
Formosa, donde la aftosa volvió a mostrar la frontera sin control
El cruce de personas es incesante y el río angosto permite todo
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CLORINDA.- La pasarela tambaleante sobre el río Pilcomayo tiene las maderas resecas por el sol, y parece a punto de caerse vencida por el peso de la gente que va y viene.
Aunque tiene apenas treinta metros, el puente une dos de los muchos mundos posibles: de un lado está Nanawa, en Paraguay, una especie de Ciudad del Este en miniatura, donde se puede comer por dos pesos y 85 puestos de falsificaciones y baratijas se amontonan en tres cuadras. Del otro está Clorinda, en Argentina, un pueblo chato y apático que en los últimos días regresó a las tapas de los diarios con una palabra que nadie quería volver a escuchar: aftosa.
Hasta entonces, esta ciudad formoseña de 50.000 habitantes, ubicada 120 kilómetros al norte de la capital provincial y frente a Asunción del Paraguay, había tenido sólo una triste fama como epicentro del contrabando a lo largo de una frontera extensa, incontrolada y violenta, al nordeste del país.
Las historias de avionetas que aterrizaban por las noches, de camiones que atravesaban el monte y de pontones tendidos sobre el Pilcomayo para pasar drogas o armas de guerra se habían convertido en un clásico, y la ciudad había pasado a ser un sinónimo de sordidez.
Pero ahora, desde hace dos semanas y por culpa de la aftosa, Clorinda está en cuarentena.
En las parrillas de la ruta 11 se ofrece carne "de Santa Fe", en la pasarela a Nanawa y en el puente fronterizo San Ignacio de Loyola los controles se han redoblado, y hasta los formoseños que llegaban cada fin de semana para comprar sus cosas en Paraguay parecen haber desaparecido.
Por culpa de unas vacas de las que nadie se hace responsable, Clorinda ha perdido su tranquilidad.
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Como en casi todos lados, la calle principal de Clorinda se llama San Martín. Esta es ancha y corta el pueblo en dos mitades, y a lo largo de siete cuadras se aprietan los pocos comercios, el Concejo Deliberante, el único restaurante, llamado La Pupuruchi, y un bar de nombre sorprendente ,pero que a nadie asombra: Falopa´s.
A un par de cuadras de la calle San Martín, un talud de tres metros corta el paisaje y desde 1992 protege el pueblo de las crecidas del Pilcomayo. El río zigzaguea entre casas humildes, y hay tramos en los que no tiene más de diez metros de ancho. Al otro lado está la hermana república del Paraguay.
En la cuadra de la calle Santa Fe que llega al río, hay dos gendarmes de uniforme a la sombra de un árbol. Beben agua fresca de una jarra que les alcanzó una vecina, y esperan que pase algo. Y es que aquí, en Clorinda, siempre "pasa" algo.
"Cuando en Buenos Aires piensan en el contrabando, piensan en cosas que se entran desde el Paraguay. Lo que no saben es que muchas de esas cosas son argentinas, a veces vendidas al Paraguay como importaciones libres de impuestos, y que después vuelven clandestinamente al país. Eso pasa sobre todo con los cigarrillos y con los remedios."
El hombre, un suboficial retirado de la policía formoseña, niega su nombre y no presta su recia cara a la foto.
Toma cerveza helada sentado a una de las mesas de la vereda del Falopa´s, y sentencia: "¿Usted quiere ver a los Ôpaseros´? Es fácil: vaya caminando por el talud junto al río a partir de las cinco de la tarde, y los verá".
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A la altura misma del centro de Clorinda, a cuatro cuadras del Concejo Deliberante, lo que se ve es un tránsito ininterrumpido de botes entre una orilla y otra, que sin ser el Tigre en un día domingo, es denso. Nadie los controla.
Son botes de madera, con la pintura descascarada, que viajan entre Paraguay y la Argentina, y a cuyo bordo van habitualmente una o dos personas. Podrían ser pescadores, sólo que llevan bultos que no huelen a pescado.
Siempre bultos. A veces son enormes cajas que dicen "Hellmans", otras veces una equívoca bolsa de red, y de cuando en cuando -dicen- hasta equipos musicales, televisores y heladeras.
Los botes van y vienen, y cuando están quietos quedan amarrados en alguna de las orillas. Saliendo del pueblo hacia el Este, en el camino hacia Puerto Pilcomayo, donde se toma la balsa para Itá Enramada, la escena se repite una y otra vez.
"Dado que los habitantes de Clorinda están autorizados a hacer una compra mensual de productos paraguayos por cien pesos argentinos, lo que usted vio es el contrabando", dice el ingeniero José María Suárez.
Aunque no es comerciante, Suárez es el presidente de la Cámara de Comercio de Clorinda, y no es muy optimista: "Nadie puede medir exactamente el perjuicio económico que produce el contrabando, pero nosotros estimamos que debe estar entre los 5 y los 7 millones de pesos al mes".
