"Tenemos el mejor dulce de leche. El único realmente artesanal¨, dice Claudio Piaggoni, dueño de la emblemática Cadore, de Villa del Parque. En Belgrano, Mercurio Furchi afirma que no es así, que el suyo es mejor. "El resto de los heladeros son unos fanfarrones", agrega. En La Paternal, Ayrton Lucero de Santolín es contundente: "La gente se vuelve loca con nuestro dulce de leche granizado", sentencia. Pero estos son sólo algunos ejemplos tomados al azar. La nómina de defensores de su propia fórmula para fabricar el sabor criollo es tan extensa como la larga lista de heladerías artesanales y de valor patrimonial que tiene la ciudad.
Hoy el helado es un clásico de muchas urbes, pero Buenos Aires tiene una extensa tradición en la elaboración de esta crema. Los turistas se sorprenden con la gran cantidad de heladerías existentes, muchas de ellas en antiguos locales atendidos por descendientes de inmigrantes italianos, llegados a principios del siglo XX. En realidad, se trata de un postre que data del siglo XII, cuando Marco Polo llegó a Italia llevando como novedad la receta del helado, cuya elaboración venían fabricando los asiáticos desde hacía cientos de años. Un postre tan delicioso que hasta el escritor Marcel Proust le dedicó varias estrofas en su libro En busca del tiempo perdido.
"Los sabores que nos vinculan al patrimonio gastronómico son especiales como los perfumes, los olores. Hay muchas heladerías y es común elegir el mejor dulce de leche", describe Liliana Barela, autora de Heladerías de Buenos Aires, una obra que forma parte de una serie de libros que rescatan diversos sitios característicos de la ciudad, como las librerías, las calesitas o las pizzerías, un conjunto de obras editadas por Patrimonio e Instituto Histórico del gobierno porteño.
Cadore, ubicada en Cuenca 2975, abrió en 1961 y es una de las heladerías elegidas por el otro autor del libro sobre heladerías, el arquitecto Horacio Spinetto. Este local está a cargo de Claudio Biagioni, quinta generación de maestros heladeros, quien empezó a trabajar a los cinco años, rompiendo nueces en la misma cocina en la que hoy trabaja. "Es un negocio histórico, artesanal, el secreto es usar productos naturales", explica a LA NACION durante una recorrida, mientras señala las máquinas en las que se hierve la leche por nueve horas para fabricar el dulce de leche artesanal. Cadore, donde se despachan hasta 100 kilos de helado a diario durante el verano, aún conserva el carrito con el que su mamá repartía helado en la región de Cadore, al norte de Italia. Esta heladería tiene otra sucursal en la calle Corrientes.
"Este helado es una locura. No dejo de venir. Es maravilloso", celebra una de sus fieles clientas, Alicia Freda de Casco, mientras degusta un cucurucho de chocolate amargo y dulce de leche. Unos minutos más tarde, Romina Rodríguez se acerca al mostrador de Santolín en Avenida San Martín 3185, para invitar a sus sobrinos con un helado. "Nos encanta venir, la crema está en su punto, es dulce, genuino, tiene lo artesanal, es como el dulce de leche de la abuela", explica a la apuradas, antes de que se le derrita el vasito que le compra a los chicos. Según Ayrton Iván Lucero, hijo del dueño. El local data de 1950 y su especialidad es el granizado de dulce de leche.
También de esa época data Furchi, un clásico de Belgrano, situada en la Avenida Cabildo 1512. "Acá empezó mi tío, y yo estoy desde los 11 años. Heladerías como esta no quedan más en la Argentina, ahora es todo reventa", dice Mercurio Furchi, el inventor de los sabores raros de helado. Así logró ganarse a su clientela de hace años, como Ledy Saboya, quien dice que desde hace 48 años solo toma helado en este local.
Otra heladería digna de ser visitada es Trovatore, que funciona a metros del edificio del Hogar Obrero, en Avenida Rivadavia 5078, Caballito. Fue fundada en 1963 por Vito Diana, quien llegó de su Italia natal en 1952 e hizo sus primeros pasos como heladero Paco en San Isidro. El personal luce camisa blanca y delantal con rayitas blancas y negras, y se desplaza rápido para satisfacer la demanda de súper dulce de leche, pistacho, sambayón granizado, durazno al oporto, spumone o alguno de los tradicionales postres helados.
En Diecci, en Chivilcoy 3405, Villa Devoto, su dueña Paula Pace destaca que la suya es una heladería clásica italiana. "Los sabores son italianos. No usamos conservantes, tan solo materias primas seleccionadas", detalla. Diecci nació de la mano de Juan Carlos Pace, un elegante italiano nacido en Campobaso-Isernia, y desde 1993 funciona en un amplio local donde la gente se puede sentar en las noches de verano a disfrutar de su helado favorito en la terraza con glorieta, frente a las vías del ferrocarril San Martín.
Los primeros helados porteños
En Europa, la popularidad y el negocio surgieron en 1686, cuando el italiano Francesco Procopio dei Coltelli, verdadero visionario, comenzó a servir helados en su famoso Café Procope, de la rue de L´Ancienne Comédie, en el corazón de París.
Pero en nuestro país la historia del helado se vincula con la del hielo que no se fabricó en la Argentina hasta la segunda mitad del siglo XIX. "Era un artículo suntuario que se importaba en grandes barras envueltas en aserrín desde Inglaterra y Estados Unidos", cuenta Barela. En 1856 se sirvieron en Buenos Aires los primeros refrescos con hielo importado. Fue en el Café de París, en el de Las Armas y Los Catalanes, entre otros.
Dos heladerías porteñas fueron las pioneras: El Vesuvio (Corrientes 1181, San Nicolás), creada en 1902 por la familia Cocitore, y Saverio (San Juan 2816, San Cristóbal), de Saverio Manzo, fundada en 1909. Ambas continúan en actividad y con inalterable prestigio. Luego, con el tiempo, el gusto por el helado se extendió y popularizó. Entre 1940 y 1970, en las calurosas tardes de verano, los típicos heladeros vestidos de blanco recorrían la ciudad con sus carritos, tentando a los chicos al grito de "Laponia, Frigor, heladooos…" y los mozos con bandeja en mano irrumpían en los intervalos del cine con su "Chocolate, bombón, helado…". Así fue como el helado se incorporó a nuestras costumbres y ya forma parte del patrimonio cultural de Buenos Aires.