
El Mercado de las Pulgas ya es un centro de atracción turística
Funciona en Dorrego y Alvarez Thomas desde 1988; van muchos productores de cine y TV para completar vestuarios, y extranjeros atraídos por las antigüedades
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"Se vende por 600 pesos. Pero, como precio final, puede salir por 500", dice Nora, la encargada del puesto 65. La infrecuente y espontánea propuesta de rebaja, que hace absolutamente innecesario tomar un curso de regateo, está referida a una camioneta Ford, modelo 1927.
Tiene mal aspecto, de verdadero trasto viejo. Aunque aún conserva su enmohecida patente provincial (B 673263) y, asegura la puestera, estuvo a punto de ser comprada por David Copperfield cuando presentó aquí su show de magia. "No quiso pagar el elevado precio que le cobraban por el flete. El motor funciona todavía", agrega.
El vehículo es lo primero que uno ve al ingresar por la avenida Dorrego. Cerca de él, una especie de "emporio del inodoro", seguido por el más grande amontonamiento de revistas, diarios y libros que uno pueda imaginar. El Ford, los adminículos sanitarios y la insólita colección de publicaciones provocan un estímulo medio egiptológico: se impone la curiosidad de ver qué hay después.
En la manzana comprendida por las calles Dorrego, Alvarez Thomas, Concepción Arenal y José A. Cabrera, del barrio de Palermo, en julio de 1988 comenzó a funcionar el Mercado de las Pulgas, creado con ese nombre oficial por ordenanza 42.723, cuando Facundo Suárez Lastra era intendente.
Concebido para "regularizar la conflictiva situación que plantea (...) la proliferación de puestos callejeros", la entonces sede del Mercado Dorrego, de frutas y hortalizas, se convirtió en el mayor complejo porteño de compraventa general, similar a los ya tradicionales baratillos de París o Madrid, o a la más cercana feria de Tristán Narvaja, en Montevideo.
Posee un par de características propias, sin embargo. Este amplio predio de 96 por 54 metros está protegido por un techo de zinc (con algunos problemas últimamente, como veremos), y cuenta con una playa de estacionamiento que alberga hasta unos 500 coches. Actualmente hay instalados allí más de 100 puestos, con un promedio de tres personas trabajando en cada uno.
El mercado, en realidad, es una suerte de "hipercambalache", según la enorme variedad de objetos vetustos o en franca extinción que se mezclan portentosamente en las paredes de los locales, en estantes, colgados de ganchos o desparramados en el suelo.
Hablar de la "Biblia junto al calefón" resulta un reduccionismo, en este caso. Es más fácil enumerar las escasísimas cosas que no se pueden encontrar en semejante surtido: un aeroplano, por ejemplo, o un cachorro de tigre de Bengala.
Arturo Eguía es un veterano del mercado, "de la primera hora". Recuerda: "Al principio, éramos unos diez. Hacíamos asados, entre los escombros, acompañados por cirujas".
"No podíamos calcular que llegaría a lo que es ahora. Se ha convertido en un sitio turístico; muchos extranjeros vienen sólo a filmar. Los domingos nos visitan unas 3000 personas", añade, y aclara que se trabaja todos los días del año, menos dos: el 25 de diciembre y el 1º de enero.
Eguía añade que desde hace cuatro años el "galpón", como lo llama, cuenta con baños y agua corriente, y cada uno paga la luz que consume, "registrada en su propio medidor. La factura bimestral alcanza en promedio unos 140 pesos". La de los puestos es la única luz que ilumina las galerías del galpón, confiriéndole una extraña atmósfera, un tanto irreal.
Junto a muebles artesanales y objetos de innegable belleza (esculturas, espadas o jarrones), pululan alfileres, tapas de botellas, perchas, armazones de anteojos, postales y fotografías, el auricular de un arcaico teléfono, patas de sillas y sillones. Uno se pregunta quién puede comprar algo de esto.
"Nunca se sabe -apunta el puestero Hernán Fernández-. Las cosas duermen ahí, como inservibles, y un día aparece alguien interesado. Yo vendí la foto de un colegio, por ejemplo, cuando una señora descubrió en ella la cara de su esposo."
Antonio Laguna, con puesto vecino al de Eguía, destaca el habitual interés de los teatros y las producciones de los canales de TV: "Vienen a buscar vestimenta antigua o artefactos que no van a hallar en otra parte".
Muchos locales llevan nombres curiosos: "Pequeños milagros", "El jardín de los recuerdos", "Volver a empezar". No falta la publicidad de tono original. A la entrada de un puesto, una antigua máquina de escribir Lettera 22 tiene un papel en su rollo, que propone en caracteres mayúsculos: "Llevame. Pensá en tu bolsillo. Chiche, el hombre de las ofertas."
Toni, de "La mezcolanza de Toni y Dany", es el personaje más notable del mercado. Cubre su cabeza un gorro de tela roja sobre la que ha cosido o pegado 100 botones, monedas y medallas de todo el mundo.
En el centro de la playa de estacionamiento colocó un montículo tipo pirámide trunca, de casi 3 metros de alto, en homenaje a José Luis Cabezas. "Es que soy fotógrafo, como él, y siempre lo admiré. Lo hice todo yo mismo." Remata el monumento una cámara fotográfica de más de un metro de largo, con una luz de flash que parpadea cada tres segundos.
Es el autor, además, de unos carteles humorísticos que rodean su stand: "Gatos y perros abstenerse", "No transitar por los pasillos en motos o bicicletas", o "Abrimos cuando llegamos y cerramos cuando nos vamos".
Adriana, del local 14, cuya principal mercadería son los muebles antiguos o reparados, diferencia entre clientes de mayor poder adquisitivo ("o algunos que son más bien snobs") y quienes realmente precisan algo.
Lo advierte por el lenguaje de unos y otros: los primeros mencionan "estilos", llegan a indicar Limoge, Chippendale o Verbano. Los otros usan palabras como "baratito" o "empiezan diciendo que se les rompió una tulipa". Le consultamos si la actual situación económica influye en el mercado. "Sí, las ventas cayeron un 40%. Por la malaria, la gente viene más a vender sus cosas para hacerse de unos pesos, pero nosotros limitamos nuestras compras por la menor cantidad de interesados en nuestras ofertas. Es un problema circular", define.
"¿Pero aún se puede vivir de esto?", preguntamos. "Sí, si se trabaja con inteligencia", responde la mujer.
José Cóndori, del puesto 56, hace notar las goteras que hay en el techo. Ha improvisado una canaleta, igual que muchos de sus colegas. "La comuna podría arreglar eso. Mejoraría la imagen del mercado, sobre todo entre los extranjeros", comenta.