La cifra, que parece exagerada, va acompañada de otros datos: "Aquí hay unos 50.000 habitantes, de los cuáles 20.000 son la población económicamente activa.
De esos 20.000, 4000 son empleados públicos, contando a los miembros de las fuerzas de seguridad. Quinientos son profesionales, otros tantos empleados de comercio, y hay alrededor de 2000 subempleados.
En total, los que tienen trabajo son unos 7000 y el resto, más del 60 por ciento de la población, son desocupados.
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Diego Mendoza es el corresponsal en Clorinda del diario El Comercial.
Su oficina es un pasaje angosto en pleno centro, que cada día se transforma en un mirador de todo lo que sucede en el pueblo.
"En el fondo, el contrabando da trabajo y la cuestión es una cuestión social. Aquí, de alguna manera, se la utiliza para contener a los desocupados y a la gente de menores recursos. Muchas familias viven del Ôpaseo´, de pasar cosas desde el Paraguay, y la plata que ganan les permite comer. No es mucho, pero pueden sacar tres o cuatro pesos por día haciendo los traslados." El pase de la mercadería desde Nanawa a Clorinda se ofrece como un servicio en plena calle.
El viernes último, a las cinco y media de la tarde, este cronista caminaba con un colega por el mercado, asediado por vendedores de medicamentos sin receta, baratijas y productos argentinos que se exhiben en los puestos, cuando fue abordado por un hombre de unos 35 años.
-¿Necesita pasar alguna cosa, señor?
-¿Algo como qué?
-Lo que usted quiera.
-Bueno..., ¿usted puede pasar una filmadora, por ejemplo?
-¿De esas chiquitas? No hay problemas. ¿Adónde habría que llevarla?
-Hasta el residencial Mario, en Clorinda. ¿Cuánto costaría?
-Por la filmadora... le cobro ocho pesos. ¿Sabe lo que pasa? Que tengo que repartir con el botero y que los milicos están duros, ahora...
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Desde el miércoles 16, los dos pasos de frontera entre Clorinda y Nanawa, la pasarela peatonal y el puente San Ignacio de Loyola, virtualmente han sido militarizados.
Ese día llegaron 350 gendarmes del Escuadrón Móvil 5, con sede en Santiago del Estero, y los efectivos fueron desplegados a lo largo de unos veinte kilómetros de costa, entre Paso Pilcomayo y el oeste del puente San Ignacio de Loyola.
Los gendarmes andan caminando, en jeeps o en motos todo terreno, y en los puestos de observación nunca están solos.
El comandante de los gendarmes es Jorge Provasi, cuyo destacamento está en la cabecera del puente internacional.
"Durante el mes de julio por aquí salieron 46.310 personas, y entraron 51.687. En el mismo período, salieron 12.318 vehículos e ingresaron 13.183", dice consultando sus estadísticas.
Delante de su despacho, en una oficina del puesto de la Dirección Nacional de Migraciones, hay un mapa de la región tapado por una cortina negra.
Provasi acepta correr el velo sólo unos instantes, y allí se ven, marcados con flechas rojas,14 pasos clandestinos en las inmediaciones del puente, en un tramo de ocho kilómetros.
-¿Pueden controlar toda la zona? ¿Cuántos hombres tiene?
-No le puedo decir exactamente, pero son alrededor de 60. Créame, hacemos todo lo que podemos...
Fuera del puesto, bajo un tinglado de chapa que multiplica por dos los 35 grados de temperatura , la fila de pasajeros de un ómnibus espera para hacer los trámites de Aduana, Senasa y Migraciones, y a que el perro Santi, de Gendarmería, revise el interior del micro olfateando para encontrar droga.
Un grupo de chicos revolotea alrededor de los viajeros ofreciéndoles cigarrilos norteamericanos, gaseosas argentinas y bombones de chocolate brasileños.
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Si algo faltaba pasar por esta frontera, eran las vacas enfermas con aftosa.
Además de los cuentos sobre tráfico de electrodomésticos, armas y drogas, en los últimos diez días, y sólo en el puente San Ignacio de Loyola, el Senasa decomisó carnes, lácteos y derivados por casi 600 kilos.
Gendarmería, por su parte, secuestró un camión con más de una tonelada de marihuana y 26 dosis de hachís, además de desbaratar un contrabando de 1500 tortuguitas de agua que venían desde Brasil rumbo a Buenos Aires.
"Lino Oviedo pasaba y volvía por acá cuando quería", dice el ex policía en la mesa del Falopa´s, "y el general paraguayo Andrés Rodríguez comía asados con los gendarmes al lado del río. La carne era argentina, se imagina..."
A la broma, de gusto dudoso, se la lleva el viento caliente que barre la calle San Martín.
Clorinda comienza a desperezarse de su siesta. La voz de Rodrigo llega desde un puesto de venta de discos en el mercado de Nanawa, y en el restaurante La Pupuruchi comienzan a preparar las mesas para la noche.
En un recodo del río, un botero desocupado sigue ganándose ilegalmente la vida a dos o tres pesos el jornal.






