En su casa en Punta del Este, la nieta mayor de la “Dama del Cemento” le rinde un cálido homenaje y revela anécdotas que pintan en cuerpo y alma a una de las empresarias más poderosas y emblemáticas de Argentina, que el 15 de agosto hubiese cumplido 100 años
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Para muchos fue la “Dama del Cemento”, la empresaria más rica y poderosa de Argentina, avasallante y empoderada, en una época en que este término no se usaba. Pero para Bárbara Bengolea (54), su nieta, Amalia Lacroze de Fortabat era simplemente Mema, una mujer (madre, abuela y bisabuela) que vivía pendiente de su familia. “El pasado 15 de agosto, hubiese cumplido 100 años y qué mejor forma de homenajearla que a través del recuerdo y del cariño. A ella le hubiese gustado”, le dice a ¡HOLA! Bárbara mientras hilvana anécdotas que la pintan en cuerpo y alma.
–¿Cómo era tu abuela en la intimidad?
–Para mí Mema fue todo, era la mejor abuela del mundo, muy presente. Mamá (Inés de Lafuente) era hija única, se casó muy chica y lo tuvo a mi hermano Alejandro a los 20 (murió en abril de 2015, a los 50 años, víctima de cáncer) y a mí a los 22, pero cuando yo tenía un año se separó de papá (Julián Bengolea). Entonces mi abuela siempre estaba muy presente en el núcleo familiar, al tanto de todo. Cuando llegaba de visita siempre quería estar con ella, me cuidaba como una madre. Y eso jamás cambió, ni siquiera cuando murió mi abuelo, que ella se hizo cargo de Loma Negra. Yo entonces tenía 9 años.
–¿Cómo era tu mirada de esta abuela empresaria, mujer de negocios?
–Si estaba reunida con David Rockefeller y yo la llamaba, en lugar de decirme que me llamaba después, me respondía: “Hola, estoy con David, contame…”. [Se ríe]. Siempre nos ponía primero, nos incluía en todo. La acompañábamos cuando recibía o entregaba algún premio, cuando hacía donaciones, cuando visitaba hospitales... Mis abuelos hicieron Villa Alfredo Fortabat, donde construyeron casas para todos los obreros de la fábrica y había jardines de infantes. Todos los años, desde que nací hasta que se vendió la compañía, íbamos a la fiesta de fin de año del Hogar Infantil, donde entregaban mochilas a los chicos que egresaban. Mi recuerdo es estar siempre ahí, con mi hermano Ale, sobre el escenario. Compartimos toda esa vida de empresa desde otro lugar.
–¿De dónde viene el sobrenombre Mema?
–Así la bautizó Alejandro cuando tenía 2 años. Primero lo bautizó al marido de mi abuela, a Alfredo Fortabat (1894-1976), que nosotros lo considerábamos un abuelo. Él era Tatá para nosotros.
–¿Cuál es tu recuerdo más entrañable con ella?
–Hicimos muchos viajes juntas, y de los tres hermanos [habla también de su hermana menor, Amalia Amoedo] yo era la que más viajaba con ella. Por ejemplo, cuando se compró la casa en Grecia nos fuimos las dos solas a ponerla y decorarla. Pero también recuerdo esos momentos cotidianos de tirarnos juntas en su cama y hablar de todo.
–¿Hablaban de amor?
–¡De todo! Era gracioso porque por ahí me llamaba y yo le decía: “Mema, te tengo que dejar porque estoy entrando al psicólogo”. Y ella me preguntaba: “¿Vas al psicólogo? ¿Pero qué problema tenés?” [Se ríe]. Yo estudié astrología, algo en lo que ella no creía, pero era muy abierta y no me juzgaba. Mema era muy romántica, África mía era una de sus películas favoritas al punto de haberla visto miles de veces y saberse de memoria los diálogos. Yo siempre le regalaba cositas con forma de corazón, y cada vez que la veía, se las ponía. Lo mismo hacía con lo que le regalaban Ale o Ama. Era muy humana, bastante transparente y muy solidaria. Si iba en el auto y alguien en silla de ruedas se acercaba a pedir, ella paraba y le daba. Muchas veces, incluso, le preguntaba qué necesitaba. Y si le decía una casa, se la regalaba.
–Con este nivel de complicidad que tenían, ¿cómo fue cuando le presentaste a tu marido, Esteban “Teddy” Ferrari?
–Creo que fue en Punta del Este y ella de entrada fue un amor, Teddy siempre le cayó bien. Antes le mostré una foto y me dijo: “¡Pero es igual a Julián Bengolea!”. Nos reímos porque era cierto, en ese momento Teddy tenía algo de papá... Después, cuando nos casamos, participó en todos los preparativos junto a mamá. La fiesta fue en su quinta de San Isidro, pusimos una carpa y la decoró como si fuera su casa, con cuadros y todo. Estaba divina. Para entrar a la iglesia, yo había elegido el tema “Carrozas de fuego”, de Vangelis, y a ella no le parecía. Yo era dócil pero entonces me planté. Y finalmente quedó tan fascinada con el tema que después iba a todos lados escuchándolo.
