Lorde, la estrella pop que viene a la Argentina
Hace un tiempo no era del todo sencillo pronosticar el futuro artístico de Lorde . De pronto, la adolescente precoz de Takapuna –pequeño suburbio de Auckland, Nueva Zelanda– que había llamado la atención con Pure Heroine (2013), un primer disco notable, se transformó en una superestrella que discutía acaloradamente en público –vía Twitter, como corresponde en esta época– con una figura del rap (Tyler The Creator) su noviazgo con un joven de origen asiático, metía la pata al definir su amistad con otra famosa (Taylor Swift) como "una especie de alergia" y cargaba con el peso de ser elegida "el futuro de la música" nada menos que por David Bowie.
El riesgo de quedar enredada en la lógica del showbiz parecía obvio, pero ella liquidó toda presunción maliciosa con un disco extraordinario: Melodrama (2017) narra con valentía y madurez las experiencias de una mujer adulta y se desmarca resueltamente de los tópicos sonoros del pop de masas. Para muestra, bastó con su primer corte, "Green Light", una canción magnífica que arranca con un par de acordes de piano y va sumando paulatinamente unas cuantas ideas (arreglos, velocidad, intensidad) hasta convertirse en una épica ideal para la pista de baile, destinada a expiar un dolor íntimo (el fin de una relación amorosa). Su riff sintetizado evoca al house de los 80 (una referencia omnipresente en el disco) y a las disco songs de los 90. El crescendo del tema es ejemplar y desemboca en una explosión de coros gospel que, combinada con la base machacona, dan ganas de saltar como un poseso. Es apenas el inicio de un disco cargado de percepciones incisivas sobre la vida de una jovencita de 20 años (la edad que tenía cuando grabó el álbum) que luce tan madura como para tener plena conciencia de los placeres fugaces del hedonismo y la amenaza constante de las relaciones vacías.
No caben dudas de que Lorde tiene un discurso propio. Tampoco de que ese discurso es agudo y perspicaz. Necesitaba, entonces, un entorno musical a la altura de las circunstancias. Y lo supo buscar, metiendo un cambio preciso muy pronto: salió su compatriota Joel Little, socio clave de Pure Heroine, y entró a la cancha Jack Antonoff, el novio de otra mujer maravilla, Lena Dunham (la creadora de la brillante serie Girls). Guitarrista de Fun., una banda de cruces (pop vintage de los 50 + radiofórmula de los 80 + pinceladas de hip-hop) y líder de un proyecto un poco más convencional (Bleachers), que tuvo en su debut a dos invitadas de lujo (Yoko Ono, Grimes), Antonoff se curtió en el trabajo codo a codo con otras stars contemporáneas (Sia, P!nk, Taylor Swift, St. Vincent) y supo traducir a la perfección la famosa sinestesia (asimilación conjunta de varios tipos de sensaciones de diferentes sentidos en un mismo acto perceptivo) que acusa Lorde. Sentimientos de angustia, ira y liberación reelaborados en una generosa paleta de colores. Magia para hacer más vívido e impactante un vehemente melodrama.
UNA ARTISTA PRECOZ
Primero, una buena noticia: Lorde, cuyo tema Royals acaba de acomodarse en el 9° puesto de la lista de las 100 mejores canciones del siglo XXI publicada en julio por la edición americana de la revista Rolling Stone (armada en base a la opinión de músicos, productores y críticos prestigiosos), volverá a pisar la Argentina este año, como plato fuerte de la segunda jornada de una nueva edición del Personal Fest (11 de noviembre en el Club Ciudad de Buenos Aires). La novedad encendió los corazones de su cada vez más nutrida legión de fans en el país, que organiza reuniones periódicas y planea afiebradamente fan actions para la ocasión: una suelta de globos verdes (bien a tono con los reclamos prolegalización del aborto), una coreografía gigantesca potenciada con los flashes de los teléfonos celulares y carteles de buen tamaño con frases que subrayen el amor por la cantante (del clásico Temazo a otros que directamente recuperen fragmentos de alguna de las letras de sus canciones).
