
-Me están invitando de la Academia Argentina de Letras para una evocación que le harán a María Moliner, en la que pasarán un documental. Hicimos durante ocho años esa obra, la gente lo disfrutó, estamos en contacto con el autor y Marta (Lubos) lo quiere volver a hacer, aunque ya no tenemos a Roberto Mosca. A veces se dan esos milagros en el teatro y creo que todo parte del texto y de su tratamiento. Lo que no puede fallar es la credibilidad y los sentimientos, hoy la gente se comunica, como nunca, con los sentimientos.
-A pesar de estar inmersos en un mundo tecnologizado, virtualizado y, en consecuencia, individualizado.
-Cuando hicimos La lluvia seguirá cayendo, el público salía llorando de emoción. Y sucede con muchas otras obras. La gente busca eso.
En torno al presente del teatro nacional, entiende que “hay que apoyar a la nueva generación, tenemos muy buenos autores, aunque, a veces, falla la estructura del relato. Me siento un privilegiado, porque pertenezco a una época donde los autores estaban primero y la actuación era un ritual muy importante”.
Así como considera que “hay que preparar al actor”, sostiene, con justeza, que “también hay que preparar al público y a los intermediarios; mucha gente accede a la escritura de la crítica. La crítica bien hecha, uno la necesita y la agradece”.
-Trabajó con nombres ilustres.
-Pude convocar a Eva Franco, María Luisa Robledo, Alberto Closas, gente de una dimensión con la cual uno aprendida. De Eva Franco fue de quien más mamé la obra de Federico García Lorca, me contaba cuando fue dirigida por él. Ese hándicap a favor que uno ha tenido, hoy no se lo tiene, porque esa generación pasó. Hoy hay otros que son importantes.
-¿Quiénes le gustan del teatro argentino actual?
-Hay mucha gente que me interesa. He trabajado con Gonzalo Demaría, un gran autor. Me ha gustado mucho (Mariano) Tenconi Blanco, quien pone estructuras de otra manera, busca otro tipo de actores. Pero no todo lo de hoy me interesa, hay gente que busca figurar dentro de un medio.
-Usted es un exponente de una ficción televisiva que ya no existe.
-Me podía dar el lujo de tener autores y actores formidables.
Menciona la temporada del ciclo de Luces y sombras, que se vio por Argentina Televisora Color (ATC) en 1992 y 1993, “pude convocar a China Zorrilla, Thelma Biral, Federico Luppi, Oscar Martínez y Miguel Ángel Solá”.
-¿Qué cuenta pendiente le queda?
-Me gustaría tener más plata para poder hacer más cosas.
-¿Fue dadivoso?
-Sí. Por otra parte, las películas son compromisos grandes. Para que el Incaa me devolviera un dinero, luego de hacer Momentos robados, estuve esperando nueve años. Cuando me lo dieron, no me quedó casi nada y había hipotecado la casa de mamá para poder filmar.
Cuando estrenó La balada del regreso también pasó apremios. Incluso, logró rescatar un pago con un cheque que le dieron por haber vendido el film en Bolivia. “Estaba en Perú, volé a La Paz, cobré el cheque, me vine a la Argentina y lo deposité en un banco de Berisso. Así pude levantar las deudas y el crédito del Instituto de Cine lo salvé porque, cuando se estrenó La Mary, que fue un éxito, mi película la acompañaba en la programación en los cines de los barrios. Así recuperé el dinero”.
-Lo suyo podría ser “vida nada me debes”.
-El tiempo no pasó en vano.
Para agendar
Vanya. Viernes y sábados a las 20, en el British Arts Centre (Suipacha 1333)
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