Me di cuenta de la gravedad de la situación cuando le pedí al conserje del hotel que me tomara la temperatura y él empezó a temblar. Dos días antes habíamos llegado a Shenzhen, una ciudad al sur de China, desde Filipinas. Ya en el aeropuerto de Cebú, me sentía engripada. Faltaban varias horas para nuestro vuelo y no había lugar en la sala de espera, así que nos sentamos sobre el mármol frío para cargar los celulares y leer las últimas noticias. Todavía el brote del coronavirus era algo casi limitado a Wuhan, por lo que solo atiné a comprar un alcohol en gel antes del check in. Las farmacéuticas usaban barbijo y veían de reojo a los chinos, coreanos y japoneses que se acercaban. "Te estás sugestionando", me decía Salvador, mi novio, mientras le llegaban mensajes de unos pocos familiares y varios productores de radio en busca de testimonios sobre el virus. Yo sabía que no, no estaba nerviosa, me dolía la garganta. Me sentía mal.
Mientras la epidemia estallaba en China, dos periodistas argentinos residentes de Shanghái intentaban recorrer el sur del país. Hasta que los primeros síntomas de una gripe los hizo tomar conciencia de cómo el virus también los había cercado.
A la mañana empecé con los estornudos, pero estábamos a pocos días del Año Nuevo chino y todo iba a cerrar pronto. Quería hacer una nota sobre un pueblo de falsificadores de óleos, que ahora es un barrio más devorado por la ciudad, y había que apurarse. Nos tomamos el subte y el día transcurrió entre girasoles de Van Gogh, caligrafías chinas, retratos hiperrealistas y galerías cerradas. En las calles había poca gente, casi todos se estaban volviendo a sus pueblos para pasar las fiestas. Solo algunos viejos caminaban con barbijos. Cuando regresamos al hotel, estaba exhausta. Salvador me tocaba la frente y me miraba con cara de espanto. Había que pasar la noche y ver si levantaba temperatura, el principal síntoma para ir al médico.
No, no tenía fiebre, pero debo admitir que demoré varias horas en animarme a comprobarlo. Al segundo día, empezaron los controles en el subte, en las entradas de los hoteles, en migraciones. Yo me enteré de todo por mensajes, porque me había quedado en el hotel para trabajar y, de paso, descansar un poco. Lo esperé a Salvador para bajar a la recepción y pedir el termómetro. No sé por qué, pero me sorprendió que lo tuvieran en la mesa de entrada, tan a la mano, todavía en su caja nueva.
Me di cuenta de la gravedad de la situación cuando le pedí al conserje del hotel que me tomara la temperatura y él empezó a temblar.
El conserje tardó en entender lo que le estaba pidiendo y yo tardé en entender el número que salió en la pantalla. Agarró la pistola láser con el pulso dudoso y, después de apuntarme, dio vuelta el aparato. Me mostró el resultado. Yo grité en español que no podía ser, mientras se me aflojaba el cuerpo y miraba alrededor como pidiendo ayuda. Pensé en esas cuatro horas de avión, en cuántas veces me había llevado la mano a la boca, con cuántas personas infectadas me había cruzado en el aeropuerto o incluso en las playas. Solo a la tercera vez que me dijo que estaba bien, que "no fever", entendí que era otra la medida de referencia. Nos reímos los tres, con la histeria que te dan los nervios. "Happy new year", "Gongxi fa cái", nos deseamos y nos pusimos los barbijos para ir a cenar.
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El plan era recorrer el sur de China, ir desde Shenzhen hasta Kunming, pasando por Cantón y los pueblos de la zona, antes de volver a Shanghái, donde vivimos, nuestra casa. Mientras Lucila estaba en el hotel, destrabé la bici de una app y anduve entre los edificios vidriados. Quería ver esa ciudad que simboliza la nueva China, un pueblo pesquero convertido, en solo una generación, en un polo tecnológico de 15 millones de habitantes. Edificios de líneas curvas, museos con pantallas táctiles y templos taoístas que mandan rezos por códigos QR y que se construyeron para albergar a la población más joven del país. El promedio de edad es de apenas 28 años.
Los shoppings vacíos, los KVT y los bares cerrados y la falta de gente en la calle duplicaban la sensación de irrealidad, una urbe artificial construida para absorber su vecina Hong Kong. Todavía no me alarmaba: en las zonas más viejas, los mercados seguían llenos, la mayoría se preparaba para festejar el comienzo del año. En las fruterías, las manzanas con caracteres tatuados deseaban que "todo vaya según tus deseos" o "que te hagas rico".
Los shoppings vacíos, los KVT y los bares cerrados y la falta de gente en la calle de Shenzhen duplicaban la sensación de irrealidad.
