Coronavirus: Distanciamiento social versión siglo XIX
El 17 de noviembre de 1884, cuando en Buenos Aires los extranjeros eran dueños de 18.500 propiedades (12.360 eran de italianos) y solo 1500 pertenecían a argentinos, y cuando solamente 870 de las 3983 cuadras de la ciudad eran empedradas, LA NACION publicaba una nota en la que daba a conocer la llegada de un enfermo de fiebre amarilla. Era un fogonero de apellido Vergara, que viajaba a bordo del vapor español Solís. Venía de Marsella y había hecho escala en Río de Janeiro. El artículo consignaba que "a las 7.30 PM, el presidente del Departamento Nacional de Higiene, doctor Pedro A. Pardo, recibió la visita del doctor J. Carlé, médico director del Hospital Español, que le comunicó que existía en el citado hospital un enfermo sospechoso (...). Informado el intendente municipal hizo reconocer al enfermo por la Asistencia Pública, cuyo director Dr. José María Ramos Mejía le ordenó lo internara a seis u ocho leguas de la ciudad y de la costa. Se colocaron guardias de vigilante (sic) en las puertas del Hospital Español impidiéndose la entrada y salida del establecimiento, trasladándose ayer a las 12.30 al enfermo a un terreno del Sr. Aldao, llamado Los Olivos, situado a espaldas de la quinta de Casares y próximo a los hornos del Sr. Francisco Marditich".
Así, según cuenta Federico Pérgola en su exhaustiva Historia de la medicina argentina (Eudeba, 2014), se daría pie a la primera casa de aislamiento (¿les "suena" esta palabra?) del país: la quinta de Leinit, situada en Paraguay y Azcuénaga (muy cerca de la actual Facultad de Medicina de la UBA).
Aunque resulte extraño, en esta época de viajes espaciales, fotos de agujeros negros, trenes de alta velocidad, internet y, pronto, vehículos autónomos, entre otras maravillas tecnológicas que dejan sin aliento, los sistemas sanitarios tuvieron que echar mano de una antigua receta que viene ensayándose desde antes de que se conociera la existencia de los microbios.
En su obra, Pérgola explica que cuando todavía se creía que las enfermedades se transmitían por "miasmas de aguas estancadas", por tormentas, guerras o cataclismos, ya se había concebido esta medida para evitar epidemias. Aparentemente, los antecedentes se remontan a 736, cuando San Othmar destinó alojamientos especiales cerca de la abadía de St. Gall. En 757, asegura el autor, Pipino El Breve, y en 786 Carlomagno promulgaron edictos para la atención de enfermos en casas particulares.
Es curioso que el origen de esta práctica se remonte a una fecha exacta: el 17 de enero de 1374, cuando el vizconde Bernabó, de Reggio, localidad cercana a Módena, promulgó un decreto para evitar la introducción y la diseminación de la peste que imponía un período de observación de 10 días. Escribe Pérgola: "Establecía que el enfermo debía ser trasladado de la ciudad al campo para sanar o morir. Se designaba un encargado de su atención sanitaria que no podía -bajo la amenaza de las más severas penas- delegar sus funciones y que debía permanecer incomunicado con el enfermo durante el mismo tiempo. No cumplir con estos requisitos, que comprendían a todos los involucrados, era causa de pena de muerte o confiscación de todos los bienes".
Más tarde, en 1377, el lapso de 10 días sería extendido a 30 días. Y casi una década después se establecieron los 40 días de aislamiento. Desde entonces, se adoptaría la palabra "cuarentena" para aludir al aislamiento del enfermo infeccioso o de aquel que hubiera estado en contacto con enfermedades transmisibles.
Por si sirve de consuelo, ¡hasta Armstrong, Collins y Aldrin tuvieron que estar en aislamiento! Fue al regresar de su viaje a la Luna, en 1969, y para prevenir la introducción de microorganismos extraterrestres. Apenas un mal menor que debieron soportar después de haber visto cosas que ningún humano había divisado nunca.