Acostada en el suelo, en una sala en penumbras inundada de incienso, María Eugenia Fuentes se concentraba en el sonido de los cuencos, tratando de alcanzar un estado de relajación y meditación. La música fue colándose por su cuerpo hasta depositar su mente en estado de vigilia, ese momento en el que se revela lo indomable de nuestros recuerdos. Entonces ella se vio corriendo en el campo, mientras a su lado aparecían, uno a uno, todos sus animales: su primer caballo, Soquete, una yegua vieja; perros, conejos y tortugas. "Fue muy loco porque entendí que son mi vida", dice María Eugenia, domadora natural de caballos, quien se abrió paso en un mundo (y un rubro) complejo para las mujeres y que eligió una forma de ejercer su actividad alejada de tradiciones aceptadas, muchas de ellas violentas, apelando a la conexión y entendimiento más que a la fuerza y a los golpes.
María Eugenia nació en General Acha, provincia de La Pampa, hace 38 años. Su papá, Néstor, se levantaba todos los días a las 4 de la mañana para ir a trabajar al campo y para ella no había mejor plan que acompañarlo. Trabajaba a la par de todos, montada en una yegua, Gina, con la que arreaba las vacas, iba y venía. En esa infancia signada por el horizonte como único límite, una enfermedad la colocó en un abismo. Tenía 6 años cuando le diagnosticaron una enfermedad que afecta la cadera, conocida como Perthés (una necrosis de los huesos que impide el desarrollo de la articulación), y el panorama se volvió sombrío. Según los médicos que la trataban, la esperaba un futuro en muletas.
Néstor le regaló entonces a Soquete y la historia de María Eugenia cambió de rumbo. "Era un caballo que no lo iban a llevar a domar, porque no era lindo ni muy manso", recuerda. Su vínculo con los caballos –profundo y real, amoroso y lleno de respeto– comenzó ahí. Soquete era un caballo reacio con todo el mundo, menos con ella. "Me esperaba a que apoyara las muletas y andaba todo el día arriba de él, conmigo se comportaba de otra manera y eso que yo era muy chiquita", cuenta.
Ese contacto signado por la inocencia funcionó como el inicio de una forma de relacionarse con los animales desde otro lugar, sin las prescripciones que marcan –a fuego– las tradiciones. María Eugenia entiende hoy, con la perspectiva del tiempo, que Soquete comprendía que ella podía verlo de otra manera, sin los prejuicios que había sobre él. "No creo que sea un don –se ataja–, sino una capacidad de ver las cosas desde otro lugar. La doma tradicional es violenta porque se parte de la idea de que el caballo no es inteligente y que los animales no tienen sentimientos, es lo aceptado. Yo siempre tuve otra sensación cuando me encuentro con los caballos", dice.
Esa experiencia inciática con Soquete fue clave. A pesar de su problema físico, María Eugenia podía montar un caballo al que los adultos temían. Sentir que podía frente a un animal de ese tamaño fue una ayuda emocional, una suerte de equinoterapia (de la que ella no sabía nada al respecto) intuitiva: "Los caballos me enseñaron a no prejuzgar; supuestamente no iba a poder hacer un montón de cosas por las muletas, pero pude hacerlas. El caballo no se podía domar, pero yo pude. Fueron y son mis maestros". Tras cuatro años en muletas, María Eugenia se recuperó, algo que no estaba previsto en los planes médicos que le auguraban operaciones complejas y dificultades para caminar de por vida. Supo, luego, que cabalgando se utilizan mucho los músculos de las piernas, casi tanto como cuando se corre.
"Está gorda la Gringa", dice María Eugenia mientras da un rodeo por el corral en la estancia La Carlota, partido de Exaltación de la Cruz, uno de los lugares donde ella brinda sus servicios de doma natural. Acompañada siempre por Toto, un labrador fiel y compañero, muy respetuoso con los caballos. Todos sus movimientos arriba de la yegua tienen una cadencia suave y ella no pierde nunca la sonrisa. Prueba algunos movimientos más y Gringa responde sin sobresaltos. María Eugenia contará después que esta yegua llegó a sus manos muy complicada, tras haber prestado sus servicios en el polo, pero que hoy puede montarse para dar un paseo por el campo sin temor a que pierda los estribos.
