Hace una década, AMC estrenó un piloto acerca de un profesor de química que se hacía narcotraficante y modificó para siempre la manera en la que vemos a los héroes de televisión
Hace 10 años, Breaking Bad emitió su primer episodio y la Nueva Epoca Dorada de la Televisión se tornó más azul. Su creador, Vince Gilligan, era un veterano de la televisión de género anterior al prestigio -en su caso, fue guionista y productor en Los expedientes secretos X- y con su protagonista Walter White, creó un monstruo más aterrador que aquellos con los que se enfrentaban Mulder y Scully. Se trataba de un tipo común caído en desgracia luego de un diagnóstico de cáncer, que después usó su genio, y la ayuda de un antiguo alumno, para construir un cartel de metanfetaminas. Era el Sueño Americano vuelto realidad, excepto que, en el proceso, se destruyó a sí mismo y a todos los que amaba. Y vaya que fue un proceso: una tragedia lenta y precipitada al mismo tiempo, cinco temporadas de la televisión más compulsivamente mirable que jamás haya salido al aire.
Quizás el mayor legado del programa sea su ominosa capacidad de armar secuencias -incluso episodios enteros, y series de episodios- de una acción y un suspenso insoportables. Pero, extrañamente, ese legado es opacado por el gran recorrido conceptual de su protagonista: la lenta transformación de un profesor de química resentido pero de buenos modales en un capo narco y asesino o, como dijo Gilligan, transformar a “Mr. Chips en Scarface ”. Si volvés a ver la primera temporada de Breaking Bad, vas a ver que para el antihéroe atribulado de Bryan Cranston, las cosas empezaron a derrumbarse casi de inmediato. La fría apertura del primer episodio lo retrata grabando un mensaje de despedida a su familia porque cree que va a ser arrestado o asesinado. También acaba de matar a alguien por primera vez. Se transformará en un vicio difícil de dejar.
Desde el principio, el programa tiene un tono de catástrofe en cascada que no aflojará a lo largo de varias temporadas: accidentes de avión, envenenamiento, tiroteos en estacionamientos, masacres en piletas y más. Termina en lo que probablemente sea el punto más alto del programa, un juego de gato y ratón de tres episodios entre Walt y su patrocinador devenido némesis, Gus “The Chicken Man” Fring. Es lo que cierra la cuarta temporada del programa, con una explosión. Reuniendo a un equipo de realizadores de cine que incluye a Rian Johnson, de Los últimos jedi, y la directora revelación Michelle MacLaren, Gilligan logró llevarte el corazón hasta el estómago; tenías suerte si podías hacer que volviera a su lugar después de los créditos del final, semana tras semana tras semana. Más que cualquier otra cosa, el énfasis en la acción hacía que Breaking Bad fuera un programa obligatorio cuyo público crecía como “Heisenberg” hacía crecer su imperio de metanfetaminas.
Podés encontrar esta técnica en todas partes en la televisión de prestigio de hoy, desde las piezas de batalla de Game of Thrones hasta el espionaje aterrador de The Americans. Los programas que adoptaron el abordaje vertiginoso de Gilligan & Compañía tienen poco en común entre sí en la superficie, o incluso debajo de ella. Pero el talento de Breaking Bad para expresar la amplitud de la destrucción moral de Walt a través de la acción está en el ADN que comparten.
Todo esto suele ser pasado por alto, y en su lugar se pone al programa en la cima de la moda de los antihéroes, un subgénero del drama que es ahora ninguneado tanto como antes era celebrado. Colocado, en la idea del público tanto como en el marketing televisivo, junto a su colega en AMC Mad Men, Breaking Bad también era una autopsia despiadada de un hombre blanco enojado arquetípico. Muchas veces, artículos de opinión facilistas los trataban como una celebración de estos hombres, en lugar de considerarlos una disección de ellos. Los fans también podían equivocarse. En la gran tradición de espectadores que veían Los Soprano sólo para ver a quién mataban, un gran segmento del público prendía la tele para ver a Heisenberg derrotar a sus enemigos -algunos de los cuales creían que su propia esposa, Skyler White, también estaba en la lista-. Las reacciones violentas contra el personaje de Anna Gunn llegaron al punto que la propia actriz escribió un editorial para el New York Times, fustigando las críticas misóginas que recibieron Betty Draper, de January Jones, Carmela Soprano, de Edie Falco, y otras parejas célebres. (Los fans machistas y prejuiciosos: es por eso que no podemos tener cosas buenas).
