Santiago Rojas Posada, especialista en cuidados paliativos, ofrece en su libro claves para reencontrar el sentido de la vida cuando se pierde a un ser querido
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Santiago Rojas Posada lleva años frente a la muerte. No con sus propios ojos, pero sí a través de los miles de pacientes a los que ayudó a afrontar ese paso, y de los seres queridos que los acompañan y viven el duelo de perderlos.
Especialista en cuidados paliativos, este médico colombiano es además estudioso de las flores de Bach y otras terapias complementarias, escritor, docente universitario, conferencista y presentador de un programa radial diario.
Autor de varios libros, en El manejo del duelo: una propuesta para un nuevo comienzo ofrece claves para reencontrar el sentido de la vida cuando se perdió a un ser querido, así como pistas para afrontar la propia e ineludible cita que todos tenemos con la muerte. Es su tema en el HAY Festival de Cartagena, que se realiza entre el 26 y el 29 de enero en esa ciudad de la costa colombiana.
—¿Cómo estamos enfrentándonos a la muerte? ¿Estamos preparados cuando nos llega?
—No, no estamos preparados para vivir, y mucho menos para morir. Estamos preparados para el ambiente de la vida, que es lo que creó el hombre, pero no para la vida.
—¿A qué te referís?
—El ser humano creó un ambiente de vida: un ambiente social, uno económico, uno laboral… Pero eso no es la vida. La vida no la creamos nosotros, la creó la naturaleza, que es interdependiente con todo ecosistema, que es ecológica y no ‘egológica’.
Esa es la vida que tenemos que descubrir, una vida que está por encima de nuestras creencias y expectativas sociales, y está determinada por factores múltiples: espirituales, trascendentes, biológicos… Es una cadena con muchos cimientos.
—En el mundo actual, ¿vivimos especialmente de espaldas a la muerte, intentando negarla, ignorarla?
—En la Antigüedad los humanos veían a la muerte como algo inexorable y, como entendían que no la podían controlar, disfrutaban de la vida.
Ahora estamos en una situación totalmente distinta: el ser humano cree que puede controlar la muerte y busca todos los modelos que le puedan servir para ese fin, desde la ciencia exhaustiva hasta el transhumanismo, que en líneas generales es mantener el cerebro vivo a través de la tecnología.
Pero, lo que hay que hacer es ser más humilde con la vida y más práctico viviéndola. El ser humano, por temor a la muerte, no experimenta la vida, pero paradójicamente ese miedo no evita la muerte, sino la vida.
—¿Cómo se puede preparar uno para la muerte?
—Lo primero es reconocer que nos vamos a morir; lo segundo, hacer las paces con la muerte; lo tercero, tener unas voluntades anticipadas.
Y luego, a partir de ahí, hay que dedicarse a disfrutar la vida sin preocuparse por la muerte. La vida es la carretera, la muerte es el precipicio. La muerte no está al final de la vida, sino que la acompaña.
Podemos morir en cualquier momento, y lo que tenemos que hacer es aprender a manejar la carretera viendo el precipicio, sabiendo que morimos pero también vivimos.
Hay gente que cree que pensar que uno se va a morir hace que se muera, pero entonces, ¿si yo hablo de dinero me vuelvo rico? ¿Si hablo de juventud me vuelvo joven? Es una idea sin sentido.
No hablar de la muerte y rechazarla incapacita, impide ver la belleza que tiene la vida. Saber que somos mortales y que moriremos nos permite disfrutar de estar vivos.
—Algunos de tus colegas médicos hablan desde hace ya algunos años de la posibilidad de que los seres humanos seamos en no mucho tiempo inmortales, que venzamos a la muerte. ¿Qué te parece?
—Me parece ridículo. No le veo sentido a tener en este momento aquí, vivo, a alguien como el dictador español Francisco Franco, por ejemplo, o a otros personajes sin sentido…
Habrá quien diga: “Escojamos que vivan solo los buenos”. Pero, si matamos a todos los malos, ¿quiénes quedamos, los buenos o los asesinos? ¿A quién vamos a dejar que vivo, a los que tienen dinero, a los que son de mi creencia, de mi historia?
Prefiero la muerte. A mí me parece que lo que hay que aprender es a permitir morir a todas las cosas que no tienen sentido para vivir con plenitud. El cuerpo es perecedero, y lo que la humanidad quiere es crear cuerpos imperecederos. Pero creo que si pudiéramos vivir eternamente decidiríamos morirnos, porque la muerte tiene un sentido.
—¿Qué sentido tiene la muerte?
—Si no hay muerte, no hay renovación. Lo que hace más daño a la vida es envejecer y no renovarse, y la muerte es la gran renovadora de la existencia. Imagina que siguiéramos con los mismos tipos de habitaciones, de casas, de ideas, de creencias, de dogmas de hace siglos… Si no hubiera muerte, no habría valoración de la vida.
Una cosa es que se imponga la muerte -y obviamente yo no estoy de acuerdo con el asesinato ni con maltratar a nadie-, y otra que la naturaleza la produzca.
En ese sentido, la muerte puede ser útil y, si la sabemos usar, vamos a bendecirla. ¿Qué haría yo si vivieran mi abuelita, mi bisabuelita y mi tatarabuelita, totalmente destruidas?
