Cumbre en el Himalaya: una pared en 80 grados, un hombre caído en una grieta y otros desafíos del exitoso hito del Ejército
El mayor Ramiro Antoñana, líder de la expedición, relató los pormenores del entrenamiento y el ascenso al monte Kun, de 7077 metros y poco explorado
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No resulta extraño que, a los pocos años de edad, los niños se debatan entre ser astronauta o ser bombero. Ramiro Antoñana, cuando era chico, decidió lo segundo, porque los bomberos subían a lo más alto de la escalera. Sin imaginar que un hilo de decisiones y casualidades iba a llevar su destino hasta el techo del mundo. Terminaría siendo mayor del Ejército y liderando un equipo con los mejores montañistas de la fuerza para subir la bandera argentina a una de las cumbres del Himalaya. Pero años antes de llegar a la cima, una llamada, un grupo de adolescentes inexperimentados y unas películas de Hollywood marcarían cambios drásticos en el destino.
Antoñana es mayor del Ejército Argentino con una reconocida trayectoria en montaña. Ha sido instructor y se capacitó en paracaidismo, rescate en montaña, primeros auxilios en el ámbito civil; estuvo designado en distintos destinos de la Cordillera de los Andes y siempre se encontró entre los efectivos destacados de su camada. Pero en el barrio que lo vio nacer todos los conocen como “Ramiro” y pocos de sus vecinos de toda la vida saben que trabaja en una de las fuerzas armadas. Tiene perfil bajo.

Por estos días, Ramiro está en la casa de su familia, en Lobos, una apacible ciudad rodeada de campo a 100 kilómetros de Buenos Aires. Ricardo y Ana, sus padres, aún viven donde nacieron él y luego sus hermanos, Gonzalo y Florencia. Antoñana llega a la entrevista con LA NACION con puntualidad y pulcritud militar. Vestido con sobria indumentaria deportiva, se dispone a responder con detalle y precisión, para luego irse a correr al parque: también ha completado pruebas de medio Ironman y recorrido los 42 kilómetros de la maratón en menos de tres horas. Además de montañista, es buen deportista.
Al recordar su niñez, explica: “Siempre me gustó eso de la aventura, lo que se veía en las películas. Eran muy fantasiosas, Chuck Norris, Rambo, muy pochocleras… pero motivaban. Después me encontré con películas más serias, como Rescatando al soldado Ryan y La delgada línea roja, películas que ya estando en la fuerza entendí aún más”.

Con ese interés por el uniforme y el orden, ingresó a la escuela de cadetes de los bomberos voluntarios de Lobos, donde ejerció el noble oficio un par de años. Sin embargo, al terminar la secundaria, les dio una noticia a Ricardo y Ana: se iba a la Escuela de Oficiales del Ejército. “Mi papá había hecho el servicio militar, mi abuelo también. Lo tomaron bien, mi vieja no tanto… no la convencía. Pero ellos siempre apoyaron lo que nosotros tres quisimos estudiar”.
Adolescentes inexperimentados y una carpa
Ramiro ya estaba en cuarto año del colegio militar, y en las vacaciones de invierno se fue con dos amigos a Villa Pehuenia, al pie de los Andes, en Neuquén. “No conocíamos nada de montaña, yo no conocía ni la nieve. Agarramos una carpa playera, unas mochilas prestadas, algo de abrigo y nos fuimos una semana y media”, dice. Frío, desconocimiento e incomodidad fueron los ingredientes de ese primer encuentro con la montaña. De allí, Antoñana volvió convencido: “Mi próximo destino con el Ejército, tenía que ser en la cordillera”.

Finalmente, llegó la convocatoria que terminó de girar esta historia. Antoñana ya había pasado por varios destinos de montaña, se había capacitado en distintas habilidades al aire libre, se había curtido en la nieve y estaba haciendo carrera en el Ejército. Pero a finales de 2024 se encontraba entre archivos y expedientes, designado al área de personal del Estado Mayor, en la Capital. Sin embargo, su corazón seguía en la montaña. Después de cada larga jornada laboral, se iba por su cuenta al Centro Andino de Buenos Aires, para hacer el curso de guía, a pesar de tener más experiencia en montaña que toda la cursada. Soñaba con volver, hasta que una mañana en la oficina, recibió la llamada.
“Ya llevaba tres años afuera de la montaña. Realmente me sorprendió el llamado para ofrecerme ser jefe de cordada de ataque de la expedición”. Antoñana debía estar a cargo de una acción que iba a ser histórica para el Ejército, volver oficialmente al Himalaya luego de 70 años, pero antes debía seleccionar un equipo con lo mejor de las fuerzas de montaña. “Me puso contento me hayan tenido en cuenta, pero también venía la cuota de la responsabilidad. Uno sabe que cualquier actividad de montaña tiene un riesgo, y una cosa es tener un riesgo en suelo propio y otra cosa es tener un riesgo en otro país”, expresa.

