Revisión sobre el Alzheimer: la ciencia consiguió ralentizar la enfermedad y la lucha entró en una nueva era
Una serie de artículos publicada en The Lancet repasa los avances en el campo y aborda la controversia con los nuevos fármacos
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MADRID.– La lucha contra el Alzheimer entró en una nueva era. La aparición de fármacos que frenan ligeramente su avance y el hallazgo de biomarcadores que abren la puerta a adelantarse a la enfermedad reavivaron la esperanza de contener una dolencia que afecta a 50 millones de personas en el mundo. Después de décadas de tropiezos, sin encontrar tratamientos efectivos contra una demencia que destruye la memoria y la autonomía del individuo, la comunidad científica mira expectante la revolución diagnóstica y farmacológica que tienen entre manos. Una comisión de expertos publicó esta semana una serie de artículos en The Lancet en los que desgrana los avances, pero también aborda la gran controversia con los nuevos tratamientos, los primeros en alterar el curso de la enfermedad, pero cuestionados por ser caros, con efectos secundarios y una eficacia modesta.
Cuenta Juan Fortea, jefe del grupo de Neurobiología de las Demencias del Instituto de Investigación Sant Pau y coautor de uno de los artículos de la serie de The Lancet, que la investigación en Alzheimer está en un momento de “cambio de paradigma”. “No estamos curando la enfermedad”, matiza, “pero es la primera vez en la historia de la humanidad que conseguimos ralentizar el curso de la enfermedad de Alzheimer”.
Los responsables de ese punto de inflexión científico son una nueva generación de medicamentos que eliminan la proteína beta-amiloide, que se acumula en los cerebros enfermos, y frenan la progresión de la enfermedad. Albert Lleó, jefe de Neurología del Sant Pau de Barcelona, afirma que esto es solo “el principio del camino”: “Hay 138 medicamentos más investigándose. Estos son los primeros de muchos que vendrán”. La ciencia investiga también, por ejemplo, el potencial de la semaglutida, que ya revolucionó el tratamiento de la obesidad.

Los medicamentos que alentaron todas las esperanzas se llaman lecanemab y donanemab. En los ensayos clínicos, el primero redujo un 27% el avance de la enfermedad y el segundo, un 35%. Ambos están aprobados en Estados Unidos y en otros países, pero a la Agencia Europea del Medicamento (EMA, por sus siglas en inglés), más conservadora, le costó dar su visto bueno al lecanemab –lo hizo hace un año y después de una primera negativa– y sigue estudiando el aval al donanemab.
Sendos fármacos estuvieron rodeados de polémica, también dentro de la comunidad científica. Para empezar, por sus potenciales efectos secundarios –hemorragias cerebrales y muerte de dos pacientes, en el caso del lecanemab, por ejemplo–, pero también por las suspicacias que planteaba el beneficio clínico: ¿qué significa, para el día a día de una familia, reducir un 27% el avance de la enfermedad?
Otros frentes abiertos eran su precio (unos 24.000 euros al año por paciente, calculan) o que solo estaba destinado a un grupo muy concreto, en fases muy tempranas de la enfermedad y con características muy específicas.
En la serie de The Lancet, los autores, algunos de ellos con conflictos de interés declarados por relaciones con las farmacéuticas que fabrican estos medicamentos, entran a analizar esa “gama de reacciones” y el “escepticismo” que suscitaron estos fármacos entre la comunidad científica y plantean si hubiese ocurrido lo mismo en otras enfermedades. De hecho, incluso comparan eficacia, costos e impacto de los nuevos medicamentos contra el Alzheimer con las mismas variables en otros fármacos biológicos para otras dolencias.

Por ejemplo, apuntan: con lecanemab y donanemab hubo efectos adversos graves en uno de cada 300 pacientes y en uno de cada 65, respectivamente; pero también en los ensayos con pembrolizumab (una inmunoterapia) en cáncer de pulmón se produjeron efectos secundarios en el 27% de los casos. Otro caso que ponen: con los fármacos antiamiloide, la reducción de la discapacidad en Alzheimer es similar a la hallada en otros ensayos con fármacos biológicos para artritis reumatoidea o esclerosis múltiple.
