Dos ex pilotos que combatieron en Malvinas volaron desde Miami con su viejo avión de instrucción. Las quince escalas de un viaje por la nostalgia
Esto tranquilamente es una película: dos aviadores militares retirados emprenden la última gran aventura de sus vidas, cruzar América de norte a sur piloteando el viejo avión con el que aprendieron a volar. En una punta del continente los despide el hombre que restauró el avión, que cumple su sueño de volver a poner en el aire una de las mejores máquinas de guerra de su época. En la otra punta, en el sur, los esperan sus ex compañeros, la última generación de pilotos navales que voló el mítico T28. En el medio volarán catorce horas por día durante diez días, sobre el mar y la selva, visitarán quince aeropuertos y volverán a vivir una emoción que no experimentaban desde que pelearon en una guerra: volar para cumplir una misión.
Esto tranquilamente es una película, pero no lo es. Es la historia que protagonizaron Diego Goñi y Eduardo Gatti, de 61 y 62 años, abuelos los dos, pilotos navales retirados, que decidieron cerrar con un vuelo épico una historia que se había abierto hacía 37 años, cuando se subieron por primera vez a un avión de combate, y que les marcó la vida para siempre, al punto de no haber sentido nunca más, ni cuando navegaron mares, ni cuando vivieron en otros países, ni cuando viajaron por el mundo, la experiencia de su juventud. Y como no la encontraban por ningún lado, la fueron a buscar.
O no, mejor dicho: la historia los fue a buscar a ellos.
En mayo de 2014 Eduardo Gatti viajó a Miami, Estados Unidos, a buscar un avión para su empresa. A eso se dedica en parte Eduardo: es piloto y dirige una compañía de transporte aéreo para vuelos privados. Estaba en el hangar de South Aviation, una compañía de fletes aéreos, en el aeropuerto de Fort Lauderdale, cuando se encontró con el argentino Federico "Fred" Machado, dueño de South Aviation y conocido en el ambiente aerocomercial por comprar viejos aviones de guerra para restaurar. "En ese momento me cuenta que había comprado un T28 y que lo estaba reparando y pintando con los colores que tenía cuando estaba en servicio en la Armada Argentina", cuenta Eduardo. A Eduardo ese modelo lo devolvió a sus 25 años, a los vuelos de instrucción que hizo con ese avión durante un año mientras estudiaba para piloto en la Escuela de Aviación Naval. Entonces Fred Machado le dijo que quería llevar el avión a la Argentina y le preguntó si conocía a algún piloto naval que pudiera volarlo hasta allá. En la jerga, a eso le dicen "hacer el ferry". A Eduardo se le salían los ojos de órbita.
Al mismo tiempo, en Buenos Aires, Diego Luis Goñi, dueño de una empresa exportadora, recibía por el comentario de un conocido, la misma historia: Machado estaba buscando dos pilotos navales para traer el mítico T28 a la Argentina. Para Diego, la aviación había sido una pasión que se esfumó muy rápido. Al contrario de Eduardo, una vez que pidió la baja como piloto naval, luego de la guerra de Malvinas, en 1983, nunca más voló ni tuvo contacto con la aviación. Se dedicó a navegar, dirigió y fundó empresas, pero nunca volvió a pilotear. Esta historia le revolvió algo. "Eduardo, Fred Machado restauró un T28 y lo quiere traer a la Argentina", le escribió por mail a su amigo desde hace treinta y siete años. "Ya sé", le respondió Eduardo. "Le dije que lo íbamos a hacer nosotros".
"Yo nunca hubiera hecho esto sin Eduardo", dice Diego. "Yo nunca lo hubiera hecho sin Diego", dice Eduardo. "Esto" era una travesía tan peligrosa como inolvidable. Por su costado peligroso, solo ponían sus vidas uno en manos del otro y de nadie más. Por su costado inolvidable, ninguno la quería vivir sin la compañía de su viejo amigo de la Marina. Los dos pilotos se hicieron amigos durante 1977, cuando compartieron habitación durante el curso de aviador naval, junto con otros veinte guardiamarinas egresados de la Escuela Naval. La amistad entre esos hombres fue casi una necesidad, una reacción natural a la dureza del entorno. "Fue un entrenamiento muy duro. O generabas lazos o te matabas", dice Eduardo.
