Ninguno tenía la plata necesaria ni el apellido indicado para entrar en una cancha de golf. Eran chicos de 8 a 12 años que se escabullían en ese territorio prohibido a cambio de cargar palos bajo el sol. Al principio, se trataba de aportar algún dinero en sus casas o de comprarse un par de zapatillas. Pero las tardes recorriendo esos paisajes de árboles ordenados y pasto rasurado y pájaros que cantan sobre piletas espejadas, mientras una pequeña esfera blanca que atraviesa el cielo y se desliza sobre el verde hasta desaparecer en un hoyo, fueron tejiendo en el interior de esos chicos un destino que no les correspondía. Con el tiempo, la confianza que ganaban sobre los palos y las canchas crecía junto a otra verdad agazapada: se habían enamorado del deporte equivocado.
Vivían en las inmediaciones del Ranelagh Golf Club, partido de Berazategui, el último cordón del conurbano bonaerense. Y la fascinación por ese predio infinito al que se asomaban desde los techos de sus casas los empujó hasta que encontraron la manera de cruzar la barrera que los mantenía afuera. Pero el idilio fue demasiado corto. La vida del caddie se terminaba cuando llegaban los 18 años y pasaba a estar mal visto entre los "patrones", como ellos los llamaban, emplear a un mayor de edad para que llevara sus palos. La idea del pequeño changarín era también un escudo para que ese trabajo se mantuviese lejos de las obligaciones legales que acarreaba tener un empleado. Y siempre había algún chico en la familia que iba a necesitar el trabajo de ese caddie que ya no debía estar ahí.
En los pocos años que podían mantenerse dentro de las canchas, llegaron a comprender los secretos de cada palo y de cada green –ese territorio sensible de césped inmaculado en el que descansan los hoyos– y aprendieron a golpear con decisión y precisión. Algunos lo hicieron tan bien que el negocio pasó a estar en ofrecerles un sueldo y la posibilidad de entrenar en el club a cambio de un alto porcentaje en los premios que podían obtener jugando en los distintos torneos del país. Pero la mayoría de ellos volvió a quedar del lado de afuera, y el golf se transformó una vez más en ese deporte que no les pertenecía. Eran exiliados con una certeza que se repetía durante sus reuniones como una contraseña clandestina: los mejores jugadores de golf primero fueron caddies. Detrás de esa frase que los unía, seguían buscando un camino para volver a jugar. Hasta que lo encontraron.
Lunes otra vez
Una camioneta con caja de madera y un cartel de "Fletes" dobla a toda velocidad desde una de las avenidas que rodean el Ranelagh Golf Club. Avanza unas pocas cuadras y se estaciona en una esquina donde la calle se hace de tierra, frente a una peluquería blanca con las persianas cerradas. El hombre que se baja renquea apurado. Sabe que está llegando tarde. Son las ocho de la mañana de un lunes de diciembre y lo están esperando. Abre la caja trasera y saca cuatro bolsos verticales repletos de palos de golf, cuyas cabezas se asoman por el borde. Un grupo de casi 30 hombres lo recibe entre risas y gritos.
–¡Dale, Rengo! ¡Metele que después del partido te conseguimos unos viajes! Pero tratá de hacer menos de 100 golpes esta vez, así terminamos hoy.
Luego de algunos empujones, el Rengo se pierde entre el grupo de amigos. En el centro, un hombre alto de ojos claros, piernas flacas y espalda ancha da indicaciones para que todos se repartan en los casi 10 autos estacionados. El abanico es amplio: desde un Dodge 1500 sin espejos retrovisores y con apenas una pizca de pintura hasta una camioneta cuatro por cuatro en la que se cargan más de 10 bolsos con palos. Antes de subir a los autos, se escuchan algunas de las maniobras que cada uno tuvo que hacer para poder jugar al golf un lunes por la mañana: canje de francos, compensación de horas, kioscos cerrados durante el día, sobrinos que cubren una jornada en la obra.
