
Un viaje por la selva oscura para vivir las Cataratas del Iguazú bajo la luz de la luna
Es un paseo casi único en el mundo; se trata de un recorrido de dos horas en un tren ecológico; luego, una caminata de 1100 metros por las pasarelas hasta el monumental salto de agua
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PUERTO IGUAZÚ (De una enviada especial).- En las Cataratas del Iguazú se ve el arcoíris de día y, a veces, también de noche. La bruma y esa llovizna casi constante frente a la Garganta del diablo, en las cataratas de mayor caudal del mundo, atravesadas por la luz de la luna llena, por momentos regala una tenue versión de esos colores propios de los días en que llueve con sol.
Son las seis de la tarde y empieza a esconderse el día en el parque nacional Iguazú. Algunos recorridos ya están cerrados para evitar que a los turistas los alcance la noche en medio de la selva, una combinación que parece generar cierto misterio y algunas amenazas. Por ejemplo, el sendero Macuco, una caminata de siete kilómetros en el interior de la selva, sólo está accesible hasta las quince.
A esta hora del primer lunes de mayo la temperatura agradable del día -superó los 20 grados- baja a 10. Llega el último tren desde el interior del parque a la salida, la gente ya trae puestos sus abrigos; algunos, gorros y bufandas. Empiezan a cerrar los negocios: primero, uno de piedras preciosas, luego se van los artesanos de su local de madera "Yhary" (cedro, en guaraní). Los empleados del parque recogen los residuos orgánicos e inorgánicos. Se pone más frío y más húmedo también. Las máquinas de café adquieren más protagonismo: en medio del silencio no cesa el ruido de los molinillos porque todos quieren su bebida reparadora.
Se ve la primera estrella aunque aún no es plena noche. El escenario está casi listo para empezar. Ni una nube, el cielo límpido. La luna. "Venga a disfrutar de una noche única en el mundo: paseo por las Cataratas en luna llena", promociona un cartel frente al kiosco donde se convocan los turistas. Los afortunados se organizarán en tres grupos, el último de los cuales terminará esta experiencia exótica pasada la medianoche. El que viaja está ansioso por lo extraordinario, lo diferente de su mundo cotidiano de escenarios repetidos. Siempre están repletos los cupos.
Alrededor de las ocho, guías y guardaparques empiezan a pedir los tickets a cada turista. El paseo cuesta 400 pesos por persona y está la opción de concluirlo con una cena, lo que eleva el precio a 580. Usan para esta tarea el único local de venta de souvenirs que permanece abierto a esta hora. Media hora después empieza el recorrido del primer grupo. Irineo Da Costa, uno de los tres guías, dice: "Cataratas les da la bienvenida a esta experiencia casi única en el mundo". Está en la Estación Central rodeado de turistas expectantes, energizados, algo conversadores. "Los felicito porque están acá". Sonríe, abre los brazos como agradecido. Apunta algunas sugerencias para el paseo y agrega: "Va a salir bien porque contamos con lo más importante: la luna".
El calendario lunar marca cinco noches de luna llena al mes (anoche la luna estaba detrás de un cielo cubierto de nubes y sólo si está despejado se hace el paseo nocturno). En Cataratas llueven casi 2000 milímetros por año.

"Sin luna no existe paseo, así que lo vamos a apreciar al máximo", propone el guía. Para esto recomienda, como cada vez que se asiste a un espectáculo en la ciudad, que se apaguen los celulares para que no haya ningún tipo de interrupción. "Se van a encontrar con un montón de cosas que no se ven en el día y que tampoco las van a ver pero las van a escuchar esta noche", anticipa. Sin embargo, el celular es una lucha perdida: mensajes de texto, alertas de WhatsApp, Twitter o Facebook ofrecen los más diversos sonidos y luces durante esta experiencia en extremo inusual.
El 80 por ciento de los animales tiene hábitos nocturnos, pero se aleja de los visitantes y hay que agudizar los sentidos para percibirlos. Por estas horas transitan en la selva ciervos, carpinchos, tapetes (conejos del bosque), comadrejas negras, yaguaretés. En el entramado de ramas habitan los murciélagos y búhos. Suena un concierto de distintos tonos y ritmos de ranas y sapos. Todo eso ocurre mientras los visitantes se disponen a marchar hacia la Garganta del diablo.
Estando uno quieto, el frío penetra los buzos de polar, las camperas; las caras lucen algo enrojecidas, se siente la humedad en la ropa, en el cuerpo. Daniela, otra de las guías, vuelve a decir lo de los celulares, que por favor se apaguen; y agrega el tema del flash. "Pongamos las cámaras de fotos en modo nocturno; el flash molesta y sale todo oscuro. Todos queremos disfrutar", dice. "Llegamos acá, somos afortunados, hay muy pocos lugares porque depende de las condiciones climáticas. Hoy son ideales". Sentirse afortunado, ser especial, incentivos para ver si así se acatan las normas.