Habían llegado a la carrera militar por caminos distintos. Diego venía de familia militar, pero nadie ponía en él ninguna expectativa –tenía un largo historial adolescente de indisciplina–, así que pudo elegir sin demasiadas presiones la carrera de Arquitectura. Su padre, oficial de la Armada, no lo quería en la milicia, o más bien no le tenía fe. "Mi viejo no daba dos mangos por mí", dice Diego. En eso estaba cuando le tocó el servicio militar y el número alto lo destinó a la Armada: no se fue más. Hizo la Escuela Naval primero y luego entró a la Escuela de Aviación Naval. Quería ser piloto.
Eduardo, en cambio, hijo y nieto de jueces, sin contacto con el mundo militar más que la colimba, comenzó a estudiar Ingeniería cuando supo que podía congeniar una carrera militar con sus deseos de tener un título universitario siendo oficial de la Armada. Así terminó en la Escuela Naval y luego como piloto. Le fascinaban los aviones. "Eduardo", le decía su papá, que quería para su hijo un futuro en la abogacía, y para eso había levantado un próspero estudio jurídico en la Zona Sur del conurbano bonaerense. "Eduardo –le decía–, dejate de joder con los avioncitos". Casi veinte años después, a los 43, Eduardo le dio el gusto y se recibió de abogado. Pero primero voló.
Fue en la Escuela de Aviación Naval que Eduardo y Diego se subieron por primera vez al T28, que aunque tenían unos años, eran los mejores aviones de combate que existían por entonces. Los T28 que tenía la Armada habían llegado al país en 1960. Unos pocos años antes, en 1955, la Aviación Naval había derrocado al presidente Juan Domingo Perón y la Armada había obtenido el poder político y militar suficiente como para renovar su poder de fuego sin restricciones de presupuesto. Así fue como le compró a Francia sesenta y cinco aviones que había usado en la guerra con Argelia durante los años cincuenta. A las características de fábrica, los franceses les habían agregado blindaje y un mejor motor, lo que los convertía, dice Diego, en los mejores aviones de combate de la época. Además tenía otra ventaja: era un buen avión de instrucción, gracias a su doble cabina, que permitía pilotearlo en cualquiera de las dos posiciones, por lo que parte de los sesenta y cinco aviones fueron al entrenamiento de pilotos de la Escuela de Aviación Naval, en donde Diego y Eduardo, toda su generación y algunas anteriores y posteriores, aprendieron a volar. "Era como aprender a manejar con un Fórmula 1", recuerdan.
Tan exigente era el avión que se convirtió en el filtro de la escuela: controlarlo en cualquiera de sus condiciones –acrobacia, en formación, en simulacros de combate– era el requisito número uno para egresar. "El que no lo podía controlar se iba", recuerda Eduardo. A la mitad de la promoción le ganó el avión y, de los veintidós que empezaron el curso a principios del año, egresaron solo once. Muchos de ellos, de hecho, apenas lo intentaron una vez. "Se bajaban y decían esto no es para mí". Y volvían a los barcos: barqueros, los llaman los pilotos navales. Toda esa camada, recuerdan, sufrió el avión. Era rápido, muy potente y, por algunos de los cambios mecánicos que le habían hecho los franceses, despegaban casi de costado, la sensación de estar a punto de estrellarse era constante. "El único que no sufría era Diego", cuenta Eduardo. "Era el mejor piloto". Diego dice que Eduardo exagera, pero reconoce que su generación de pilotos, por voz de mando y cualidades técnicas, deposita en ellos dos cierto liderazgo. No fue casual, por esto tampoco, que ellos trajeran al país el T28 otra vez.