En este círculo de excaddies ahora hay albañiles, cortadores de pasto, pintores, obreros metalúrgicos, vigilantes de fábricas, mecánicos, porteros, empleados de comercio, expolicías, remiseros, jubilados y desocupados. La mayoría lleva bermudas, gorras con visera y remeras deportivas azules, negras y verdes. Todas tienen un logo en la parte izquierda del pecho: un círculo en el que se dibujan un palo y una pelotita de golf apoyada sobre una luna en cuarto menguante. Arriba del círculo, en letras grandes, dos palabras: "Los Luneros".
–Esto empezó hace casi 25 años. Todos salimos de caddies, la mayoría del Ranelagh. Cuando éramos chicos y volvíamos del club, seguíamos jugando con varillas de construcción, con caños de luz. Después, la vida y el trabajo nos fueron llevando para otros lados, algunos mejor, otros con más dificultades. Todos tenemos una gran pasión por este deporte, pero ninguno de nosotros podía pagarse una cuota de socio ni el greenfee [el costo por un día de juego] en ningún club –dice Esteban Ehrlich, el hombre de las indicaciones, peluquero y presidente electo de Los Luneros, este grupo ecléctico de golfistas que encontraron su pasadizo a las canchas cuando los demás jugadores esperan para caminar nuevamente sobre un campo de juego pulcro y elegante.
Todos los lunes, los clubes de golf cierran sus puertas para realizar el mantenimiento del césped y del predio. Con ese dato y un amigo que administra la cancha de golf El Pato, en los confines de Berazategui, Esteban Ehrlich y unos pocos amigos encontraron la puerta que buscaban. El trato era simple: le daban unos pesos o le invitaban un asado y él los dejaba jugar. Al principio eran solo cuatro, entre ellos un chico de 8 años que trabajaba como caddie y al que su "patrón" le prestaba los palos. Todos compartían ese único equipo: un tiro cada uno con el palo indicado hasta llegar al siguiente hoyo. Pero la voz se corrió rápido entre los excaddies, y la cancha de El Pato se comenzó a poblar los lunes como si se tratase de un domingo primaveral en plena ebullición.
Hoy, Los Luneros tienen más de 50 miembros estables, en un rango que va de los 12 a los 75 años, un grupo de Facebook, dos de WhatsApp –el primero "exclusivo de golf", el segundo de "joda, política y fútbol"–, un jugador rankeado entre los mejores 30 del país y las puertas abiertas de casi 30 canchas de golf cualquier lunes del año. Algunas de ellas ubicadas dentro de los clubes más prestigiosos y caros de Argentina: el Club de Campo La Martona, el Hípico Golf Club, Área 60, Ocaragua Golf Club, el Náutico de Escobar, Campo Chico Country Club o las Fincas de San Vicente.
–En un momento ya éramos una banda y nos pedían que lleváramos una lista y un nombre del grupo. Nos habían puesto "Los Peluqueros", porque yo hablaba con los dueños de las canchas –recuerda Esteban Ehrlich–. Pero había uno que siempre nos decía "Los Luneros", como si fuésemos los franqueros del golf, y así le pusimos.
El camino que va desde la peluquería de Esteban, punto de encuentro de Los Luneros, hasta la cancha de El Pato, se va haciendo cada vez más inestable y los pozos se hacen imposibles de contar al salir de la ruta 2. Al llegar, la cancha parece continuar ese sendero de complicaciones: varios de los hoyos están clausurados por falta de mantenimiento, el pasto crecido en los márgenes esconde las pelotas y el único lugar para refrescarse es una canilla de agua detrás del primer hoyo. Desde hace varios años, el dueño del predio lo fue olvidando para dedicarse a otros negocios. Pero Los Luneros no se permitieron abandonarlo, y su trabajo hace que la cancha aún esté reconocida por la Asociación Argentina de Golf (AAG). Dos de sus miembros –cuyo sueldo se completa con aportes del grupo– se mantienen allí para seguir recibiendo a aquellos que quieren aprender a jugar al golf y no tienen la plata para hacerlo.
