Admitió haber cometido 10 asesinatos, incluido el de su hermano; le perdonaron la vida, se convirtió en una celebridad y el Papa le concedió usar traje masculino
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Hay hazañas que convierten a personas indiscutiblemente en héroes o heroínas. Pero, a menudo, también despiertan inquietudes. La de Catalina de Erauso y Pérez de Galarraga, más conocida como la legendaria Monja Alférez, es una de ellas.
Decidió ocultar una verdad que le imponía límites y la hacía vulnerable, pero que al final le salvaría la vida: el hecho de que había nacido mujer. Eso había ocurrido en San Sebastián, en el País Vasco, a finales del siglo XVI. La decisión la tomó a los 15 años, al escaparse, justo antes de tomar sus votos perpetuos para convertirse en monja, de un convento en el que había vivido casi toda su vida.
Se llevó, además de “unos reales” de su tía, que era la priora del convento, “unas tijeras, hilo y una aguja” con los que, escondida, modificó su vestimenta y se cortó el cabello. Emergió tres días después como un joven que viajaría muchos kilómetros por dos continentes, lucharía despiadadamente en nombre de la corona española contra los indígenas en América del Sur, sobreviviría naufragios, duelos, trifulcas y hasta dos intentos de las autoridades españolas para ejecutarla por varios delitos que había cometido.
Pendenciera, ludópata y ladrona, mató al menos a diez hombres fuera de los campos de batalla, incluido a su hermano Miguel, con quien se había encontrado por casualidad cuando éste era secretario del gobernador de Chile y quien la acogió sin reconocerla, invitándola a comer “a su mesa casi tres años”.
Pero tras 20 años de vida como hombre, con diferentes nombres y varias escapadas para evadir la justicia, a menudo acudiendo a la iglesia en busca de refugio, fue detenida en Perú. Ante una muerte segura, solicitó hablar con el obispo de Guamanga, don Agustín de Carvajal y, como ella misma relató, “viéndolo tan santo varón, pareciéndome estar ya en la presencia de Dios”, confesó todo.
“La verdad es ésta: que soy mujer, que nací en tal parte, hija de Fulano y Zutana; que me entraron de tal edad en tal convento, con Fulana mi tía; que allí me crié; que tomé el hábito y tuve noviciado; que estando para profesar, por tal ocasión me salí; que me fui a tal parte, me desnudé, me vestí, me corté el cabello, partí allí y acullá; me embarqué, aporté, trajiné, maté, herí, maleé, correteé, hasta venir a parar en lo presente, y a los pies de Su Señoría Ilustrísima”.
No sólo eso: le dijo que era una virgen intacta, hecho que confirmaron dos matronas. Con esa revelación, se convirtió instantáneamente en una celebridad. La gente se reunía dondequiera que fuera, y fue agasajada por la realeza. Se hicieron al menos dos ediciones de sus memorias, un puñado de artistas pintaron su retrato y, en 1629, el dramaturgo Juan Pérez de Montalbán, discípulo predilecto de Lope de Vega, compuso y representó en la corte la obra teatral La monja Alférez.
Visitó las cabezas coronadas de Europa, y el monarca español Felipe IV hasta le concedió una pensión militar anual. El Papa Urbano VIII, no solo la recibió, sino que le “concedió a doña Catalina, entre otras muchas mercedes, la de permitirle usar el traje de hombre, y como no le faltó quien criticara de indecente aquella concesión, el Pontífice dijo con satisfacción:
“‘-Dadme otra monja alférez, y le concederé lo mismo’”.
¿Por qué?
Es fácil comprender que su historia llamara la atención; no se conocían muchos casos de mujeres viviendo como hombres, particularmente españolas. No sorprende que despertara curiosidad, patente en una carta escrita desde Roma en 1626 del viajero Pedro del Valle, conocido como “el Peregrino”, quien la retrató con su pluma.