En 2016, cuando Lorde debutó en Buenos Aires en el marco del Lollapalooza, ya había aquí una buena cantidad de gente familiarizada con su obra, pero no la suficiente como para que los organizadores la sitúen como headliner, algo que sí ocurrirá esta vez, con su nombre a la misma altura que el de una superestrella como el inglés Robbie Williams. Pasa lo mismo en cada lugar que visita: acaba de pasar por Canadá, Australia, Indonesia y Malasia, y siempre es la gran figura de los festivales en los que participa. Logró ese status en menos de una década y sin resignar convicciones ideológicas ni artísticas.
Nacida hace 21 años como Marija Lani Yelich-O Connor, Lorde se sentía a los 15 más chico que chica. Eligió entonces apodarse Lord, hasta que esas dudas se fueron desvaneciendo y se inclinó por una variante ligera y un poco más femenina, el alias artístico con el que se hizo famosa. Es hija de un ingeniero civil y de una de las poetas más prestigiosas de Nueva Zelanda, Sonja Telich, que la incentivó muy pronto a descubrir a Salinger, Vonnegut y Carver. Cuando la joven leyó la autobiografía de Patti Smith y se enteró de que las Iluminaciones de Arthur Rimbaud eran su biblia personal, se hizo fanática del poeta francés, otro ilustre ejemplo de precocidad, como ella, que pasó de cantar hits radiales de los 80 en los actos escolares a convertirse en la solista más joven que alcanzó el número uno de las listas de éxitos de los Estados Unidos en veinticinco años.
A los 12, ella firmó su primer contrato discográfico con Universal, después de que su primer manager, Scott Maclachlan, del que se desvincularía en 2016, la capturara en un concurso de talentos escolares en el que interpretó "Warwick Avenue", el melancólico hit neo-soul de la británica Duffy. Tres años más tarde, a fines de 2012, publicaba en SoundCloud un puñado de canciones propias, entre las que aparecía Royals, que en mayo de 2013 ya era número uno en Nueva Zelanda y fue el puntapié para la edición de un EP (The Love Club) y de su exitoso álbum debut, Pure Heroine, ese mismo año.
Para tener una idea del poder de fuego de ese single alcanza con repasar algunos datos, por demás elocuentes: Royals vendió más de diez millones de copias en el mundo, fue número uno en los Estados Unidos durante ¡nueve semanas! y le dio a Lorde dos premios Grammy. Fue versionada por Selena Gómez y The Weeknd y también la elegida por la neozelandesa para sus apariciones en tanques televisivos como Good Morning America y Late Night with Jimmy Fallon.
Lo notable es que Lorde no consiguió todo eso con un tema convencional prefabricado por algún orfebre de la industria, sino con una canción enorme en la que exprimió al máximo las posibilidades del fatigado auto-tune, se apropió con gracia del espíritu dub step que el británico James Blake puso definitivamente en boga y convocó, a través de una lírica ácida y sanguínea, al fantasma de la gran Sylvia Plath. Lorde construyó un superhit a partir de una refinada ironía en torno a la falta de sutileza de figuras como Lady Gaga y Miley Cyrus, expertas en cristalizar la sexualidad como una mercancía más, y se autoproclamó sin culpa "la Abeja Reina".
De golpe aparecieron las comparaciones con Kate Bush –ella sí una artista fenomenal–, los elogios de Kanye West, los famosos en sus conciertos (Jared Leto, Chloë Moretz,Tavi Gevinson) y sus propias declaraciones filosas, ya una marca registrada: en contra del racismo (luego de la accidentada manifestación de supremacistas blancos en Charlotesville, en octubre pasado) y a favor de las reivindicaciones feministas, una convicción que la llevó a atacar sin piedad a colegas como Selena Gómez (sí, la misma que versionó Royals), Nicki Minaj, Lana del Rey y Drake, tachándolos de "superficiales e irrelevantes". También llegó la convocatoria para que cediera dos de sus temas y supervisara la banda sonora de la taquillera saga cinematográfica creada a partir de la trilogía literaria de Suzanne Collins Los juegos del hambre.