Y en el Segundo Año de la Era de Trump, el propio Walt provee ahora una metáfora para una variedad de masculinidad tóxica que es casi irresistible. Es un hombre de clase media que está cuesta abajo y ha sido traicionado por el desmoronado sistema de salud que se transforma en un pequeño comerciante, les declara la guerra a los mexicanos y hace un acuerdo con nazis para preservar su poder político. Incluso se pasea en calzones blancos. La resonancia con la Derecha Americana, difícil de pasar por alto cuando el programa salía al aire, ahora se lee como una oscura profecía.
Pero una lectura meramente política del programa aplanaría el talento y la profundidad que el actor Bryan Cranston le dio a su co-creación. Incluso cuando Heisenberg estaba en la cima de su reinado, el papel requería que el actor que alguna vez fue co-protagonista de Malcolm se moviera entre un padre preocupado (o una figura paterna, en el caso de su protegido Jesse Pinkman, representado a la perfección por el as bajo la manga que fue Aaron Paul), un tonto de comedia circense, un criminal en aprietos y un asesino despiadado. Cranston lo lograba, asustándote en un momento y haciéndote llorar por él en el siguiente. Muchos programas tuvieron hombres portándose mal como protagonistas, pero pocos mostraron ese mal comportamiento creando un efecto dominó que llevó a un accidente aéreo que mató a cientos de personas directamente arriba de la cómoda casa suburbana del protagonista -una forma de venganza cósmica salida de una tragedia griega. Pocos también mostraron a sus hombres tocando fondo de una manera que afectara no sólo sus finanzas, su familia y su imagen de sí, sino también su salud mental. (Vean cuando Walt descubre que la fortuna que escondió en su sótano fue agotada y se ríe con la carcajada de un loco, mientras la cámara flota hacia arriba).
Si la serie de algún modo desapareció del zeitgeist, quizás se podría responsabilizar al final: un intento de dar cierre que quizás fue demasiado exitoso, y que se guardó quizás demasiados golpes para intentar “redimir” a su malhadado rey. Difícilmente seamos los primeros en decir que si el programa hubiera terminado dos episodios antes, con el oscuro y brutal “Ozymandias” -dirigido por Johnson, escrito por Moira Whalley-Beckett y frecuentemente citado como el mejor episodio en la historia de la televisión- habría sido un mejor programa.
Pero este tropezón cerca de la línea de llegada puede resultar instructivo, puesto que provee muchas municiones para la pelea acerca del rol que deben tener los finales de las series en nuestras evaluaciones de las series como un todo. El final existía en una conversación con el corte a negro de Los Soprano y el viaje hacia la luz de Lost, por citar dos famosísimas despedidas anteriores. Exito o fracaso, existe para que se discuta sobre él -lo cual es una forma de éxito en sí misma-.
Más importantemente, y más que cualquier otro programa de su época, Breaking Bad demostró que podés tener la torta y además tragártela. Adrenalina al máximo, frases doradas (“¡Es ciencia, bitch!”, “Yo soy el que golpea la puerta”) y un elenco de personajes secundarios tan fuerte que podría aguantar todo un programa nuevo (gracias, Bob Odenkirk, Jonathan Banks y Giancarlo Esposito), Breaking Bad era maravilloso de ver, y un placer para esperar cada semana. Pero no daba ninguna ilusión acerca de los horrores que se perpetraban en nombre de su héroe; nunca dejaba pasar la oportunidad de recordarnos lo que había hecho en nombre de la “familia”. Su equilibrio entre lo exquisito y lo desagradable -en un momento maravillándonos con las desventuras de Walt, en el siguiente golpeándonos emocionalmente con ellas-, en su época no tenía comparación. Sigue siendo un logro que vale la pena recordar y volver a ver. Parafraseando al propio Ozymandias original: Miren mi obra, poderosos, y desesperen.
Sean T. Collins
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