–Acá empezó todo. Por eso volvemos siempre, aunque tengamos que repetir algunos hoyos para llegar a los 18, que son los que tiene una cancha completa –dice Esteban antes de hacer sonar varias veces la bocina de su camioneta, que en este predio extraviado reemplaza las bombas de estruendo para anunciar que arrancó el partido–. Todos los que llegaron a Los Luneros pasaron mucha necesidad en algún momento de sus vidas, y esto lo disfrutamos más que cualquiera de los que pueden entrar el resto de la semana.
A mi manera
La "época dorada" de los caddies en Argentina fluctuó entre los años 60 y los años 80. En ese entonces, los clubes llegaban a contar con más de 300 caddies divididos en distintas categorías, de acuerdo con su experiencia. Los que arrancaban tenían que limitarse a llevar palos, pero los más avanzados se debían poner al hombro, además de esos mismos palos, la estabilidad emocional de sus jugadores. Aquellos que alquilaban un caddie en las distintas canchas en las que jugaban esperaban no solo que conociese cada milímetro del terreno y supiera calcular sus distancias, sino que además tuviera el consejo o el silencio necesario a cada momento. A cambio, el caddie recibía un 10 por ciento del premio obtenido, que podía alcanzar los US$ 50.000. Pero el siglo XXI significó la llegada de competidores implacables: carritos "inteligentes" que siguen a sus dueños a través de sensores y palos ultralivianos que pueden empujarse todos juntos con apenas una caricia de la mano. Y, en los últimos años, los caddies también debieron enfrentarse con un enemigo siempre al acecho: las crisis económicas.
–La cosa está mal, y en vez de pagar un caddie la gente prefiere llevarse sus palos. Cuando laburábamos nosotros, los patrones nos dejaban 500 pesos por día a plata de hoy. Ahora con suerte ganan la mitad –dice Marcelo "Gomeracho" Caballero, quien se encarga de cortar el césped en El Pato–. Cuando el país anda bien, acá te das cuenta porque hay muchos torneos, y cada vez están quedando menos.
Apenas dejó su trabajo como caddie a los 18 años, Gomeracho, un tipo de ojos negros y vidriosos, bajo y tan flaco que la ropa le flamea, no tuvo mucha suerte. Intentó con la orfebrería y trabajó en el tambo de manera irregular, pero viviendo casi sin dinero durante 2001, emigró al campo y consiguió quedarse como casero en una estancia.
–Tuve una gran tristeza cuando dejé porque solo podía mirar golf por televisión. Pero desde que volví a mi querencia y pude volver a jugar trabajando acá, la tristeza me la agarro los lunes que llueve y no podemos venir. Es algo que tiene que ver con lo que uno aprendió de chico. Es increíble esa sensación cuando le pegás bien en el centro y ves que la pelota vuela y se pierde en el cielo. Esa felicidad que te llega no la encontré en ningún otro lado.
Con la plata que gana manteniendo la cancha de El Pato, Gomeracho puede pagarle la cuota a su hijo, el más chico de Los Luneros, para que entrene en el Ranelagh Golf Club. Pero no fue una tarea fácil hacerlo entrar. La única manera de que lo aceptaran fue a través de un familiar que comenzó a instruir a los chicos del club. El lugar en el que se criaron como caddies hoy sigue estando vedado para Los Luneros. A pesar de que son cada vez más las canchas en las que les permiten jugar, y que muchos de los dueños y dirigentes les piden sacarse fotos junto a ellos, existe una lista de clubes para los que dejarlos entrar sería algo "desprolijo" frente a sus socios.