Pure Heroine vendió más de un millón de copias en apenas cinco meses (después, esa cifra se multiplicaría por cinco en todo el mundo) y colocó de inmediato a Lorde en la categoría de Adele, otra chica precoz que suele tomarse su tiempo para grabar (editó sólo tres discos en diez años). Pero la diferencia sustancial, más allá de la innegable calidad de gran intérprete de la londinense, es el camino que eligió, las herramientas que utilizó para escalar.
El primer disco de Lorde es una sólida colección de caramelos electropop envenenados y muy pegajosos, reflexiones sobre la vacua cultura de la celebridad lanzadas con el ingenio de una experta, pero escritas a los 16 años, y postales color sepia creadas en un barrio de las afueras de Auckland invadido por la misma información inútil que llega a cada rincón del planeta, reproducida por los medios y las redes sociales. Una metabolización de ese spam de dimensiones gigantescas en el que se ha transformado la cultura capitalista, en suma.
"¿No creés que es aburrido cómo habla la gente?", se pregunta en el track inicial del disco Tennis Court, su precioso segundo single. Y el círculo se cierra justamente en el tema que clausura el disco, "A World Alone", con una respuesta lacónica y concluyente: "Dejá que hablen". En el medio hay borracheras útiles para ahogar las penas, crónicas de la abulia de la vida cotidiana y hasta un tema sobre el (muy) prematuro miedo a envejecer (Ribs), con un estribillo que remite a la gloriosa Hyperballad de Björk.
UN AUTÉNTICO MELODRAMA
"Tener 20 años tiene algo de melodrama. A esta edad, cualquier cosa puede pasar. Y todo ocurre y cambia muy rápido, más que cuando tenía 16. Además, siempre me ha encantado darles un toque grandilocuente y glorioso a las cosas. Hacer de una noche de sábado de mierda un gran melodrama", declaró Lorde cuando apareció su segundo disco, para el que se tomó cuatro años de gestación. Primero compuso, luego cambió de productor, después trabajó en el estudio casero de Antonoff, su flamante socio, en Nueva York, una ciudad con la que se siente muy identificada, y finalmente hizo un montón de pruebas exóticas para una artista de su porte. Un buen ejemplo: durante varios días, Lorde viajó en el metro de Manhattan y escuchó los temas de Melodrama con unos auriculares muy baratos. ¿El objetivo? Probar cómo sonarían esas canciones para la mayor parte de la gente que las escucharía posteriormente, la audiencia masiva y que más le importa, digamos.
Una de las razones por las que adora Nueva York, asegura ella, es la chance de poder moverse sin que nadie la intercepte. En una ciudad con tantas celebridades, Lorde es casi una desconocida, o al menos es lo que ella percibe. Ese extraño anonimato le permite llevar a cabo una de sus actividades predilectas: escuchar las conversaciones de los demás y memorizar los detalles que le llaman la atención para usarlos más tarde como material para sus composiciones: toda una socióloga pop.
Está claro que el repertorio de Lorde crece a partir de un conglomerado de influencias variadas: la literatura sofisticada, el angst adolescente, las convicciones éticas y políticas, la observación detallada del mundo que la rodea y también la cultura pop, blanco de algunas de sus diatribas pero también alimento vital para su rico imaginario. "Me conmuevo –dice ella– con canciones de clásicos como Fleetwood Mac, Neil Young y David Bowie (a propósito, la progresión de acordes descendente de la hermosa balada Liability recuerda a la de All The Young Dudes), pero también con "Teenage Dream", de Katy Perry, que al escucharla me hace sentir joven y a la vez plenamente consciente de la impermanencia de las cosas".
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