–¿Alguna vez te pesó ser su nieta?
–Más que pesarme, no me gustaba que la mirada de los demás estuviera condicionada por ser la nieta de… Pero eso no se puede manejar. Y con el tiempo pude integrar que también soy la nieta de Amalita. Paradójicamente, después de dejar Loma Negra, hice un camino de terapias alternativas donde muy pocos sabían de nuestro vínculo.
–¿Cómo fue trabajar en Loma Negra?
–Fue una etapa lindísima. Estudié Administración de Empresas, aunque dejé antes de terminar para poder empezar a trabajar en la empresa a los 23 años. Primero recorrí todas las áreas para aprender y era parte del comité ejecutivo, que también estaba integrado por Ale. Después me hice cargo del área de Comunicaciones Corporativas. Cuando Alejandro fue gerente general hicimos un plan de transformación en las comunicaciones internas y externas con los medios locales. Era una empresa fundada en 1926, muy paternalista y bastante verticalista, así que Alejandro empezó a modernizar el estilo de gestión. En 2002, cuando él se fue, yo también me fui de la línea, de la parte operativa. Ahí empecé con el yoga, fui instructora muchos años, y ese camino me llevó a ser hoy terapeuta corporal bioenergética.
–¿Con qué tuvo que ver ese cambio?
–Siempre tuve temas con la alimentación, con el sobrepeso, y a raíz de eso empecé con las terapias que incluyen al cuerpo. Desde los 18 empecé a subir y bajar de peso. Con el tiempo entendí que el sobrepeso había sido mi forma de sentirme protegida y poco expuesta. A raíz de eso empecé a trabajar la integración. Para mí la psicología tenía sus limitaciones, entonces incursioné en terapias que incluían al cuerpo y a las emociones dentro del proceso terapéutico. Todas esas formaciones son vivenciales, te hacen pasar a vos por la experiencia para después poder ponerte al servicio de otras personas. Así que empecé por mí, para integrar y sanarme.
–¿Qué estudiaste específicamente?
–Soy terapeuta corporal bioenergética, estudié en la Bio Escuela con Norma Litvin, hice el instructorado do de Yoga intensivo en Arizona y en Yoga Kai, también Healing with Hands en Barbara Brennan School, en Estados Unidos. Paralelamente me recibí de astróloga y también certifiqué como coach en Newfield Network, la escuela de Julio Olalla, en Chile. En el Coaching encontré la disciplina ideal para reunir todo lo que había estudiado. Ahí me puse a trabajar en la escuela de Coaching Protagonista del Cambio y ahora lo hago en forma externa. El coaching es una forma de vida, la misión de mi alma es acompañar a las personas en su crecimiento personal.
–¿De qué manera específicamente?
–Hago Life Coaching. Mi enfoque es integral y considero al ser humano en todas sus dimensiones. La frecuencia de los encuentros varía según la necesidad de cada persona, pero siempre incluyen, además de la charla, ejercicios corporales porque el cuerpo tiene mucha información. El año pasado me mudé a Punta del Este, así que a pesar que desde que murieron Mema, Ale y mamá tuve que dedicarme a mis cosas personales, sigo atendiendo por Zoom.
–¿Cómo es tu vida allá?
–Estoy feliz. Nos mudamos a una chacra en La Barra, me encanta la naturaleza, y nos vinimos solos con mi marido. Mis hijos (Marcos, 28; Tomás, 26; Ignacio, 24) se quedaron en Buenos Aires, pero a los pocos meses el del medio se fue a Estados Unidos por trabajo, el menor, a Milán y el más grande se quedó en Argentina a cargo de negocios familiares.
–¿Qué tal te resulta esta etapa del nido vacío?
–Vamos a cumplir 33 años de casados, se viene una nueva etapa pero vamos bien. Por lo pronto, ¡sobrevivimos a la pandemia! [Se ríe].
–Recién hablabas de tus hijos. ¿Cómo la recuerdan a Amalita?
–¡La amaban! Mema era muy presente con ellos también, nos íbamos de vacaciones juntos, a veces alquilaba un barco en el verano y se iba a pescar con ellos... Cuando murió, Marcos tenía 19 años, por lo que que disfrutaron a su bisabuela bastante tiempo. También la recuerdan a través de cuentos y está muy presente en los lugares. Ella tenía un campo en Luján que me lo dejó a mí y cuando vamos, siento que está en cada rincón. Mis hijos también son miembros del Consejo de Administración del Museo y Fundación Fortabat y participan de la estrategia. Me encanta y me emociona cuando los escucho reconocer la obra que ella hizo y quieren que continúe su legado, preservarlo.
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