Rincones ocultos en las sierras cordobesas
A tres kilómetros de Santa Rosa de Calamuchita hay un convento benedictino y un pueblito fundado en el siglo XVIII
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Tres kilómetros antes de llegar a Santa Rosa de Calamuchita, en Córdoba, viajando de Sur a Norte por la ruta 5, a la derecha hay un ascendente camino de tierra que lleva a Calmayo, un pueblito cuya historia arranca en el siglo XVIII, y a un hermoso monasterio benedictino en el que se puede escuchar el mejor canto gregoriano del país.
La trepada, que alcanza los 800 metros sobre el nivel del mar, está situada en las últimas estribaciones de las Sierras Chicas cordobesas. Si se tiene suerte, el paisaje de más arriba incluirá el vuelo de un cóndor.
A los siete kilómetros del recorrido surge la sólida edificación del hotel El Parador de la Montaña, que desde 1991 pertenece a la Asociación Judicial Bonaerense. Se puede hacer un alto para tomar algo en su terraza-bar, a la vera del camino. Y, según la fecha, desde allí mismo se tendrá la oportunidad de ver pasar a los participantes del Rally de la República Argentina (este año, del 11 al 14 de mayo).
La serranía separa las rutas 5 y 36. El antiguo Camino Real atravesaba el cerro como alternativa para reducir en tres o cuatro días el viaje en carreta a Buenos Aires.
Ambas rutas conectan la capital cordobesa con Río Cuarto (en donde se puede acceder a la nacional 8), pero mientras la primera es la típica vía de montaña -sinuosa, y que alcanza su mayor altura en el dique Los Molinos-, la otra es conocida como "la ruta del llano". El panorama es muy distinto. La forma en que hay que manejar, también.
Villa exclusiva
Un café en El Parador de la Montaña acompaña los datos que sobre el lugar aporta su coordinador turístico, Guillermo Fernández.
Se remontan a la década de los 30, cuando el propietario del diario Crítica, Natalio Botana, decidió construir allí un hotel-casino. Aunque no logró la habilitación de la sala de juego, con el tiempo el complejo -al que ya complementaban las primeras cabañas, un gran salón de fiestas y amplios jardines- adquirió fama de villa "exclusiva", preferida por conspicuas figuras de la vida social, política y cultural del país.
La muerte de Botana en un accidente automovilístico derivó en la venta de la propiedad por parte de sus hijos. Tras ser explotada por otra firma hotelera, pasó a manos de la Orden Salesiana con sede en Rosario, que la destinó a retiros espirituales.
Años más tarde, los religiosos la pusieron en venta, algo que se concretaría sólo mucho después, con el interés de los judiciales bonaerenses. Introdujeron importantes reformas y reinauguraron el hotel el 21 de diciembre de 1991.
En 1945, en terrenos aledaños al parador se filmó la película "La pródiga", dirigida por Mario Soffici, y en la que Eva Duarte desempeñó su primer papel protagónico. Por motivos políticos, su estreno debió esperar 39 años.
Un par de precios del establecimiento. Alojamiento en temporada alta, con pensión completa, $ 36. Se puede hacer una comida por $ 7, con derecho a usar todas las instalaciones: piscina, canchas de fútbol y tenis, bowling, juegos infantiles, etcétera.
Panorama desde el cerro
Los 17 kilómetros que siguen deben cubrirse a marcha lenta. El camino es un zigzag angosto, con tramos muy empinados, en el que hay que poner buena atención a grietas y piedras, además de tener que sortear cuatro vados. Como contrapartida, son frecuentes los arroyos de agua cristalina, ideales para la pausa distendida.
La vegetación del cerro está compuesta por talas, molles y sauces. Cada tanto cruzan conejos y cabras. Es impresionante la imagen que se obtiene del valle de Calamuchita, hasta la azul silueta de las Sierras Grandes en el horizonte.
En una bifurcación, un trozo de madera señala el pueblo de Calmayo, dos kilómetros a la izquierda, y "el monasterio benedictino, 4 kilómetros", a la derecha. Enfilamos hacia este último.
Se trata del Monasterio de Nuestra Señora de la Paz, en el municipio de San Agustín, fundado el 3 de mayo de 1976. Es uno de los cinco que hay en el país. El más antiguo es el de Victoria (Entre Ríos), que acaba de cumplir 100 años.
Son benedictinos de clausura. Queda evidenciado cuando llegamos. En plena tarea de jardinería, uno de ellos ni siquiera nos mira cuando saludamos, aunque nos separan apenas tres metros. Insistimos, pero resulta demasiado para él: pone sus herramientas en una carretilla y desaparece.