El siete mil olvidado
El objetivo final sería la cumbre del monte Kun, a más de 7000 metros sobre el nivel del mar, una pared de hielo a la que muy pocos montañistas del mundo se animan: se lo conoce como “el siete mil olvidado”. La llamada fue en septiembre de 2024, en noviembre tenía a 40 de los mejores hombres que se podían disponer en la cordillera mendocina para dar paso a la selección final. “Para mí lo más importante es la experiencia. Por eso el grupo seleccionado tiene un promedio de 46 años. La expedición demanda muchos días de exigencia e incomodidad, en los que no se debe perder la concentración porque realmente hay errores que pueden ser fatales. Esa prudencia y concentración te la van enseñando los años en la montaña”, describe.
A esa experiencia, Antoñana buscó sumarle dos características más: actitud proactiva y trabajo en equipo. Con ese eje se seleccionó un grupo con lo mejor del país. El capitán Rodrigo Orellano (San Carlos, Mendoza), del Batallón de Ingenieros de Montaña 6 de Neuquén; el suboficial mayor Pedro Rodríguez (Tartagal, Salta), el suboficial principal Néstor Maidana (San Salvador de Jujuy, Jujuy) y el suboficial principal Juan Bustos (Puente del Inca, Mendoza), los tres integrantes de la Compañía de Cazadores de Montaña 8 de Puente del Inca. También, el sargento ayudante Víctor Giordano (Luque, Córdoba), miembro del Regimiento de Infantería de Montaña 16 de Uspallata; el sargento ayudante Carlos Villafañe (Esquel, Chubut), de la Escuela Militar de Montaña de Bariloche; el sargento primero Oscar Oro (Cinaguita, San Juan), del Regimiento de Infantería de Montaña 11 de Tupungato, y el sargento primero Diego Alegre (Capitán Bermúdez, Santa Fe), de la Escuela Militar de Tropas Montadas, Buenos Aires. De todos ellos dependía el éxito de la expedición.

De los 6961 metros del Aconcagua a los 7077 metros del Monte Kun, de los Andes al Himalaya, de Argentina a la India. La unión de ambos ejércitos posibilitó que los indios y los argentinos suban a la cima de América y luego que buscaran la cúspide del “siete mil olvidado”. “Es un cerro del que no hay casi información en las redes –explica Antoñana–. Ahora voy a escribir la cartilla de descripción del cerro, porque no está publicada en ningún lado”. Parecen casi de la misma altura, pero el mayor del Ejército encuentra grandes diferencias entre ambas montañas.
“El Kun es mucho más técnico que el Aconcagua. Nosotros fuimos bien físicamente, era necesario. Por ejemplo, el segundo día escalamos una pared de 80 grados, prácticamente vertical, con 20 kilos en la espalda, durante diez horas”, recuerda. Ese sector va desde el campamento uno, a 5300 metros de altura, al campamento dos, a 6200 metros. Como referencia, el Aconcagua se puede subir sin escalar, caminando hasta la cima.

“Al ser tan pronunciado, hay muchos desprendimientos de piedras. Cuando escuchás ‘¡Piedra, piedra!’ tenés que pegarte a la pared para procurar que no te pegue, o que no corte una soga. Hay un poco de suerte también”, relata Antoñana sobre las vicisitudes del ascenso. “El año anterior, contaban ellos, una avalancha se había llevado cuatro efectivos del Ejército”, agrega.
El día D
Hasta que llegó el día D. A las 22, el primer equipo, en el que estaba Antoñana, comenzó el ataque a la cumbre y media hora más tarde lo hizo el segundo grupo, para no interferirse en los estrechos pasajes hasta la cima. Sortearon grietas cubiertas de nieve de más de 50 metros de apertura, para las cuales se construyen puentes de cuerdas. “Cada tanto se pegaba una tensada de cuerda, o te caías vos o se caía alguno. Te patinás, porque es muy inclinado; capaz que le errabas una pisada, te venías abajo y quedabas enganchado del seguro que está en la cuerda fija. En el último tramo el sargento ayudante Villafañe se cayó en una grieta y quedó cabeza para abajo colgado de las cuerdas”, narró. Entre un par lo ayudaron a recuperar la correcta posición de la cabeza por arriba del cuerpo y finalmente la operación que inició el 23 de julio llegaba a la cima el 5 de agosto, con precisión militar para coincidir con el Día de las Tropas de Montaña en la Argentina.

“Nos habían dado hora límite para intentar hacer cumbre a las 10, llegamos 9.30. Es una cumbre muy peligrosa, una pequeña pared de cinco metros. Así que estuvimos un rato y empezamos a bajar, porque con el sol comienzan los riesgos de avalancha”, rememora.
“La bajada sabemos que es la parte más jodida de todo, porque uno ya está cansado, con la cabeza en otro lado. Es la parte más crítica. El 90% de los accidentes en montaña son en los descensos. Y ahí es importante la experiencia del personal”, describe Antoñana, que en toda la entrevista habla del grupo y del Ejército. Nunca se nombra a sí mismo, ni aclara que él estuvo a cargo de la expedición, que al llegar a Ezeiza fueron recibidos por la banda militar “Tambor de Tacuarí” del Regimiento de Infantería 1 Patricios, o que los invitó a la Casa Rosada el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, el presidente Javier Milei.

“Esta expedición es muy importante para el Ejército Argentino, permite fortalecer vínculos que no solamente pueden facilitar el intercambio en la especialidad de montaña, sino en otras especialidades. La India también tiene regiones de monte, tropas paracaidistas, mecanizadas. Abre un amplio espectro de posibilidades para la fuerza”, explica el mayor Antoñana.
¿Qué sucede cuando bajás del Himalaya y mirás para atrás? “Uno se fue sin nada de vacaciones a la montaña, con dos compañeros del colegio militar y hoy te encontrás con el Ejército, en otra cordillera, en otro país, con otra cultura, con otras características técnicas… La verdad que uno siempre recuerda dónde comenzó todo”, reconoce. Saluda, agradece y sale corriendo desde su barrio rumbo al parque de Lobos, su ciudad, donde comenzó todo.
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