–No te lo dicen de una, que no te quieren, pero te contestan que este lunes no por tal cosa, que el otro no por tal otra, y vos te das cuenta –dice Esteban, quien hace unos años le cortaba el pelo al último presidente del Ranelagh Golf Club, pero nunca se tocaba el tema–. Hay canchas como las de Olivos o San Isidro a las que ni siquiera vamos a preguntar porque ya sabemos la respuesta: "Acá juegan Macri, Menem, ¿qué me importa quiénes son ustedes?".
El partido avanza y Los Luneros van remontando la cancha en grupos de cuatro, dejando monedas de un peso dentro de los green para marcar la posición de sus pelotas, enojándose cuando alguno no quiere ayudar a encontrar la que perdió un compañero, pidiendo que los cambien de grupo porque no les gusta jugar con tal o cual, gritándose a sí mismos "Dale, cagón, ¿cómo le vas a pegar así?", "pero mirá qué lindo, así te quería ver", pidiéndole a su pelota que vuelva, que corra, que gire, que vaya, que metasé, haciendo silencio cuando otro está por golpear, diciéndole después que su esposa está "aprovechando" mientras él juega, pidiendo permiso para rematar su tiro cuando solo faltaron unos centímetros para llegar al hoyo. El golf, ese deporte encumbrado y elitista, va mezclando en Los Luneros la solemnidad y el respeto con los ribetes de una charla de esquina en la que se pasa una cerveza de mano en mano. Y, al final de cada hoyo, parece volver a repetirse una pregunta: en este lunes que les pertenece, ¿quién podría decirles que esa no es la forma de jugar?
Changarines con plata
El cierre de la jornada se hace en el hoyo uno. Cada jugador anota los golpes que hizo y le resta los que corresponden a su hándicap (un sistema de "ventajas deportivas" por el que algunos jugadores restan golpes para emparejar su rendimiento). Cuando comenzaron, el Pantera, hoy tesorero de Los Luneros, ganaba una y otra vez. "Así se compró la casa y el auto", le gritan durante el conteo. Como no estaban registrados en ningún club, no tenían un hándicap que los equiparara. Hoy, Esteban lleva ese conteo en un cuaderno azul de tapa dura remendado con cinta scotch en el lomo, sacando una cuenta tan minuciosa como si se tratase del abierto más caro del mundo.
–Ahora estamos muy parejos, me liquidaron con el hándicap –se sincera el Pantera con una sonrisa reluciente, que parece revelar una acumulación de noches intensas. Su apodo lo sigue desde muy chico, cuando vendía en los trenes unos chocolates que tenían la forma de ese animal–. Lo que hacemos es juntar una plata entre todos y traemos de regalo alguna copa de plástico. Descontamos lo que se deja en el club y una plata para la nafta y el resto va para el premio. El ganador puede comprarse una copa más grande si quiere, pero siempre prefieren llevarse la plata del pozo a la casa.
Una vez terminado el recuento de golpes, el "Hoyo 19" –como se llama en el golf a los encuentros pospartido–, se juega en la casa de Esteban: sándwiches de bondiola y vacío, cerveza y pileta pelopincho. Gomeracho fue el ganador, se llevó 700 pesos, se saca fotos y traduce una de las verdades del golf: gana el que mejor conoce la cancha. En la sobremesa se reparte uno de los éxitos del merchandising interno, el vino de Los Luneros, un tinto hecho por un amigo del grupo que cotiza a 150 pesos la botella. Durante la charla, uno de los miembros más antiguos, Alberto Capandegui, un jubilado de 67 años, panza abultada y mirada cansada, que aún parece estar recuperándose del partido, es el encargado de dejar algunas sentencias sobre el "deporte para ricos".
–Para los empresarios, el golf es un lugar en el que hacen negocios, pero nosotros jugamos por lo hermoso del deporte. Ellos te quieren allá abajo, porque siempre te tuvieron allá abajo. No les duele que puedas ganar plata, que te vuelvas rico capaz. Lo que les duele es que juegues mejor que ellos. No les podés hacer nada peor –asegura Capandegui, y al instante agrega su gran mérito–. Cuando era caddie yo llegué a jugar con De Vicenzo, me eligió de compañero. Yo tenía todas las facilidades para ser jugador, pero a mí dejame con mis amigos, no quiero que la plata tenga nada que ver conmigo y el golf.
