
Un faro en las dunas
A escasos treinta kilómetros de Villa Gesell, un refugio natural con faro propio ofrece a los turistas una salida para dar rienda suelta a la aventura.
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Toda la familia se alista para la salida. El padre de las 4x4, un camión 6x6, recibe a los tripulantes que, en minutos más, se entregarán a la aventura y partirán hacia el faro Querandí, a 30 kilómetros de Villa Gesell. Grandes y chicos comienzan a sentirse en la piel de Indiana Jones, cuando se acomodan en alguno de los 25 asientos del vehículo que los transportará al safari.
De camino hacia el sur, por el paseo de los acaciales, Mar de las Pampas da la bienvenida al grupo y exhibe sus prolijas construcciones en cada una de sus zonas. Los pinos y cipreses desfilan a la vera del camino cuando los pasajeros escuchan un grito proveniente de la proa: "Agachen las cabezas". En el interior del camión todos esquivan las ramas. Apenas se cruza la pequeña tranquera de Las Gaviotas, la forestación cambia en un ciento por ciento. El lote de tres cuadras formaba junto a Mar de las Pampas y Mar Azul un único cordón de 1800 hectáreas que, en la década del 60, fue dividido en las tres regiones que se diferencian actualmente.
Casi en un abrir y cerrar de ojos, las ciudad fundada por Astengo Morando -Azul- se distingue por estar más poblada de turistas que se acercan a sus campings y nuevos complejos habitacionales a estrenar en esta temporada. Nicolás, el conductor, gira el volante hacia la izquierda. Entonces, el mar se ve como un oasis en medio del desierto. Es hora de tomar los caminos de las playas vírgenes y dunas, única ruta posible para llegar al faro a bordo de un camión de doble tracción.
El guía revela que las más de cinco mil hectáreas a recorrer son las únicas de la zona atlántica argentina que conservan el ecosistema de dunas en su estado original.
Cuando los organizadores del paseo divisan un médano vivo de más de diez metros no dudan en acercarse a él para que las enormes ruedas del camión comiencen la escalada de su base. Nadie puede contener los gritos cuando el vehículo comienza a mecerse en cada subida de las barrancas de arena. Un sorpresivo retroceso en la pendiente inspira nuevos alaridos y risas nerviosas. Los más arriesgados disfrutan junto con el resto del contingente de la corriente de un mar de adrenalina que los cubre. De pronto, el conductor clava los frenos y la escalera de hierro invita a bajar del camión y recorrer el mini Sahara gesellino. Sin excepción, niños, jóvenes y adultos, abandonan sus zapatillas cerca de los bolsos y se animan a trepar por la ladera de una montaña de arena. Algunos dibujan estaciones en medio de la caminata para un descanso fugaz. Otros desafían a su cuerpo y le exigen llegar de una sola vez hasta la cima.
Desde arriba, de cara al sur, ya puede divisarse el faro que parece una pequeña torre en medio de un bosque de cuento. Quienes más impacto sufren frente a tan bello paisaje de altura permanecen allí durante unos cuantos minutos. El resto prefiere darse un chapuzón en las lagunas de agua dulce que se forman entre las esponjas de arena cuando la lluvia inunda las napas.
Pasada media hora, la tripulación regresa a ocupar sus lugares en el camión de la travesía y, con más entusiasmo e intriga, encara el último tramo de ruta playera hasta llegar al faro Querandí.
A pocos kilómetros del destino fi jado, las dunas vivas -que mutan de forma y lugar- comparten el protagonismo de la escena con las fijas, que exhiben orgullosas las matas de esparto plantadas para no ser desplazadas por la erosión eólica y el paso de los vehículos.
Cerca de la ruta, en la zona de bañados, la avifauna es muy variada, aunque la mayoría de las especies es migratoria. Los gaviotines y gaviotas capucho café planean durante todo el año sobre el paisaje, agregándole vida al cielo, cada vez más celeste. Pero, en la orilla del mar, la especie más resistente al viento, la sal y el sol tiñe con sus colores la escena. Se trata de el ostrero -como su nombre lo indica, se alimenta de ostras- un vistoso ejemplar de pico chato anaranjado; romántica ave que gusta pasear en pareja por la arena mojada, y armar sus nidos al pie de las dunas.
Los alaridos no cesan, cada escalada de médano es una aventura instantánea que queda grabada en la memoria con la marca del vértigo, en cada pendiente. Posiblemente, los organizadores propongan una nueva parada antes de llegar a destino si es que una imponente laguna se cruza en el camino.
El verde del bosque comienza a divisarse, en pocos minutos más la excursión desembarcará frente al faro. Mientras tanto se estudia brevemente el currículum de la torre: construida en 1921 e inaugurada en 1922, se emplaza sobre un médano de 11 metros de altura que en aquella época se consideraba semifijo, pero que, más tarde, debió ser bañado de matas de esparto y una amplia variedad de arbustos y árboles frutales. Su hermano mellizo, el Claromecó -en Tres Arroyos, a pocos kilómetros de Necochea-, se diferencia de él sólo por su fachada: el gesellino está pintado con seis franjas negras y cinco blancas; el otro muestra la misma cantidad de bandas con los colores invertidos. Eso sí: de noche, cada cual responde a su función y brinda su encanto. El sistema de eclipses y destellos tiene en cada caso una marca personal.
"¿Por qué se llama Querandí?", interrumpe una turista curiosa. "Es el nombre de la punta costera donde está ubicado y, a su vez, los indios que habitaban la región pampeana fueron identificados por este vocablo guaraní que significa "hombre que come grasa", relata el guía. Nicolás detiene la marcha y el guía su discurso. "¿Ya llegamos?", preguntan los más chicos mientras sus padres señalan con el dedo "el obelisco a rayas", como lo llama un morocho flequilludo de 10 años. Ahora habrá que recuperar las fuerzas dejadas en las subidas y bajadas de algún coloso de arena para no reducir la marcha hasta pisar el último de los 276 escalones que, en forma de caracol, conducen a la garita. Allí espera el equipo óptico a los que se animen a echar un vistazo imperdible desde los balcones, a 54 metros de altura.
Tras dos años desde su creación, la reserva se transforma en un paseo increíble y obligado para los que veranean en Villa Gesell e, incluso, para los que eligen descansar en los balnearios de las ciudades vecinas.
El silencioso regreso a casa refleja el cansancio de toda una tarde en movimiento al ritmo de las arenas agitadas por el viento. Algunos relatan en voz baja su recuerdo más preciado de la excursión; otros prefieren guardarlo en secreto y grabarlo en la memoria, mientras los más chicos duermen la siesta en el regazo de sus padres. Rumbo al norte, atrás quedan las lenguas de arena, médanos mutantes y paisajes paradisíacos. Al volver la vista, el faro regala un guiño de ojo y desea buena suerte a los turistas.