Basándose en la historia de otros medicamentos biológicos para otras enfermedades, los autores defienden que la magnitud del efecto puede ser muy parecido. En esos casos, aducen, los precios también son más elevados y tampoco están exentos de efectos secundarios. Sobre el acceso limitado a un grupo muy concreto de pacientes (los expertos calculan que solo se podrán beneficiar, por ahora, el 5% de las personas con Alzheimer), señalan que en esclerosis múltiple, por ejemplo, el uso de los fármacos innovadores estaba limitado al 36% en 2017 y subió al 74% en 2020.
“Lo que ponen encima de la mesa estos autores no es una comparación directa con otras enfermedades, sino mostrar que en medicina hay otras terapias que tienen una magnitud de efecto compatible, pero el Alzheimer tiene características que hacen minusvalorar los avances”, sostiene David Pérez, jefe de Neurología del Hospital 12 de Octubre de Madrid, que no participó en esta serie. El médico se refiere a un puñado de variables, entre el recelo científico y los prejuicios sociales, que abonaron un campo favorable a la polémica.
Dice, por ejemplo, que la historia de la evolución de fármacos en Alzheimer fue marcada por sucesivos fracasos que plantaron una semilla de desconfianza en la comunidad científica. Tampoco ayudó la polémica del aducanemab, un medicamento aprobado con calzador en EE.UU., pero que pinchó en el mercado y luego la propia farmacéutica dejó de comercializar: “Se aprobó de forma retorcida, sin tener un beneficio claro, y eso generó un ambiente de desconfianza”, precisa Pérez.
Nihilismo y edadismo en la polémica
Hay también “mucho nihilismo” ya de base con esta enfermedad, sostiene Lleó: “Muchas veces el diagnóstico no se hace de forma precisa y, al no tener tratamiento, no hay necesidad por parte de la población de exigir un diagnóstico o unos tiempos como se exigen para el ictus o el cáncer. A veces, los síntomas se consideran parte del envejecimiento normal. Y todo esto da la imagen de una enfermedad en la que hay poco para hacer”.
Otro punto que altera el debate, a juicio de Pérez, es el edadismo: “Es una enfermedad que afecta a personas mayores que no pueden ejercer la voz para exigir nada delante de la sociedad. Estos enfermos son un colectivo frágil”.
La magnitud de la enfermedad, argumentan los expertos consultados, también alimentó las dudas allá donde se toman las decisiones. “Si no fuera una enfermedad así de prevalente, si no comportara una tensión en el sistema sanitario, en costos, en cambio de procesos, no se hubiese generado parte de la polémica. Si fuera una enfermedad rara, tenemos pocas dudas de que esto se hubiera aprobado sin ningún tipo de controversia y de forma muy acelerada”, plantea Fortea.
Esta primera generación de fármacos implica un desafío para los sistemas sanitarios. Tanto a la hora de identificar a los pacientes que se pueden beneficiar –eso requiere pruebas diagnósticas y de biomarcadores para confirmar la enfermedad y también estudios genéticos para descartar mutaciones incompatibles–, como en el propio tratamiento y seguimiento: la terapia es endovenosa, se pone en el hospital de día y requiere resonancias magnéticas de control para vigilar posibles hemorragias. “Una cosa es ver pacientes en consultas externas como se veían, una vez cada seis meses o cada año; y otra cosa es un tratamiento con lecanemab, que supone infusiones cada 15 días en hospital de día, más cuatro resonancias al año con muchísimas visitas… Un paciente pasa de darte una o dos visitas al año relativamente cortas a tener 24, 30 o 35 visitas. Imagínate lo que supone de carga asistencial. Al sistema le va a costar acomodarse, pero que sea una minoría de pacientes [al principio] va a permitir que el sistema vaya adaptándose”, defiende Fortea.