Hoy, Alberto Capandegui juega con dos stents y una prótesis de cadera. "Mi corazón es el que sale en todos los paquetes de cigarrillos, me sacaron esa foto antes de operarme", dice y saca la otra foto, la que sí quiere mostrar, en la que posa de joven junto con Roberto De Vicenzo, ganador de 231 abiertos de golf en el mundo y considerado uno de los cinco mejores deportistas argentinos del siglo XX. Nacido en Ranelagh, donde hay una calle que lleva su nombre, la mayoría de Los Luneros atesoran en sus billeteras las fotos que se sacaron junto a él siendo caddies. Al mostrarlas, vuelven sobre la idea de que aquellos años quedaron demasiado lejos y hoy los caddies están a punto de desaparecer.
–En esa época había un gran respeto por los patrones, pero eso se perdió todo. En el último tiempo los chicos llegaban fumando porro y empezaron a hacer juicios laborales porque trabajaban en negro o no tenían aportes. Entonces ya nadie quiere contratar un caddie –dice Esteban–. Nosotros cargábamos las bolsas de palos y viajábamos en tren, colectivo, subte, lo que fuese necesario. Los patrones iban en auto, pero todo lo que hacías lo valoraban, y después te daban una oportunidad.
En el tiempo en que Los Luneros aún cargaban palos, cuando la vida de caddie se terminaba, se abrían dos posibilidades: intentar convertirse en profesional o conseguir un trabajo gracias a sus "patrones". La mayoría logró ubicarse en alguna fábrica o se convirtió en chofer o secretario personal. Hoy, con la certeza de que los juicios laborales se habían transformado en el problema más grave de los caddies, un integrante de Los Luneros presentó en 2009 un proyecto para blanquear el trabajo de todos los chicos que cargaban palos en Argentina, que en ese entonces se calculaba eran más de 12.000. Algunos contactos hicieron que esos papeles llegaran al escritorio de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, pero la negativa que les devolvieron fue rotunda: "Esto es imposible, estaríamos violando todos los tratados internacionales que prohíben el trabajo infantil. Tenemos que frenar este tipo de situaciones". Sin embargo, esa respuesta no modificó su percepción sobre lo que sentían. Para Los Luneros, la vida del changarín que andaba con plata aún sigue siendo recordada como una de las mejores épocas que les tocó vivir.
Samuráis en la villa
Dos semanas después del triunfo de Gomeracho, la cita es en el Club de Campo La Martona, partido de Cañuelas. Esta vez el viaje es apacible y el terreno de juego parece un paisaje delineado por un pintor en éxtasis. La presencia de Esteban Gómez, el único de Los Luneros que hoy vive del golf y viene de estar en el puesto 26 del ranking de profesionales de la AAG, es un incentivo que le impone una nueva intensidad a la jornada. Apenas llegan, todos se ponen a calentar en el pequeño green de práctica. Los chistes van menguando y el ambiente comienza a impregnarse de una concentración que tendrá pocas fisuras durante el día. A pesar de que Gómez juega con un hándicap de cero –no se resta ningún golpe–, saben que no pueden darle ninguna ventaja.
La lógica del golf no reviste demasiadas complicaciones: llevar la pelota desde el tee de salida hasta el hoyo de llegada usando la menor cantidad de golpes posible. Pero esos golpes dependen no solo de la técnica, sino de que el jugador pueda volverse impasible frente a los impulsos emocionales. Un solo golpe puede determinar el partido, y cualquier pensamiento erróneo o sentimiento desestabilizador es un camino para que ese golpe arruine todo un día de jugar a la perfección. Para Los Luneros, mantenerse en la cima de su torneo resulta casi imposible.