Jorge, otro de los guías turísticos, se presenta y dice que es el encargado de relatar cómo será el paseo. Anuncia que comienza con el embarque en el tren (el viaje dura 20 minutos hasta la estación Garganta del diablo); allí se inicia una caminata de 1100 metros por el delta del río Iguazú en su trazado superior hasta el mayor salto del parque. El guía explica que las Cataratas son fruto de un río que nace en Brasil, cerca de Curitiba, que baja a más de mil kilómetros y junta entre 40 y 60 pequeños afluentes; toda esa agua se precipita por un cañón y recibe el nombre de Cataratas del Iguazú y termina su recorrido en las aguas del río Paraná.
Algo que rescata Jorge antes de emprender el viaje es que este es uno de los parques nacionales más importantes de la Argentina -fue creado en 1934- y alberga 67.000 hectáreas de selva paranaense. Tiene la mayor biodiversidad del país: es decir, alberga el mayor número de especies animales y vegetales. Repasa, también, algo que preocupa a los ecologistas: la deforestación que durante años se dio en Brasil, Paraguay y la Argentina. Había un millón de kilómetros cuadrados de selva paranaense y hoy quedan 60.000 en pequeñas parcelas, el 6 por ciento de la selva original. "Como visitantes sepan que tienen una responsabilidad al visitar Cataratas. Este es un lugar prestado de nuestros hijos y la idea es mantenerlo preservado para generaciones futuras", dice.
Ya en el tren una de las guías explica a una señora que la consulta, que el tren es ecológico, que funciona a gas para internarse en la selva sin perjudicarla. La máquina transita silenciosa, a no más de 20 kilómetros para evitar el atropello de algún animal que pueda andar por el sendero del tren. Aquí ya se ven celulares encendidos, lamparazos inútiles de los flashes apuntando a la oscuridad verde y hasta un señor con una linterna que intenta iluminar no se sabe bien qué. La propuesta era andar sin luces artificiales. Con la luna alcanza. Pero no.
El paisaje de la noche se traza con tonalidades de grises, negros y plateados. La sombra de los árboles en las pasarelas iluminadas, el reflejo de la luna en el agua brillante, la humedad de la espesura selvática, los aromas desconocidos, los sonidos de las hojas de los árboles, algún movimiento en el agua cuando se transita por las pasarelas. "Los pájaros no se ven pero se escuchan", dice uno de los guías cuando sugiere una caminata más silenciosa. En el agua hay, aunque no se las vea a esta hora, aves como la garza y el martín pescador, también buceadores como el lobito de río y tortugas. Todos ellos ofrecen sus sonidos para el que camina atento.

De día, en cambio, sí se ven las mariposas, que incluso transitan con los visitantes en el tren, se posan en la ropa, en los brazos, en las mochilas. Parecen domesticadas. Andan en manchones coloridos: azul metálico, negro aterciopelado, amarillo con negro, rojo y verde. De día también se ven pájaros carpinteros, vencejos de cascada (que se refugian y nidifican detrás de las cortinas de agua), loros chocleros, monos caí, coatíes. Estos últimos son el espectáculo del parque: al principio caen simpáticos, pero se convierten en molestos, siempre al acecho de algo para comer.
Uno de los guías explica que hace años los turistas empezaron a darles comida a los coatíes porque les resultaba pintoresco verlos acercarse; de paso podían tomarles fotos. Así fue como estos animales salvajes, cuya base de alimentación eran las raíces que conseguían en la selva, se dieron cuenta de que podían conseguir comida fácilmente. Empezaron a cambiar sus hábitos y se volvieron expertos cazadores de bolsas de nylon en las que huelen comida. Un biólogo investigó durante un año a los coatíes del parque y detectó un problema muy serio: estos animales estaban muriendo de colesterol por la comida chatarra que consumían. Desde entonces, hay una campaña de concientización para que los turistas no les den de comer. Hay que desandar ese camino dañino de años.
A los visitantes, acostumbrados a ser tan dependientes de la vista, no les resulta tan sencillo detectar los rastros de los animales por los sonidos que emiten. Tampoco contribuyen las charlas animadas a bordo del tour. Pero aún así el paseo tiene su magia, sobre todo en la pasarela frente a la Garganta del diablo. Esa inmensidad de agua blanca, similar a la plata según cómo le dé la luz de la luna, es sublime, inenarrable. Allí enfrente algunos callan, una pareja toma mates y mira fijo el gran cañón, está quien saca fotos con flash y se queja de que sale todo negro, está el señor que instaló un trípode y con una máquina profesional toma fotos y las vende, está la señora que eleva un mazo de cartas, las despliega frente a la gran cascada, tal vez así las energiza o las limpia. "No se olviden que desde siempre la luna fue inspiración de poetas y artistas. Inspírense ustedes", invita Denise, otra de las guías turísticas.
Ya en el retorno los cuerpos agradecen la tibieza del restaurante La Selva, ubicado en el parque, que recibe a los visitantes con carne a las brasas entre una variedad de otros platos que cada quien puede servirse. Después de la exótica experiencia de transitar la selva fría y húmeda a la luz de la luna, se celebra también la vuelta a la familiaridad.




