¿Cómo es la habitación de hotel más lujosa de Buenos Aires?
Una cronista pasó 24 horas en la suite presidencial de la Mansión del Four Seasons, donde se alojan las celebridades
¿Qué tienen en común Madonna, el rey Juan Carlos de España, David Bowie, Carolina Herrera, Ricky Martin, Whitney Houston, Jean Paul Gautier, Nicolas Sarkozy, Michael Jackson, los Rolling Stones, los Jonas Brothers, Fidel Castro, la reina Rania de Jordania, Katy Perry y Mijail Gorbachov? Que todos ellos forman parte de la extensa y glamorosa lista de huéspedes de la suite presidencial del Four Seasons - lista no oficial, eso sí, porque el hotel cinco estrellas jamás revelaría el nombre de uno de sus clientes.
Claro que, cuando de personajes internacionales top se trata, y por más que ellos insistan en alojarse con alias (dicen por ahí que el actor Colin Farrell, bien patriótico, siempre lo hace bajo el nombre de un famoso escritor irlandés; ¿será Beckett?, ¿o Wilde?, ¿probablemente Joyce?), al final, la prensa y los fans siempre se enteran. Y, a veces, llegan a conocer más de lo que las celebridades quisieran. Si no, pregúntenle a Robbie Williams, quien todavía se sorprende cuando un periodista argentino le pregunta (¡doce años después del "escándalo"!) por Amalia Granata…
Ahora, mi nombre (real, sin necesidad de ningún alias) está por sumarse a esta lista notable. "¡Bienvenida, esperamos que disfrute de su estadía!", me dice al finalizar el check-in una recepcionista de sonrisa resplandeciente, al tiempo que me entrega un sobre. Si hay algo que prometen las próximas 24 horas es precisamente eso: placer absoluto. Porque el sobre contiene un cronograma que me explica hora por hora todo lo que planearon para agasajarme como si fuese la reina de Inglaterra -dato curioso, Isabel II nunca pasó por la legendaria habitación, pero sí lo hizo su esposo Felipe, el Duque de Edimburgo-.
De 14 a 15, llegada y descanso en la suite. Luego, cocktails con Oliveri en Pony Line, el bar que llevó el concepto de after office a otro nivel de sofisticación. A las 17, masaje y relax a piacere en Cielo Spa. Después, otras dos horas libres hasta la cena, horario para el cual ya se va a haber sumado mi novio a la experiencia. La cita es en el restaurante Elena, ese al cual el catalán Ferrán Adriá (considerado el mejor chef del mundo hasta que decidió cerrar El Bulli en 2011) quiso entrar en marzo pasado y tuvo que esperar (¡haciendo fila 20 minutos!) porque no había hecho una reserva y no quiso apelar a sus credenciales para apurar el trámite. Pasadas las 23, un segundo "trote" por Pony Line para que conozcamos su versión más nocturna y vibrante.
Pero esto recién empieza. "Por favor, acompáñeme a su suite", me dice otro empleado igual de sonriente. Mi valija, como por arte de magia, desapareció mientras hacía el check-in (y, tal y como imaginé, reaparecerá más tarde, silenciosa y discreta, a los pies de la cama, sin que yo tenga que mover un dedo). Atravesamos el lobby y de ahí al ascensor que, en vez de ir varios pisos arriba, solo asciende al entrepiso. ¿Pero cómo…? Llega la primera gran sorpresa: la mejor suite de todo el hotel no es la del mítico balcón de la fachada del edificio, ahí donde Mick Jagger y sus amigos salieron a saludar a sus cientos de fans enardecidos, o donde Rod Stewart organizó una cena romántica a la luz de las velas para su mujer, por nombrar solo algunas postales que llegaron a las revistas y los noticieros de TV. De hecho, ese balcón ni siquiera pertenece a una habitación, sino que hay ahí un bar privado para huéspedes.
Vamos por el entrepiso entonces y, a medida que atravesamos un largo pasillo de pisos de mármol y abarrotado de obras de arte, el estilo moderno del lobby va mutando sutilmente a una arquitectura mucho más clásica. Hasta que, de repente, desembocamos en un hall con paredes de boisserie exquisita, alfombras estilo persa híper acolchonadas y una escalera magnífica, de donde bien podría bajar, en cualquier momento, Scarlett O’Hara con todo su esplendor.
Este no será un decorado de Lo que el viento se llevó, pero dramatismo no le falta. Es que, sin darme cuenta, lo que hicimos fue atravesar por debajo de los jardines del hotel y adentrarnos en el sótano de "La Mansión". Así se llama hoy a la casa que los enamoradísimos Félix Álzaga Unzué y Elena Peña Unzué inauguraron en 1920. Como un Taj Mahal de la belle époque porteña, fue lo que Félix le dió a su esposa como regalo de bodas y, sobre todo, como muestra de su amor -y quizás, también, de otros atributos más terrenales-; al fin y al cabo, la Buenos Aires de los años 20 era una ciudad-pasarela para que los más privilegiados de la época desfilaran sus riquezas. Los Álzaga Unzué eran una familia adinerada, estanciera, con una fortuna que incluía no solo mansiones deslumbrantes, sino también extensos campos con unos 30.000 novillos, 50.000 ovejas y 100.000 vacas.
Podríamos subir por el ascensor original de la casa, pero elijo en su lugar ir escalón por escalón disfrutando de esa "escalera de honor", como la llamaban antes. Esta en particular era tan especial que, aparentemente, era la parada obligada de las porteñas más distinguidas que se estaban por casar: acá se sacaban una última foto, ya vestidas de novias, antes de encarar para la iglesia. No sé si es el aroma a madera antigua, el silencio casi de museo o el aura sepia que destilan más allá de sus marcos dorados las pinturas y retratos que adornan las paredes. Fuera como fuere, es imposible no sentirme trasladada a esa Buenos Aires que fue reconocida como "la París de Sudamérica".
En el primer piso, hago un recorrido rápido por los salones que antes eran el comedor, la sala de hombres y la de mujeres, en la primera, ellos fumaban y hablaban de política; en la segunda, ellas tomaban el té y hablaban de moda. O eso dice la historia. A mí, sin embargo, me divierte imaginar que quizás eran Felix y compañía los que comparaban de reojo las marcas de sus relojes, o la terminación de sus camisas compradas en el último viaje a Europa, y ellas, ¿por qué no? podrían estar ya soñando con una ley que les permitiera votar a las autoridades de su país…
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