Cómo la segunda temporada del éxito de Netflix evita la nostalgia ochentera fácil y va directo a la yugular
Al inicio de la gran nueva temporada de Stranger Things hay un momento que resume el corazón geek de la historia. Will Byers, un muchachito inadaptado de un suburbio en los años ochenta, está sentado en su cuarto dibujando a su superhéroe alter ego, Zombie Boy. Su hermano mayor, Jonathan, entra para conversar sobre por qué son diferentes de otra gente. “Ser un freak es lo mejor, ¿no?”, explica. “Me gustaría más ser mejor amigo de Zombie Boy que de un desconocido aburrido. OK, mirá, ¿de quién te gustaría más ser amigo, Bowie o Kenny Rogers? No hay dudas. El tema es que ninguna persona normal jamás logró nada en este mundo.”
Will lo sopesa por un rato. Después contesta: “Bueno, a algunas personas les gusta Kenny Rogers”.
Stranger Things fue una de las sorpresas más felices de la televisión de los últimos años: un genuino éxito de boca en boca, un thriller barato disfrazado de televisión prestigiosa, un programa que salió de la nada para tocar un nervio del público. Al principio, el drama para Netflix de los hermanos Duffer parecía embebido de una inocua nostalgia ochentera, la historia de un pequeño pueblo en Indiana que es poseído por malvadas fuerzas sobrenaturales. Pero realmente llegó al público, con Winona Ryder en el rol de la madre, y un sorprendente gran elenco de niños actores -especialmente Millie Bobbie Brown, quien construyó una heroína popular instantánea con el personaje de una rapada rara llamada Eleven-. No parecía una historia diseñada con una segunda temporada en mente, pero su éxito significaba que tenía que haber una Stranger Things 2. (Sí, ese es el título que los creadores, conocidos como los Hermanos Duffer, eligieron para esta nueva tanda. Ya fue renovada para al menos una temporada más).
La nueva temporada es más oscura -es un genuino programa de terror- pero conserva el poder emocional y la sensación de empatía mundana de duelo y sufrimiento. Cuando empieza el Capítulo Dos, se acerca Halloween en Hawkins, Indiana, en 1984, no muy lejos de donde un futuro gobernador llamado Mike Pence está estudiando derecho. El país está a punto de reelegir al Presidente Ronald Reagan, el Demogogon de la vida real que llevó al país tan a la derecha que extremistas como nuestro actual vicepresidente podrían pasar por políticos del montón. Pero ahora los chicos están obsesionados con la nueva chica skater del pueblo Max, quien anuncia su llegada superando los rankings de los videojuegos Centipede y Dig Dug; su apodo es MADMAX. Max es un misterio que estos chicos no pueden resolver. “Las chicas no juegan videojuegos”, explica uno. “Y si lo hacen, no sacan 750.000 puntos en Dig Dug. Es imposible.”
La hechizada Joyce de Winona tiene un nuevo novio, un tipo dejado pero agradable que trabaja en Radio Shack -en uno de los geniales golpes de elenco de Stranger Things, de él hace Sean Astin, de Los Goonies-. A este tipo definitivamente le gusta Kenny Rogers; su concepto de noche divertida es alquilar Mr. Mom en video. También hay un nuevo periodista en el pueblo, buscando respuestas para lo que pasó el año anterior, para diversión del Sheriff Jim Hopper, representado por David Harbour. (“Murray, ¿tenés alguna prueba de esos consoladores anales alienígenas?”). Y Nancy, ícono de la moda de shopping de los ochenta (Natalia Dyer) está tratando de convencer a Jonathan de que vaya al baile de Halloween, y le advierte: “A las ocho ya vas a estar en tu casa, escuchando Talking Heads o leyendo a Vonnegut o algo así”).
Los chicos siguen acomodándose después de su encuentro con los monstruos de la Primera Temporada. Los adultos aprenden acerca del “estrés post-traumático”, un concepto todavía nuevo en 1984, usado mayormente en referencia a los veteranos de Vietnam. (Otoño de 1984 fue cuando Bruce Springsteen eligió editar el tema que daba título a Born in the U.S.A. como single, lo cual parecía una jugada audazmente poco comercial, tratándose de la amarga diatriba de un veterano de Vietnam, y que resultó a todo el mundo llegando al Top Ten). Más allá de la arrogancia geek de Stranger Things, es esa sensación de trauma lo que la vuelve especial. Los adultos no pueden proteger a los niños de este dolor, mientras, además, hacen el duelo de sus propias pérdidas en silencio, como en la triste historia secundaria del Sheriff Hopper, quien perdió a su hija a manos del cáncer. Todo el mundo, en esta historia, vio a gente morir o desaparecer sin razón, y no importa cuán valientemente busquen las respuestas, a veces las respuestas no aparecen. Ese es el verdadero poder de Stranger Things: cuando entrás en contacto con los monstruos, incluso si escapás del Upside Down, quizás nunca puedas volver del todo a casa.