–Nosotros tenemos una ley muy clara: el que gana tiene que bajar –dice Esteban antes de empezar el partido, esta vez sin bocinas, ni tampoco bombas de estruendo.
Para que esa ley se haga realidad, el presidente de Los Luneros tuvo que afinar el hándicap de cada jugador al extremo. En algunas ocasiones, Esteban Gómez llegó a terminar una cancha en menos golpes de los que hizo durante un torneo oficial que había ganado, pero con Los Luneros terminaba tercero o cuarto: varios de sus compañeros se restaban más de 30 golpes. Ahora Gómez va vestido con remera y gorra negra de Nike, pantalones largos beige y zapatillas blancas de golf. Camina en silencio, su cuerpo se torsiona como si fuese un tirabuzón humano y vuelve a su eje con naturalidad para dar el golpe de salida. Luego observa su tiro y camina. Estudia el terreno, golpea otra vez y vuelve a caminar. Entra en el green, sopesa su palo midiendo la distancia frente al hoyo y el ángulo del disparo, golpea con suavidad y deja la pelota adentro. Tres golpes y termina el asunto.
–Acá jugás contra vos mismo, contra tu interior. Tenés que estar siempre concentrado –dice Gómez antes de volver a su silencio de samurái.
Cuando comenzó a entrenar para volverse un profesional, a los 15 años, Gómez practicaba en una cancha de fútbol cerca de Ranelagh. Ponía una bandera cada vez más lejos y estudiaba cuál era el mejor palo para cubrir esa distancia. Su padre y su tío también habían emprendido el camino del profesionalismo, y después de algunos años logró entrar en el circuito. En ese entonces viajaba sin dinero a los torneos. Algunos amigos, y hasta a veces su caddie, le prestaban la plata necesaria para anotarse y comer algo, aunque no siempre podía hacerlo.
–A veces me llevaba a la pieza las frutas que me daban durante el partido, o me pasó de estar en Misiones y tener que tomarme una petaca a la noche para poder dormir y dejar de pensar en que no tenía plata para volverme. Al otro día jugaba mejor que nunca –recuerda mientras avanza con golpes feroces en La Martona, sorteando árboles inmensos–. Una vuelta tuve que vender un drive que me había regalado Ángel Cabrera, que empezó de caddie y ganó el abierto de Estados Unidos, para poder pagarme un torneo. Esa hambre de seguir a pesar de todo la traés desde chico.
A lo largo del partido, hay un mantra que rodea a Los Luneros y que decanta en una teoría esbozada por Alberto Capandegui, el viejo compañero de De Vicenzo: "Un chico de la villa tiene más posibilidades de llegar a ser el nuevo Tiger Woods que cualquiera de los que juegan en el country todos los días". Con esa certeza, dos de los integrantes del grupo apostaron hace unos meses a conformar una ONG para llevar el golf a las villas, "como una manera de sacar a los chicos de las drogas y para darles un deporte en el que pueden brillar". Todo se asienta en que, para Los Luneros, en esos territorios golpeados abundan las habilidades que se precisan en el golf: dejar que el cuerpo mande al golpear la pelota, pasar el tiempo que sea necesario con hambre sin que en la cabeza se disparen pensamientos negativos, tener la necesidad de convertirse en un campeón. Un Santo Grial forjado en sus propias vivencias.
Esta vez el hándicap no alcanzó y Esteban Gómez se lleva el partido. También elige el dinero antes que la copa. Y sus compañeros se lamentan por esa pelota en la que no pudieron mantener la concentración, ese único golpe que los separó de la gloria.
–El que era caddie tiene una seguridad, una confianza en sí mismo que es increíble. La mayoría de los jugadores, si ganan o pierden comen igual, viven igual. Pero para el que fue caddie no es lo mismo –dice Esteban Ehrlich antes de subir los palos a su camioneta–. Hay algo que nunca nos vamos a cansar de repetir, y que lo puede constatar cualquiera que sepa un poco de golf: los mejores jugadores siempre fueron caddies.