A causa de una dermatitis atópica, durante años vivió entre brotes, insomnio y aislamiento social; hoy estudia Medicina y habla de su experiencia con una mezcla de sinceridad, alivio y orgullo
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¿Cómo se vive cuando la propia piel se convierte en un límite? La dermatitis atópica es una enfermedad inflamatoria crónica -es decir, que no se resuelve, sino que se prolonga por meses o años- que, aunque muchos tildan de superficial, va mucho más allá de lo físico: altera el sueño, condiciona la vida social y erosiona la autoestima. Stefano, de 21 años, diagnosticado con esta patología a los dos, puede dar fe de ello.
Oriundo de la ciudad bonaerense de Balcarce e hijo de farmacéuticos, se crio en una casa donde el lenguaje cotidiano eran los remedios, los prospectos y las consultas médicas. Su historia es la de miles, y refleja lo que muchos de aquellos que lidian con esta condición sienten o sintieron en algún momento de su vida: incomodidad, vergüenza, frustración, insomnio y aislamiento.
“Desde que tengo conciencia, esta enfermedad es parte de mi vida. Mi mamá siempre recuerda que desde muy chiquito las consultas médicas eran constantes. Había picazón, enrojecimiento y lesiones en la piel, sobre todo en brazos, piernas y cuello. Era imposible no notarlo. Los médicos recomendaban cremas, antihistamínicos o fototerapia, pero nunca teníamos una solución completa. Era como pelear contra algo que siempre volvía”, cuenta.
La piel como campo de batalla
Su infancia estuvo atravesada por los brotes. Iba al club, jugaba al rugby y al fútbol, pero cada verano la pileta se convertía en un lugar incómodo: “Tenía vergüenza de mostrarme con los brazos rojos o con los ojos hinchados. Mis amigos más cercanos lo naturalizaban, pero cuando aparecía gente nueva las preguntas eran inevitables: ‘¿qué te pasó?’, ‘¿por qué estás así?’“, recuerda. Preguntas que, aunque lejos de ser malintencionadas, le generaban mucha ansiedad.
Lejos de afectar solo la piel, la dermatitis atópica desencadenó en Stefano alergias respiratorias y oculares, con episodios de asma y despertares nocturnos constantes. “Dormir era difícil. Estudiar también: intentaba leer y estaba todo el tiempo rascándome. Era automático. Eso te irrita, te agota, te cambia el humor”, explica anecdóticamente, aunque con un dolor que persiste en el recuerdo de su experiencia.
La adolescencia, etapa de plena socialización, desarrollo y descubrimiento personal, se convirtió en un campo de batalla contra él mismo, en el que tenía que elegir los momentos de exposición metódicamente.
“A los 15, edad de cambios constantes y millones de pensamientos, fue cuando me vi más afectado. Cuando más expuesto a la gente estaba y, paradójicamente, cuando más brotes recurrentes tenía”, relata. “Faltaba a muchos encuentros porque me sentía incómodo, porque me daba vergüenza mostrarme. Me perdí cosas importantes, eventos que marcan a cualquiera. Sentía que la enfermedad me estaba aislando”.
Los tratamientos no ayudaban a sostener la esperanza. Pasó por fototerapia, antihistamínicos, desensibilización con inyecciones, cremas y medicamentos tópicos varios. Nada lograba frenar los brotes. “En un momento me cansé de los médicos: era escuchar lo mismo y repetir lo que ya había fallado. Era como una cinta repetida: probar algo, ilusionarme, frustrarme. Parecía no haber salida”, admite.
La luz al final del túnel
El punto de inflexión llegó a los 17, cuando un inmunólogo de Mar del Plata le propuso un tratamiento innovador que podía marcar una diferencia real. “Al mes de empezar, ya notaba la piel sin lesiones. Fue como recuperar mi cuerpo”.
Su tratamiento actual incluye medicación inyectable y un cuidado dermatológico riguroso. “En casos de dermatitis atópica es clave mantener un tratamiento de base constante, con emolientes diarios después del baño, el uso de productos no irritantes y, en caso de brotes, cremas con corticoides o tacrolimus”, explican María Valeria Angles, dermatóloga pediatra (M.N. 100502) y Natalia Petriz, alergista (M.N.120726). También es clave usar ropa de algodón y evitar la lana, el nylon, el polar y perfumes y suavizantes.
Aunque Stefano no erradicó la enfermedad por completo, la convivencia es exponencialmente más amena. “Ningún tratamiento es completamente curativo, pero sí puede mejorar muchísimo la calidad de vida”, detalla.
Hoy el joven estudia Medicina en La Plata. La pregunta obligada es si su enfermedad influyó en la elección de carrera. La respuesta es honesta: “No fue la única razón, pero sí me ayudó a entender el valor del acompañamiento médico. Aspiro a ser un profesional sólido no solo en lo académico, sino también en lo humano. Creo que la relación médico-paciente es el núcleo de la medicina. No se trata solo de diagnosticar y tratar, sino también de contener y transmitir seguridad durante todo el proceso, especialmente cuando es largo como fue el mío”.
Al preguntarle qué le diría al Stefano de 10 o 15 años, quizás en medio de un brote, con miedo a mostrarse, su respuesta es clara: “Le diría que no se limite. Que vaya al club, que juegue a la Play con sus amigos, que se ría, que salga. Que no se esconda. Que la piel no define quién es. Que tenga paciencia porque, aunque a veces no parezca, siempre hay una luz al final del túnel”.

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