La hermosa construcción, de techos a dos aguas y paredes revestidas en piedra, con un toque medieval, está integrada por dos edificios, una capilla, un pintoresco campanario, un sector para huéspedes y otro que hace las veces de taller. Allí, entre otras cosas, se fabrican los muebles del monasterio.
También posee un cementerio privado, en el que están sepultados todos los monjes fallecidos durante su vida de clausura. "Toque timbre", se lee en los portones de entrada. Aparece un hombre de unos 40 años, menudo, con una cruz de plata sobre el pecho. "Soy el portero", se presenta.
Después de aclarar que no puede dar su nombre y que para hablar con el prior Guillermo Allende, "o para quedarse como huéspedes", es necesario solicitarlo previamente por teléfono, acepta dar algunas precisiones.
Comenta que en este momento hay 13 monjes "en clausura absoluta", lo que implica la prohibición de recorrer una galería en donde se hallan sus habitaciones. Agrega que, además de la elaboración y venta de dulces, licores (como el Monacal, hecho con 100 hierbas y siguiendo una exclusiva técnica de la Orden) y obras de artesanía, el convento se solventa principalmente con la restauración de libros antiguos.
Ya tiene en su haber un notable trabajo de recuperación de valiosos textos pertenecientes a la Biblioteca Mayor de Córdoba, y existen tratativas para una labor similar en el Archivo Histórico de la misma ciudad.
Sin embargo, el prestigio más difundido del convento está vinculado con las misas, particularmente, las que se celebran en fechas como Navidad y Semana Santa.
¿Por qué? Porque como parte de la liturgia los monjes interpretan canto gregoriano con un excepcional nivel de calidad. "El mejor del país", califican algunos. "Uno de los mejores del mundo", arriesgan los más entusiastas.
El caso es que los sacromelómanos concurren a los oficios en gran número, aun desde lugares bastante alejados, como Salta o La Pampa, muchos provistos de grabadores. La pequeña capilla no da abasto, pero varias decenas de visitantes se conforman con escuchar el solemne cántico desde el jardín que la circunda.
Calmayo, sólo ochenta
El último destino es Calmayo ("monte de molles", en lengua de los comechingones), un pueblito de sólo 80 habitantes, dedicado a tareas rurales o a pequeños negocios de venta. Hay una plaza, entre las casas desperdigadas, y una muy pintoresca iglesia levantada hace más de un siglo.
Es uno de los dos únicos edificios que se distinguen del resto. El otro es La Casona, una posada (se puede pernoctar por 20 pesos) construida sobre el casco de una antigua estancia. Su propietario es Luis Moroni, de 36 años. Vive allí, con su mujer, Laura, sus tres hijas menores y un enorme perro negro.
Luis es una especie de hombre orquesta. Atiende la posada, tiene a su cargo la única cabina telefónica y el centro comunitario, hace de enfermero y explica a los visitantes la historia del lugar.
Se remonta a 1772, cuando el rey de España le otorgó a la familia Gigena Santisteban la posesión de esas tierras a cambio de la explotación y el envío de oro. La extracción se hizo en tres minas, El Tío, Tacuarí y Pampayo, y la abundancia del metal existente llevó a que con el tiempo el conjunto fuera conocido como El Triángulo del Oro.
Lo primero que hicieron construir los Gigena fue precisamente el edificio de la posada, como casco de una estancia de 2000 hectáreas, que llegó a tener una enorme influencia en la zona. Pero la explotación fue tan exhaustiva que no sólo se agotó el oro, sino que además las minas se inundaron, porque la excavación llegó a las vertientes subterráneas.
En 1947, Federico Gigena, descendiente de aquellos primeros propietarios, loteó y puso en venta el terreno, que finalmente se repartió entre tres familias cordobesas. A una de ellas, hace 10 años le compró Maroni el área que ocupa. La Casona posee varias habitaciones con baño privado a lo largo de una galería y un extenso comedor. Aún hay partes del edificio que datan del siglo XVIII.
Los Maroni no ocultan su satisfacción por vivir allí. "El único problema -admiten- es que sólo hay una escuela primaria. Nuestras hijas tendrán que hacer el secundario en San Agustín, a 40 kilómetros."
Momentos antes de despedirnos, Laura cuenta que vivió en un par de barrios de Buenos Aires. Hay un silencio que se acentúa con el canto de un pájaro solitario.
"Pero esto es muy distinto de Buenos Aires", le digo. "Sí -contesta ella. Por suerte."
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