“...vino por primera vez a mi casa el alférez Catalina Erauso, viscaína, arribada de España la víspera. Es una doncella de unos treinta y cinco a cuarenta años. Su fama había llegado hasta mí en la India Oriental”. (...) “Alta y recia de talle, de apariencia más bien masculina, no tiene más pecho que una niña. Me dijo que había empleado no sé qué remedio para hacerlo desaparecer. Fue, creo, un emplasto que le suministró un italiano; el efecto fue doloroso, pero muy a deseo”.
“De cara no es muy fea, pero bastante ajada por los años. Su aspecto es más bien el de un eunuco que el de una mujer. Viste de hombre, a la española; lleva la espada tan bravamente como la vida, y la cabeza un poco baja y metida en los hombros, que son demasiado altos. En suma, más tiene el aspecto bizarro de un soldado que el de un cortesano galante. Únicamente su mano podría hacer dudar de su sexo, porque es llena y carnosa, aunque robusta y fuerte, y el ademán, que, todavía, algunas veces tiene un no sé qué de femenino”.
Lo que es más difícil de entender es que, por el solo hecho de revelar que era mujer, no fuera condenada por la otra parte de su confesión, resumida con “maté, herí, maleé”, pero detallada sin tapujos ni mucho remordimiento en su autobiografía Vida i sucesos de la monja alférez. Y eso en una década que no se caracterizaba por ser permisiva. La Inquisición, que tenía como objetivo purificar religiosamente el mundo, estaba en pleno apogeo.
Quizás...
...La salvó la imaginación de la sociedad que la celebró. Tal vez la explicación esté en el irresistible placer del entretenimiento. Aunque hasta el día de hoy los académicos discuten sobre la autenticidad de la autobiografía (el manuscrito original se perdió) y hasta la veracidad de partes de su relato, lo cierto es que la historia con la que ella se presentó ante el mundo se parecía a las obras de ficción más populares de la época.
Era una historia de aventuras asombrosas, con rasgos de los cuentos picarescos tan de moda en ese momento, que además se ajustaba al gusto literario del barroco al retratar cambios de identidad y realidades disfrazadas. Tenía un protagonista astuto aunque falto de moral, cuyos esfuerzos por disfrazar su feminidad y sus consecuencias generaban drama e intriga.
Catalina era un fenómeno curioso, algo con lo que se deleitaba el público de la época, cuya vida era consideraba excepcional lo que, en la moral barroca, atenuaba sus transgresiones de las normas.
Como ser humano, hombre o mujer, sus acciones eran a menudo más que reprobables; como personaje, cautivó la imaginación de la sociedad que la acogió a tal punto que esquivó en la vida real el destino tradicional de la mayoría los antihéroes ficticios, siendo premiada con la fama que le dio la influencia para conseguir lo que quería, en vez de recibir su merecido.
Y quizás también...
Los expertos señalaron otras posibles razones por las cuales la España de la época, en vez de quemar a la monja alférez en la hoguera, la acogió y la inmortalizó casi de inmediato. Una de ellas es que la sociedad barroca ya estaba obsesionado con “cosas prodigiosas, llamativas y extrañas”, y Catalina, la monja sin pechos, el hombre sin falo, el soldado nacido mujer, la fascinó.
Otra es que la ciencia de la época había declarado que las mujeres eran hombres que simplemente no habían sido perfeccionados, un concepto conocido como modelo de un solo sexo. Catalina de Erauso encarnaba la idea de trascender su precaria condición de mujer al vestirse de masculinidad.
Finales
La historia de la monja alférez, en su autobiografía, termina pendenciera y abruptamente. “En Nápoles, un día, paseándome en el muelle, reparé en las risotadas de dos damiselas que parlaban con dos mozos. Me miraban, y mirándolas, me dijo una: ‘Señora Catalina, ¿adónde se camina?’”.
“Respondí: ‘Señoras p..., a darles a ustedes cien pescozones y cien cuchilladas a quien las quiera defender’. Callaron y se fueron de allí”.
La historia de Catalina de Erauso terminó fuera de la vida pública, se cree que en 1650 en la localidad de Cuitlaxtla, México, tras pasar sus últimos 20 años trasladando a pasajeros y equipajes desde el puerto de Veracruz a la ciudad de México con una recua de mulas. Dicen que en ese entonces se llamaba Antonio de Erauso.
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