—Pero si quizás pudieran estar en buen estado de salud…
—La idea de una perfecta salud tampoco tiene sentido. Cuando una persona tiene salud lo destruye todo: destruye su cuerpo porque bebe en exceso, porque duerme inadecuadamente, porque se maltrata…
En cambio, cuando alguien no tiene salud, busca crearla. Tanto la muerte como la enfermedad son los dos grandes transformadores de la conciencia del ser humano.
-La muerte es una de las cosas que nos iguala a todos. No importa la clase social, la educación…
Sí, y por eso me gusta, aunque sé que lo que digo suena un poco extraño. No me gusta que la gente se muera, pero sí que haya realidades que son absolutas para todos. El reconocer que somos vulnerables, que somos predecibles en el sentido de que todos vamos a morir, nos hace a todos humanos.
No importa que seamos ricos o pobres, bellos o feos, de un país o de otro, de una cultura o de otra… Al final todos terminamos en ese lugar.
—Pero los ricos mueren mejor, ¿o no?
—Los ricos viven mejor, pero mueren igual. A una persona que está por morir no le interesa morirse en el Palacio de Buckingham, le interesa morirse con los seres que amó y con lo que tiene sentido para su vida.
Y eso no se encuentra en Buckingham, se encuentra al lado de las personas que son valiosas para vos. Tristemente, sí es cierto que si no morimos de una enfermedad aguda o de un accidente, seremos necesariamente pacientes de cuidados paliativos, y que los sistemas aún no tienen la cobertura suficiente para proveérselos a toda la gente.
—¿Estás a favor de la eutanasia, de que uno pueda decidir su propia muerte cuando considera que ya no se reúnen las condiciones para tener una vida digna?
—Creo que la eutanasia, el suicidio asistido, es válido siempre y cuando los criterios sean coherentes. No estoy muy de acuerdo en que se promueva para las personas deprimidas, por ejemplo, pero sí en casos bien estudiados. Los orientales lo hacen de una manera muy bonita: hay maestros espirituales tibetanos que deciden morir frente a sus discípulos. Esto está constatado frecuentemente e incluso fue grabado en los últimos años.
Yo tengo varios pacientes que tienen claro que van a morir de su enfermedad y que deciden que sea más rápido, que no necesitan alargar el sufrimiento. Porque el dolor y el sufrimiento son opcionales, decidir no tenerlos tiene sentido. Pero evadirse de la vida es diferente.
—¿Y cuándo el que muere es un ser querido?
—Uno de los errores más grandes que cometemos en añorar tanto a una persona que ha muerto que nosotros mismos no vivimos. Esa es la gran paradoja incapacitante del duelo.
Hay que saber que las cosas nunca serán iguales a como eran antes, pero que se puede estar bien. Querer que nada cambie es un error, como lo es querer que las cosas no hubieran ocurrido, porque vivimos en la incapacidad de cambiar lo que no existe. Pero sí podemos cambiar lo que existe ahora.
Uno solamente puede salir de un callejón sin salida por donde entró, y si entraste amando a esa persona, vuélvela a amar y verás la herencia que te dejó para que estés feliz.
Hacer un duelo es precisamente transformar ese valor de la expectativa, de lo que podría ser, en lo que es ahora y generar nuevos vínculos en el presente con eso que construyó con esa persona y permitir que su legado y su enseñanza vivan a través mío.
Los seres humanos somos muy dependientes de los demás para sentirnos bien, y es un error que algo determine cómo me siento yo, que algo determine cómo yo puedo vivir.
Si no está mi mamá, mi papá, mi hermano o mi esposa, puedo vivir con eso que ellos me enseñaron y no seguirlos obligando a que me sostengan.
Si necesitás a los demás para sentirte bien, acabás culpándolos cuando te sientes mal. Hasta que no te quitas eso de la cabeza, no elaborás el duelo.
—Pero hay duelos especialmente duros, ¿no? Enterrar por ejemplo a un hijo va contra natura, se supone que los padres han de morir antes…
—Es mentira que sea anti natural que los padres entierren a sus hijos. En la historia de la humanidad siempre murieron los chiquitos antes que los adultos. En la Edad Media, por ejemplo, más o menos dos de cada cinco niños nacidos moría.
Lo que pasa es que hoy estamos logrando que la gente viva muchos años, pero no es cierto que sea anti natural que muera un niño.
Ahora, con la tecnología, la ciencia y el estilo de vida modernos, es verdad que lo habitual es que los hijos entierren a los padres y no al revés. Todos podemos morir en cualquier momento. Eso no quiere decir que no duela, el duelo duele.
Pero también transforma. Lo he visto en grandes grupos de personas en duelo: una madre a la que se le muere un hijo y crea una fundación, alguien que tiene una pérdida y encuentra una nueva forma de vivir, abre nuevos caminos.
—¿Cómo sería el duelo perfecto?
—Aquel en que uno decida cuánto tiempo le quiere dedicar. Es un proyecto, se necesita reparar una pérdida y voy a invertir por ejemplo una hora todos los días al llanto, a sentirme en comunión con esa persona, a escribir sobre todo lo que significó para mí… Y el resto del tiempo voy a seguir mi vida.
Se trata de darnos el tiempo y el permiso de sentirnos mal y de sentirnos bien, de reconstruir el vínculo con valor presente, de aceptar lo que se perdió, de expresar lo que se siente, de volverse a motivar con la vida de los vivos porque se aprendió a vivir sin ese ser querido.
*Por Irene Hernández Velasco
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