Cuando entré al subte, un policía con la cara tapada me apuntó con el termómetro. La estación estaba vacía, salvo por una chica que miraba el celular en el otro extremo. Hasta ese momento, el virus era algo que sucedía en las redes. Hacía días que los grupos de extranjeros en China no paraban de mandar señales de alarma, instructivos para reconocer qué barbijos usar y cuáles no, cantidad de infectados por distrito, rezos, oraciones y llamados a mantener la calma. No faltó el que culpó a los chinos por el brote ("¿y qué quieren si comen lo que comen?"). También los primeros memes, discusiones y noticias falsas. "Amigos de Shanghái, hoy no salgan entre las cuatro y las cuatro y media porque van a usar aviones para desinfectar la ciudad", "rompan sus barbijos después de usarlos porque los están revendiendo", "el virus puede sobrevivir 48 horas fuera del cuerpo, ¡cuidado con los paquetes de las compras online!", eran advertencias que se multiplicaban. WeChat, el servicio de mensajería chino, advirtió que iba a bloquear las cuentas que divulgaran noticias falsas. "A mi suegro le pasó", leí.
Para cuando salí del subte, cada persona a mi alrededor tenía el barbijo puesto. En una sociedad tan disciplinada como la china, bastó la orden para que todos cumplieran.
Para cuando salí del subte, cada persona a mi alrededor tenía el barbijo puesto. En una sociedad tan disciplinada como la china, bastó la orden para que todos cumplieran. Los primeros casos en Cantón (Guangdong), la provincia en la que estábamos, fueron el cimbronazo. Tal vez, teníamos que cancelar todos los pasajes e irnos, pero ¿adónde? Wuhan y varias ciudades de Hubei ya estaban en cuarentena, Beijing y Shanghái estaban reduciendo el transporte y los accesos a la ciudad. No solo teníamos miedo del contagio, ¿y si nos quedamos varados en cualquier ciudad del interior? En un viaje organizado con vuelos low cost, nuestro equipaje se reducía a siete kilos y eso incluía todo lo de la playa.
Hong Kong apareció como la mejor opción. No necesitábamos tanto abrigo y todavía no había casos confirmados. Además, desde Shenzhen se va en subte. "Cruzamos la frontera, esperamos unos días a ver qué pasa", dijo Lucila.
A la mañana volvimos a tomarnos la temperatura y, armados con barbijos y alcohol en gel, llegamos a la frontera. El paso de Louhu, que suele ser uno de los puntos de migración más transitados del planeta, estaba desierto. Esa noche empezaban las fiestas, así que la mayoría de las personas cruzaban hacia el continente. Aunque el barbijo me asfixiaba, sentía que me iba a Disney. En Hong Kong, el Año Nuevo se festeja en las calles y no solo en las casas, como en el resto de China. Los fuegos artificiales ya estaban cancelados, pero todavía nos esperaban los bailes del dragón, las danzas, los puestos de flores, los altares. Al final, seguíamos de vacaciones.
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"¿Vienen de China? ¿Estuvieron en Wuhan?", nos preguntó el del hotel. "No, nunca estuvimos en Hubei", contestamos y nos reímos de nuevo, nerviosos. Después de mostrar los pasaportes y firmar la reserva, el conserje nos tomó la temperatura y anotó con cuántos grados centígrados habíamos llegado.
Para ese momento era evidente, pero la necesidad de seguir creyendo que todo es pasajero, solucionable, que es posible olvidarte de tu casa y revertir la situación, a veces es más fuerte. Salvador preguntó: "¿Dónde son los festejos hoy?". Todo estaba cancelado.
En Hong Kong, el Año Nuevo se festeja en las calles y no solo en las casas, como en el resto de China. Pero esta vez todo estaba cancelado.
Los dos días que pensábamos estar se transformaron en siete. Mi universidad me había pedido que llenara un formulario para ver dónde estaba, y la responsable de los extranjeros me había mandado un mensaje para saber qué había hecho en los últimos días y cuándo pensaba volver. Un día después recibí otro mensaje instándome a reflexionar y preguntándome si estaba enterada de la situación, con la recomendación de posponer mi regreso. El último fue solo un aviso: estaba prohibido volver hasta dentro de tres semanas. En caso de insistir, había que escribir una carta formal pidiendo permiso y explicando los motivos.
En ese entonces, yo ya estaba mejor, pero ahora el que tenía gripe era Salvador. Y eso no se lo deseo a nadie. Con una cara de angustia constante, me pedía compulsivamente que le tocara la frente. ¿Tengo fiebre?, ¿tengo fiebre?, ¿tengo fiebre? Hasta que no le dije que sí, que me parecía que sí, y el cuerpo se le refrescó en el acto, no paró. Me di cuenta de que yo tenía que estar alerta pero tranquila, sin preocuparme de más. Ese rol me lo había robado él.
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No podía dormir. Repasaba con la cabeza una y otra vez los signos de alerta. ¿Tenés fiebre? ¿Tos seca? ¿Estuviste en Hubei en los últimos 30 días? ¿No podés respirar normalmente? Nada. Inhalaba y exhalaba para ver si ahí dentro había algún silbido, una señal que no hubiese notado. Pero solo tenía la nariz tapada, mocos y un poco de dolor de cabeza. Ya habíamos decidido que no íbamos a tomar ningún medicamento para no ocultar síntomas, por si aparecían más adelante. Me tocaba la frente y repetía que era un resfrío, que no podía ser otra cosa, pero me ganaba el miedo. ¿Y si nos contagiamos por ir a la clínica? Según leí, eso había ocurrido.
