
Mario Bellatin se depoja de todo
El gran autor mexicano acota su escritura hasta límites extraordinarios y dice que hace todo lo posible “por hacer desaparecer” la lengua de sus textos. Practica el sufismo y ha lanzado al Ganges la prótesis de su brazo

Nació en 1960, a comienzos del Boom Latinoamericano con el que 30 años más tarde rompió, entre otras cosas, por considerar que “la escritura debe estar por encima del autor y sus circunstancias”. Hay mucho de eso en su obra: la búsqueda de lo propio. Como su forma de narrar. De entender la escritura. O de mirar a cámara, de frente, como lo hace desde la foto blanco y negro de su Facebook, cubierto con una ruana oscura de la que solo sobresalen su cabeza rapada, el rictus reforzado por la barba rala de algunos días y, sentado sobre sus piernas, un hermoso perro de pelo largo que mira hacia arriba. Ama a los perros, tanto que a los 10 años escribió su primer libro movido por ese amor, y en sus historias, siempre hay animales. En esa foto no se nota –por la ruana–, pero todos lo saben: el escritor mexicano, hijo de padres peruanos, nació sin su brazo derecho. Es el propio Bellatin quien se define como un “mutante” más que como un “accidentado”. Esa forma de entender está en su escritura. Como ese aire de monje que le da la práctica del sufí, una disciplina que proviene del Islam asociada a la vida espiritual. También su recorrido: estudió en el seminario Santo Toribio Mogrovejo y luego Comunicación en la Universidad de Lima. Una beca lo llevó también a estudiar en la Escuela de Cine de San Antonio de Los Baños, Cuba, y fue allí donde entendió que sería escritor “a tiempo completo”.
Por estos días se publica en la Argentina Salón de belleza (Alfaguara), considerado por críticos y escritores como uno de los 100 mejores libros de los últimos 25 años. Es la edición definitiva de su novela original de 1994 y la historia de un joven que maneja un salón repleto de peceras, con ejemplares únicos que él se encarga de cuidar. Un giro –narrativo– transforma el espacio en un centro donde la gente se interna para morir. Y el salón pasará a ser “este Moridero que tengo la desgracia de regentar”, dice el narrador del que nunca se sabe el nombre. Es un libro sobre la pérdida de la belleza, el deterioro del cuerpo, la soledad y la muerte. Entre sus títulos más leídos están Efecto invernadero, Damas chinas, Perros héroes, Obra reunida. En la última Feria del Libro de Guadalajara, presentó junto al ilustrador argentino Liniers, Bola negra, un libro coeditado entre ambos.
Salón de belleza comienza hablando de la belleza y el trabajo, pero luego se instala la muerte. ¿Cómo pensaste ese pasaje en un escenario tan singular?
Precisamente ahora escribo un libro donde se detalla la llegada a México de un combatiente fascista derrotado, que instala un salón de belleza que deviene un moridero. El dueño del salón justifica la presencia de la muerte en un espacio semejante, dedicado originalmente a otro asunto, porque se encuentra viviendo en una sociedad que no comprende –con una relación endémica con la violencia–, y asume esa transformación también como una suerte de expiación de culpas por haber formado parte de los Camisas Negras; por haber sido hijo de una mujer de la calle; por haber alimentado a un soldado alemán –acción que lo llevó a sufrir escarnio público después de la derrota–, en fin, una serie de motivos por el cual trata de explicar aquel cambio tan brusco que se produjo en su local.

En el libro es muy interesante el trabajo con el lenguaje, como por ejemplo, la búsqueda de la palabra Moridero. ¿Cómo la encontraste?