"Es un trabajo súper personal", explica. Cuando a María Eugenia la llaman para domar, no hay animal que llegue sin etiquetas o comentarios del estilo "este caballo hace tal cosa, es malo". Sin embargo, ella no tiene en cuenta nada de lo que dicen. "Yo voy a ver lo que me dice el caballo directamente y siempre es distinto a lo que te cuenta el que te convoca: quiero ver qué pasa desde su alma, desde un lugar espiritual –continúa–. Dicen que los caballos reflejan tu alma, te dicen quién sos; entonces, cuando vos sos una persona consciente, te despojás de los prejuicios y no ponés en el otro algo que tiene que ver con vos, y el caballo te responde", revela.
Es cierto. La doma es una disciplina tan antigua que la receta cambia según el intérprete. Para ella los caballos se pueden domar de infinitas maneras, pero lo mágico de esta disciplina es lograr que un animal que no habla nuestro lenguaje entienda lo que se le pide, en base a una conexión por momentos indescriptible. "Tenés que estar conectada con él, olvidarte de todo lo que te rodea. Si vos llegás con tus problemas, el caballo reacciona distinto", advierte.
Su teoría sobre la doma es una mezcla, en partes iguales, de su larga relación con el mundo ecuestre y una buena dosis de formación académica, aprendida a los ponchazos. "En un primer momento, era experiencia pura, no podía poner en palabras lo que me pasaba", revela. Al terminar la secundaria, María Eugenia sabía que quería dedicarse a los caballos, pero no sabía cómo. Decidió estudiar veterinaria. Armó el bolso y dejó General Acha para mudarse a La Plata. Fueron tres años hasta que entendió que por ahí no iba la cosa. En el marasmo confuso de la adolescencia, ella tenía clara una sola cosa: si iba a dedicarse a la doma, no sería a la doma tradicional. Así conoció a Martín Hardoy, creador de la doma racional. María Eugenia dejó la carrera y se mudó a la Ciudad de Buenos Aires, con la idea de aprovechar cuanto curso hubiese y justificar, también, su estada lejos de casa. Pronto se incorporó en el Hipódromo como ayudante y conoció a Anahí Zlotnik, una veterinaria que hace homeopatía para caballos. "Con Anahí aprendí muchísimo del comportamiento de los caballos, íbamos al hipódromo para trabajar con caballos que tenían problemas, les hacíamos masajes y relajación, y pronto veía cómo mejoraban su aspecto físico y emocional", recuerda.
Fue un momento de búsqueda voraz, con la misión (todavía inconsciente) de completar su formación, darle un marco de entendimiento a lo que ella sentía con los caballos. Tan intensa fue esa búsqueda que de repente no encontró nada más que hacer en la Argentina. Buscó entonces en España, pero la traba económica alejaba ese sueño. Escribió a las hípicas, una por una, hasta que recibió una respuesta: la invitaban a participar de los encuentros formativos a cambio de trabajo. Era 2006 y María Eugenia, la joven de General Acha, domadora de caballos y prejuicios, se embarcaba en un avión rumbo a Barcelona. "Fue una experiencia espectacular –resume–. Allá apareció Oscar Scarpati, con quien yo había hecho el curso de doma india; después llegó Lucy Rees, una etóloga que escribió unos libros que yo había leído. Había visto unos videos de un mexicano que hacía doma natural, y también apareció por la hípica. ¡Se juntaron todos mis referentes!", cuenta. En Barcelona, entendió que quería dedicarse a la doma tiempo completo. Al sentido común, formado tras años de relacionarse con los caballos, le había sumado un robusto cuerpo teórico.
Al regresar al país, su padre le ofreció armar un pequeño centro de doma en el campo de General Acha. Ella sintió el vértigo de enfrentarse a todas construcciones que podían perjudicarla por ser… mujer. "Yo pensaba, ¿quién me va a dar los caballos a mí para domarlos? No conocía a otra domadora mujer. Mi papá es un genio, hizo lo que tenía que hacer y jamás me marginó". Enseguida le cayeron 18 caballos. "Todos con problemas", ríe. Entre ellos, había un caballo que su papá había vendido y que estaba etiquetado como violento. Los petiseros pasaban y le contaban a María Eugenia cuántas veces lo habían palenqueado como castigo. Ella, en cambio, miraba al Alazán y se daba cuenta que lo que le faltaba era entrar en confianza: podía percibir la violencia que había sufrido. Poco tiempo después, Alazán andaba con un bozalito, tranquilo, saltaba y se dejaba montar, para sorpresa de todos.