La odiaba. Esa facilidad de Lucila para dormirse al toque y en todos lados. Quienes sufren insomnio entienden la bronca y la desesperación ante la placidez de los que duermen. Me levanté y miré desde la ventana los rascacielos vintage de Hong Kong, un letrero luminoso, todas esas ventanitas prendidas… no podía dormir. Hacía días que a la noche solo se escuchaba el sonido del tramway. Me culpaba por no poder conciliar el sueño, pero también por no disfrutar, ¿son tus vacaciones o no? Hasta que no la levanté y me calmó no me dormí. Creo que ya eran como las cinco.
¿Y si nos contagiamos por ir a la clínica? Según leí, eso había ocurrido.
Al otro día, seguía asustado, así que intentamos activar el seguro de viajero de la tarjeta de crédito. No lo logré, pero ya me tomaba la temperatura en el lobby del hotel a la mañana y a la noche. Según Lucila, era el único modo de mantenerme a raya. Mientras, los medios repetían en loop los informes que calculaban que el número de infectados podrían ser decenas de miles.
Hong Kong había cerrado todos los edificios públicos y atracciones, pero, a diferencia del continente, la calle mantenía cierta normalidad. En el paisaje lo que predominaba eran los barbijos: celestes, blancos, negros, rosas, algunos con la practicidad tosca de lo quirúrgico, otros con la ergonomía del diseño, estilo Mortal Kombat. Nos sacamos una selfie con los nuestros, mostrando la bahía. Éramos millones y millones.Una ciudad de asistentes hospitalarios. ¿Así se verá el futuro? Las farmacias ya no tenían stock, tampoco se conseguía alcohol en gel. Empezamos a racionar nuestro kit de supervivencia.
Éramos millones y millones con barbijos. Una ciudad de asistentes hospitalarios. ¿Así se verá el futuro?
A la tarde nos sentamos en un café. El estornudo de Lucila fue como las bombas en los dibujitos animados. Marcó un perímetro. Los tres que teníamos más cerca nos miraron y se corrieron. Ella, con culpa, me preguntó: "¿Les explico que no tengo los síntomas?". Esa escena se repitió, pero al revés. Las toses de los demás en el colectivo o en el subte nos ponían en estado de alerta.
Ese día, Carrie Lam, la alcaldesa de Hong Kong, anunció con la mascarilla puesta que se limitaban los viajes desde el continente. Pronto, la frontera que habíamos cruzado iba a estar clausurada.
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Quedarse en Hong Kong indefinidamente no era una opción. Estábamos cansados, sin ropa y extrañábamos nuestra rutina, lloramos nuestras plantas, pensamos cómo se sentiría Tingting, que había tenido a su primer hijo hacía poco, o cómo estaría la familia de Xiaoli, que vive en Wuhan. Mi primo nos invitó a Australia y mi hermana, a Madrid, pero Shanghái es nuestra casa. Por momentos, el apego es feroz. Nos planteamos volver y encerrarnos hasta nuevo aviso. En las redes veíamos fotos y stories de conocidos que huían. Silvia se volvió a Italia, Fer siguió viaje por Bali, Sofía se fue a España, Facundo continuaba por la India y de ahí directo a la Argentina, Cristian terminó en Londres.
Los pocos que se quedaron nos contaban del tedio de estar encerrados día tras día. En la mayoría de los edificios estaba prohibido recibir visitas. Algunos parecían contentos de tener tanto tiempo para leer; otros organizaban caminatas para ver una ciudad de casi 30 millones de personas vacía. Las góndolas estaban abastecidas, aunque en ciertas zonas, la reposición de carnes y verduras se demoraba. ¿Nuestro mercadito estaría abierto?
Decidimos seguir viaje y que el paso de los días tomara las decisiones. Teníamos un pasaje a Shanghái que todavía no se había modificado, por lo que si todo mejoraba, en una semana estábamos de vuelta. No sabía qué podría pasar si entraba a pesar de las advertencias, ni si podríamos subirnos al avión, pero tener una fecha de regreso ponía de algún modo un límite emocional a la itinerancia obligada.
Nos iríamos al único país de la zona que no tenía casos: Laos. Era barato, no lo conocíamos y seguíamos cerca por si la situación se aplacaba. Funcionaba como destino. Al mediodía, después de hacer el check in y pasar los controles sanitarios, almorzamos unos baos de cerdo y unos dumplings. Mientras tomaba el último trago de coca, me llegó un mail: nuestra vuelta a Shanghái se había cancelado. Estábamos a la intemperie: al otro lado del mundo y con tres remeras, un pantalón y unas antiparras.
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