Las (des)ventajas de llamarse Juan López
Sábado de invierno a la mañana en Ciudad Universitaria. El aula magna del pabellón 3 aguarda las notas del final de Matemática. "López", llama el profesor desde el frente. El docente levanta la vista y me pregunta: "¿Qué López es usted?". Contesto: "López, Juan". Se acomoda los lentes, sonríe y anticipa: "¿Juan? Se salvó del uno".
Ser Juan López y ser anónimo es casi lo mismo, y aunque a priori esto pueda parecer una ventaja, tiene más contras que pros. Si bien nunca tuve que deletrear mi apellido y mucho menos mi nombre, ni aclarar acerca del lugar de la tilde y otras cuestiones ortográficas, no todo es tan sencillo como parece.
Nunca, desde que uso Internet -hace ya bastante tiempo- pude tener una cuenta de mail o un nombre de usuario sin un punto, un guión o la fecha de mi nacimiento en algún lugar. Servicio nuevo que pruebo, nombre de usuario que sé que no podré tener.
Eso sí, en los viajes no paso inadvertido: siempre demoro más de la cuenta en Migraciones. Tuve el placer de conocer algunos rincones de los aeropuertos que son para olvidar. O la sensación nada agradable de ver pasar mi pasaporte en alguna carpeta roja y que en Migraciones me digan: "Por acá, por favor". Dicen en esos rincones alejados que además de ser el nombre que mis padres eligieron para que me acompañe, es uno de los nombres favoritos de los amigos de lo ilegal.
En mi trabajo, hasta hace poco había tres personas de nombre Juan. Era inevitable darse vuelta cada 10 segundos al oír mi nombre. Así que no tuve otra opción, sobre todo para evitar dolores de cuello: me convertí en Juan, el antipático, cuando dejé de girar. Fuera o no el llamado para mí.
"López, Juan", reitera el profesor aquella mañana en el aula magna del pabellón 3 de Ciudad Universitaria hace ya ni sé cuántos años. Ahora sí me acerco. "Ni el nombre lo salva", dice con el examen en la mano con un 1,50 muy claro. El nombre no me salva, pienso. Pero, de todos modos, ¿a quién sí?