"El caballo es duro de boca, es flojo de cincha", suelen decirle cada vez que le acercan un animal. "Siempre es el otro, pero no se mira qué le pasa a uno", insiste ella. "En realidad, esto se trata de aprender a mirarte vos mismo, hacia adentro. Siempre se puso en el caballo que era tal cosa, pero no en lo que estaba haciendo mal el domador. Si ese proceso de cambio no opera a cada uno, es difícil que funcione. Esto es como ir al psicólogo todos los días, pero mejor. Es hacer terapia en otra sintonía, en otro lenguaje –explica–. "El lenguaje de los caballos es corporal y saben qué nos pasa porque nos ven: acorde a la postura y el nivel de energía, el caballo responde. Si subís, él sube; si bajás, baja. Yo llego al corral y me presento: ‘yo soy esto, a ver quién sos vos’. Cuando me muestra su personalidad, ahí decido cómo encarar el trabajo. Los dos somos uno. Es mágico".
Mientras el prestigio de María Eugenia crecía en la zona, más propuestas comenzaron a llegarle con nuevos desafíos, como el de criar caballos cuarto de milla. Todas las semanas, a bordo de su Citroën 3CV blanco, modelo 86, recorría los 14 kilómetros de tierra que la depositaban en el Haras Don Carlos, donde finalmente le propusieron un trabajo fijo y la posibilidad, incluso, de competir. Fueron cuatro años de mucho viaje por la Argentina, Estados Unidos, Brasil, hasta que comprendió que la competencia –si bien no le iba mal– no era algo que la llenaba y que, un poco, la padecía.
María Eugenia comenzó entonces a asesorar como domadora. Dos campos en Paraguay le dieron la posibilidad de desplegar sus conocimientos, mientras mantenía clientes vinculados al polo en la Argentina. Durante dos años, trabajaba 20 días en el país limítrofe, donde tuvo que sobreponerse (otra vez) a los prejuicios que dominan en el ambiente. "En Paraguay fue duro, el calor, la gente, básicamente los hombres… Me pasó que, cuando me iba, agarraban los caballos y los cagaban a palos. Gente que se ponía violenta, les molestaba que fuera mujer. Imaginate que me llevaban a mí a formar domadores, donde había gente que había domado toda la vida", cuenta.
Paraguay fue un corte, un aprendizaje. Entendió que estaba en un punto en el que tenía que decidir con quién trabajar, elegir a las personas adecuadas y dispuestas a incorporar lo que ella tiene para ofrecer: un modo diferente de encarar la doma. "Es cierto que cuando algo te apasiona, te pasás de rosca, viajás, dormís en cualquier lado, te aguantás cosas que de otra manera nunca te aguantarías, pero yo ya hice mi experiencia. No tengo que convencer a nadie, si me llaman, ya saben cómo trabajo", enfatiza. Para ella es importante que quien la elija como domadora, sepa que tiene que formar parte del proceso, experimentar juntos, entrar al corral y conectarse con su caballo. "A partir de 2014 empecé a trabajar con la gente que yo quiero, soy mamá de India, son otros tiempos y priorizo mi tranquilidad y el tiempo con mi hija", dice.
Ese prestigio ganado es reconocido, también, en el ambiente ecuestre, donde María Eugenia es una referente en el amanse natural, convocada –por ejemplo– para disertar en la próxima edición de Nuestros Caballos, que se llevará a cabo en La Rural (aún a confirmar la fecha). Ella estará en el Congreso Equino, en dos jornadas completas, como especialista destacada a nivel nacional e internacional. "Los caballos son y serán mis grandes maestros, la idea siempre es poder compartir experiencias y que cada vez más personas puedan llegar a la vida de ellos para ayudarlos y que nuestra intervención sea de lo más consciente y llevadera posible hacia ellos", dice acerca de lo que pretende divulgar.
Más allá de los reconocimientos, su lugar está en el campo, en las recorridas que arrancan bien temprano, con la tibieza del verano y los fríos crudos del invierno. No hay mañana en los que ella no agradezca la posibilidad de estar haciendo lo que le gusta. Como por ejemplo ahora, cuando encara la tropilla en La Carlota y silba, captando la atención de una variada gama de razas que deambulan a campo abierto. Árabes, criollos, incluso hasta caballos recuperados del maltrato animal, se rinden a sus encantos. Ella los monta y ellos la respetan. Es tal la conexión que María Eugenia habla de "equilibrio" y del ingreso a un mundo paralelo, donde el tiempo y el espacio están signados por una relación extrasensorial. Si pasa una semana sin montar, sabe, con seguridad, que sobrevendrán días de dolores en el cuerpo. "Yo pienso como caballo", dice. Y no quedan dudas de que eso es así.
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