Es un término que proviene de los tiempos de las grandes pestes, de aquellas que han acompañado y acompañarán la Historia de la Humanidad. En Occidente comenzaron a conocerse, en la Edad Media, los lugares propicios para morir cuando se estaba seguro de cuál iba a ser el desenlace final de los afectados. En la ciudad India de Varanasi existen de antiguo. Incluso hoy algunos aún siguen vigentes, y lo utilizan los peregrinos que han jurado desde siempre morir en ese lugar sagrado a orillas del Ganges y su llegada no coincide muchas veces exactamente con el momento del desenlace fatal: tengo conocimiento de que en esos lugares se utilizan ciertos métodos para que la cita se cumpla lo más pronto posible. Incluso cuando estuve deambulando por aquella ciudad, algunos creyentes del hinduismo me sugirieron que aprovechase mi visita a ese lugar –al cual no todos los creyentes tienen medios para llegar– y adelantase mi muerte allí. A lo único que me atreví fue a arrojar la prótesis ortopédica que me acompañaba desde niño, y debo admitir que significó una gran liberación: yo sabía que por ser mutante y no un accidentado no debía ser portador de ese miembro postizo [solo a veces utiliza ganchos diversos o nada], pero había sido tal el empecinamiento por hacérmelo llevar desde que tenía muy pocos años de edad que yo había desarrollado una relación psicológica inquebrantable con aquel elemento, una relación que me dañaba, que me convertía en un verdadero baldado –la prótesis iba en contra de mis habilidades naturales– por que obedecer de alguna manera ciertos preceptos de una religión tan lejana a nuestras tradiciones, hizo posible una cura importante en mi vida.
Los peces tienen un lugar muy especial en la narración, en momentos significativos, ¿por qué fueron peces y no otra cosa?
En un principio la idea era solo hablar de peces, de la obsesión por criarlos y observarlos dentro de una realidad con sus propias reglas. Cuenta de un mundo que, de la misma manera cómo está pensado el libro, sea regido por las reglas de verosimilitud que la obra va creando. En ese primer momento, la presencia de los huéspedes iba a aparecer solo de manera velada, esporádica, logrando con eso que el lector no tuviera una certeza, sino que únicamente sospechara que algo fuera de lo normal estaba ocurriendo. Peces porque, al igual que los huéspedes del salón, se trata de seres vivos confinados sin posibilidad de escapatoria.
En relación a tu forma de contar, si la lengua es algo vivo, dinámico, ¿cuál es el lugar de la narración frente a esto?
Estoy haciendo todo lo posible, aunque sé que es un absurdo, por hacer desaparecer lo más posible la lengua de mis textos. Su presencia constante me molesta, entorpece el fluir de las construcciones que pretendo lograr. Tengo especial aversión al idioma en el que debo escribir. Aparte de sentirlo ampuloso y recargado es el que utilizo de manera cotidiana para comunicarme. Me gustaría más un instrumento exclusivo y no uno de uso común. Quizá por eso lo que el lector encuentre en mis libros no sea sino los restos de una batalla, los residuos de un proceso. Tal vez por eso pretendo siempre que gane el silencio, lo no dicho.

En 2001, Bellatin creó la Escuela Dinámica de Escritores, que funcionó durante 10 años. Dice ser un escritor que solo escribe. “Puede sonar absurdo a primera vista, pero si uno mira alrededor vemos que eso no ocurre en la mayoría de los casos”. Cree que la literatura se abastece a sí misma, que no precisa de otras áreas del arte. Sin embargo, “el escritor a veces necesita acudir a otras áreas –¿el sufismo quizá?– para entenderse a sí mismo como escritor”. Su prosa es hipnótica, una vez que se entra, no se puede soltar. En lo que ficciona, en lo que dice, él es siempre un contador de historias.
En la Escuela Dinámica de Escritores los alumnos aprendían a “escribir sin escribir”, ¿cómo sería?