Los expertos consultados señalan que los potenciales efectos secundarios son manejables y, a propósito del beneficio clínico, Fortea señala que “ese 30% se traduciría en que, en 18 meses, el paciente ganó seis meses”. O dicho de otra manera: “Para progresar a la siguiente fase, progresas un 30% más lento. Mantienes más autonomía y más calidad de vida porque estamos ralentizando una enfermedad que genera mucha discapacidad. No estamos curando la enfermedad. Los pacientes empeoran, pero lo hacen más despacio”, ahonda. En una entrevista con EL PAÍS, Cristina Maragall, presidenta de la Fundación Pasqual Maragall, defendió que tanto para la comunidad científica como para las familias “es imprescindible que se empiecen a usar estos medicamentos”.
Revolución diagnóstica
Con todo, los avances terapéuticos son solo una parte de esta transformación científica que está sacudiendo el Alzheimer. La otra pata, la diagnóstica, también se abre camino a paso de gigante. Sobre todo, con el desarrollo de biomarcadores que identifican trazas biológicas de la enfermedad cada vez más pronto. Los autores estiman que la llegada de los biomarcadores plasmáticos, que detectan señales bioquímicas de la enfermedad en la sangre con una simple extracción, como la que se hace en una analítica convencional, “conducirán a una nueva revolución diagnóstica”.
Estas herramientas son “cruciales” para confirmar el diagnóstico en todas las fases de la enfermedad, asegura Fortea. El médico explica que, cuando la evaluación clínica y la exploración neuropsicológica confirman un deterioro cognitivo leve, en el 60% de los casos será Alzheimer, pero en el otro 40% no. Y, según la situación, la evolución y el pronóstico del paciente será muy diferente. “Con lo cual, necesito un biomarcador sí o sí para identificar quién tiene Alzheimer. Si no, no voy a saber lo que está pasando”, afirma. En los contextos asintomáticos, por otra parte, la única forma de seleccionar a las personas que tienen Alzheimer también será el biomarcador, sostiene. “El día que haya tratamientos preventivos, ese biomarcador será nuestra única herramienta para identificar a estas personas”, apunta.

El médico es muy optimista a medio plazo: “Ahora podemos diagnosticar en personas cognitivamente sanas la presencia de proteínas [relacionadas con el Alzheimer] en el cerebro. Todavía no podemos predecir a ciencia cierta si todas estas personas que tienen estas proteínas en el cerebro van a desarrollar la enfermedad ni cuándo, y por eso no se recomienda un cribado poblacional, pero esto no es ciencia ficción. Son ensayos clínicos que están en marcha y que se van a leer en 2027. En dos años sabremos si quitar amiloide en personas sin síntomas ralentiza la aparición de la enfermedad”.
Si esto es así, precisa, “estaría justificado hacer cribados poblacionales y poder intentar prevenirlo”. “No estamos ahí, pero tenemos herramientas diagnósticas que funcionan y los ensayos clínicos en marcha. Esto no se acaba en estos dos fármacos que se aprobaron, sino que hay muchos más que están por venir y no solamente en estas fases de la enfermedad, sino en otras. La enfermedad dentro de cinco años puede ser irreconocible desde el punto de vista de cómo la tratamos, la prevenimos y lo que hacemos”, detalla.
Los expertos auguran también un impulso en el campo de la prevención. De hecho, una revisión científica identificó 14 factores de riesgo (tabaco, hipertensión, sedentarismo o contaminación, entre otros) a evitar para esquivar casi la mitad de las demencias. “Hay potencial en prevención”, defiende Eider Arenaza-Urquijo, investigadora ISGlobal y firmante de uno de los artículos de la serie de The Lancet: “Ya vimos un estudio que demostró que una intervención de estilo de vida —ejercicio físico, nutrición, actividad cognitiva y social— tiene un impacto en el declive cognitivo en gente con mayor riesgo de desarrollar Alzheimer", ejemplifica.
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