Un año duró el entrenamiento. Ya egresados, los dos participaron de las maniobras que pusieron a la Argentina y a Chile a un paso de la guerra. Estaban apostados con sus T28 en estancias de la Patagonia, esperando la orden de atacar objetivos chilenos, y mataban el tiempo haciendo sobrevuelos para poner nerviosos a los artilleros chilenos. Y cuatro años después, en 1982, participaron de la guerra de Malvinas, donde Eduardo guió desde un avión Neptune a los aviones de la Fuerza Aérea que atacaron y hundieron el buque inglés Sheffield. El fin de la guerra fue para Eduardo y Diego el fin de sus carreras militares. Más allá de las circunstancias, habían alcanzado de muy jóvenes lo máximo a lo que puede aspirar un soldado y sabían que de ahí en más los esperaba una larga carrera –eran tenientes de Fragata– con baja gratificación. Ya por entonces se habían casado y buscaban un horizonte más estable.
Los dos hablan de aquellos años de pilotos como de los más emocionantes de sus vidas y muchas de sus vivencias son recuerdos marcados a fuego. De todas ellas, su formación como pilotos a bordo de un viejo avión a hélice con sus nombres pintados a mano, símbolo de estatus pero también de identificación del hombre con su máquina, fue la que más mantuvieron viva desde que volvieron a la vida civil. Eduardo pidió la baja en 1983 y se empleó como piloto de YPF, y luego como piloto privado de un hombre de negocios millonario que los fines de semana le pedía que lo llevara a recorrer sus campos. Diego se fue en 1984 a Salta, a trabajar en una empresa familiar. Recién volvería a volar treinta años después.
A comienzos de octubre de 2014 Eduardo y Diego llegaron a Fort Lauderdale para traer a la Argentina el T28. Se habían preparado durante varios meses, estudiando la ruta y armándose de equipos de supervivencia en caso de que el avión fallara. Podía pasar: no dejaba de ser un viejo avión. Por eso buscaban siempre que las rutas de vuelo fueran sobre el agua, de manera tal de amerizar la situación si el avión no lograba superar la exigencia de tres o catorce horas de vuelo diarias. Marineros al fin, el agua es para ellos su ambiente natural. "Es amistosa para nosotros", dice Eduardo. Como la autonomía de ese avión es muy limitada –trescientas millas–, tenían que ser muy precisos con el tiempo y las distancias de vuelo en la planificación. Ningún aeropuerto podía estar a más de 280 millas de distancia entre sí, para guardarse veinte millas de combustible en caso de no poder aterrizar y tener que buscar una pista alternativa, que no siempre tenían a mano.
A Miami llegaron un mes antes de la salida. Necesitaban terminar de preparar los aspectos legales y técnicos de un viaje de 6.250 millas en un avión de los años cincuenta que debía aterrizar en quince pistas de cinco países. Pero además debían volver a pilotear un avión del que se habían bajado hacía casi cuarenta años. Eduardo tenía unas 350 horas de vuelo con un T28 y Diego cerca de quinientas. Para eso programaron dos semanas de entrenamiento con un instructor colombiano que lo venía volando seguido en los últimos tiempos: a los dos días lo despidieron. "Hicimos dos horas de vuelo cada uno y nos dijo que no necesitaba explicarnos nada", cuenta Diego. En alguna dimensión de la relación de estos hombres y esa máquina, el tiempo no había pasado. Despegaron del aeropuerto de Fort Lauderdale el 26 de octubre. Un minuto después del despegue ya volaban sobre el agua, el único paisaje que a estos dos marinos los deja tranquilos. El que piloteaba era Diego. "Ahora sí, dijo, empezó el viaje".
Durante diez días volaron catorce horas diarias. Gastaron miles de dólares en combustible y aceite para el avión: reventaron sus tarjetas. Volaron debajo de tormentas, a centímetros del agua y apenas por encima de las sierras del Caribe, porque un desperfecto que sufrieron en cuanto despegaron los obligó a no superar los 5.000 o 6.000 metros de altura. Entonces volaban bajo. Conocieron Bahamas, República Dominicana, Granada y las Guayanas inglesa y francesa. Prefieren la francesa, menos hostil. Durmieron en hoteles de lujo y en otros de no tanto. Se pelearon incontables veces, incontables veces se amigaron. "La relación de amistad que mantuvimos durante los últimos cuarenta años fue puesta a prueba en más de una oportunidad durante este viaje", afirma Diego. Después de cada aterrizaje, debían dedicarle tres horas de servidumbre al viejo avión, para cargar combustible, cambiarle el aceite y reparar sus desarreglos.