R En realidad no aprendían nada, quizá solo a estar y aprovechar la mayor cantidad de cruces de ideas posibles. Lo de escribir sin escribir es un término con el que trato de situar mi propia escritura. No estoy seguro de lo que es, pero intuyo que tiene que ver con el deseo de dejar una marca utilizando un instrumento mediador –una máquina de escribir, una computadora, un iPhone–, y el escribir sin escribir propiamente dicho tiene que ver con el trabajo de desescritura constante que realizo con los textos que estoy haciendo. Nunca me siento más escritor que cuando voy deshaciendo todo lo escrito hasta dejarlo solo en una suerte de estructura mínima, de carácter de andamio casi, donde me gustaría que cada lector reconstruya su propio libro.
En 1987 estuviste en la Escuela de Cine (Cuba). ¿Qué representó en tu obra el paso por allí?
En verdad, para lo que fui a esa escuela fue para ver infinidad de películas, una tras otra. Recuérdese que aquello ocurrió en una época en la que el cine de autor no estaba al alcance de cualquiera; muchas veces teníamos que hacernos una idea de las películas que nos podían interesar a través de los testimonios expuestos en los libros de crítica o historia del cine. Yo miré, asombrado, infinidad de films que se abrían ante mis ojos en un esplendor que muchas veces no había imaginado. Aquel fue un proceso algo demencial: tratar de ver la mayor cantidad de películas por día, sin casi darme tiempo para comer o dormir. Sin embargo, cuando reparé que me encontraba en una escuela, confinado con otros estudiantes, decidí abandonar la institución llevado por un sentimiento de claustrofobia y traté de llevar, allí en Cuba, la vida de un ciudadano más. Conocía ya para entonces a una serie de escritores, con quienes preferí compartir la existencia cotidiana en lugar de la convivencia un tanto artificial que se creaba dentro de aquella escuela, que se encontraba aislada en medio del campo. Fue en ese país donde decidí ser escritor de tiempo completo. Pero volviendo a la posible influencia del cine en mi trabajo, me parece que en los libros hay algo semejante a la manera como se suelen editar las películas. Me gusta construir para mí mismo la idea de que las estructuras tienen que ver más con maneras de armado cinematográfico que con las propias de la literatura. Una manera inocente de constatarlo ocurre cuando advierto que la lectura de la mayor parte de mis libros dura lo que una sesión de cine.
A los 10 años escribiste un libro sobre un perro. ¿Cómo eran los días de ese niño que escribía?
Días tristes por lo general. Yo había nacido en México; aquí aprendí a hablar y a leer. Y de pronto fui llevado por mi familia a una ciudad bastante gris y sórdida como Lima. El primero en resentir el cambio fue mi cuerpo, apenas llegué empecé a experimentar espantosos ataques de asma, que me obligaban a soportar los efectos secundarios de las medicinas de la época durante buena parte del día. No entendía bien lo que sucedía a mi alrededor, intenté buscar refugio en los animales, pero en casa de mis padres estaban prohibidos, quizá por eso inventé mis propios perros de ficción. Era un texto ilustrado, recuerdo, donde describía las razas de perros que conocía, los oficios de los perros de la época y algunas historias un tanto dramáticas de amos salvados por sus perros o de perros que recorrían cientos de kilómetros para reencontrarse con sus amos. No fue bien recibido en el ambiente familiar, pienso principalmente porque un niño de mi edad estaba destinado o a jugar o a ser buen alumno en la escuela, actividades ambas en las que era un verdadero fracaso. Destinado a hacer lo que los demás, donde no estaba contemplado que mi único interés era enfrentarme a diario con una antigua máquina de escribir.
Se dice que cada escritor trabaja sobre sus propios fantasmas, ¿cuáles serían los tuyos?
Creo todos los libros no se tratan sino del mismo. Porque creo que mi historia, personal incluso, trata de una escritura, de la búsqueda de una manera propia de expresar el mundo. Quiero creerme la falacia que nadie lo ve como yo. Deseo que en todas las obras, independiente a lo que expresen, se evidencie el mismo tipo de marca, de distinción. Y al mirar en su conjunto los textos publicados, advierto que de alguna manera existe una relación interna entre ellos, que tal vez sólo yo perciba, que hace que me presenten como un solo libro, quiero pensar que infinito.