Tuvieron problemas técnicos y sufrieron el desgaste de pasar muchas horas encerrados en una cabina pequeña y ajustada. La rotura del paracaídas los llevó a decidir cuál de los dos, en caso de una emergencia, se salvaría. Como se alternaban en el mando del avión, quedó para el que lo piloteara. "Fue un viaje muy duro física y psíquicamente", reconoce Diego. Dicen que no tuvieron miedo. "Estamos amortizados", afirma Eduardo. Pero en un episodio que los hizo pensar que se estrellarían por una falla eléctrica del avión, Diego atinó a pensar que se iban a matar y que en ese caso la muerte era una lástima, no tanto por lo definitiva sino por lo inoportuna. "Justo ahora", pensó un segundo antes de retomar el control de la máquina.
La seguridad del vuelo fue una preocupación constante, tanto por el avión como por el desgaste personal que significaba la atención de la máquina de manera continua por parte de ellos. Cuando eran jóvenes y volaban para la Marina y sus aviones tenían pintados sus nombres en el fuselaje, Eduardo y Diego apenas si le dedicaban tiempo al mantenimiento del avión. Ahora, en cambio, debían ocuparse hasta del último detalle, y ya no tenían veinte años. Volaron sin avión de apoyo, contrario a lo que les habían recomendado, pero tenían garantizada cierta asistencia en caso de un desarreglo inesperado, que harían saber por medio del sistema de seguimiento satelital Spidertrack que habían conseguido instalar.
Desde el aire y en territorio brasileño, vieron la deforestación del Amazonas: a falta de mar, cruzaron Brasil siguiendo el trazo de miles y miles de kilómetros de campos de soja ganados a la selva virgen, sobre donde aterrizarían si el T28 decidía dejar de moverse. "La primera parte de la ruta consistía en volar el Caribe, sobre el agua, y haciendo rutas interislas. Volar sobre el mar lo tenemos asimilado desde la cuna", dice Eduardo. La segunda parte del viaje, el ingreso a Sudamérica desde el norte, era más complicada. "Queríamos volar evitando el Mato Grosso, bordeando la costa marítima, pero era una ruta mil millas más larga y no teníamos asegurado el reabastecimiento de combustible, además de que en algunos lugares solo había playa angosta con marea baja y selva", cuentan. Así fue como decidieron volar sobre el continente, aprovechando el "valle" de campos cultivados que se está comiendo el Amazonas. "Era una seguidilla casi continua de campos aptos para aterrizar en caso de una emergencia", cuentan. Todo el viaje lo planificaron con Google Earth. En Brasil aterrizaron en los aeropuertos de Protásio de Oliveira (pegado a Belém), Imperatriz, Palmas, Barra do Garças y Campo Grande. A la Argentina entraron por Cataratas, luego Goya, Reconquista, San Fernando y finalmente la Base Aeronaval Comandante Espora, en Bahía Blanca.
"Viajamos como langostas", grafica Diego. Cuando aterrizaron en el destino final, donde estaban sus compañeros de camada, ex pilotos, muchos de ellos ex combatientes de Malvinas como ellos, todos identificados emocionalmente con el viejo T28 que veían descender desde el cielo y desde el pasado, Diego y Eduardo entendieron el sentido de la travesía: las cosas, dicen, se pueden hacer aunque haya pasado el tiempo. Después de irse jóvenes y desilusionados de la vida militar, había un segundo más de revancha tanto para estos dos hombres como para la máquina y, con ella, para todos los hombres que la volaron.
El nombre oficial de la aventura encierra mucho de ese significado: "Vuelvo al Sur". Así, en primera persona: "Vuelvo al Sur". El que habla es el avión.
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