Cómo es por dentro una fábrica en la que se hacen un millón de celulares al mes
Visitamos la fábrica de Jaguariúna, en Brasil; es la más grande de Motorola fuera de China, con los que abastece al mercado brasileño; entre esa y la de Manaos, fabrican un celular cada 1,5 segundos
Cuando nos referimos a fábricas de celulares (esto es, el lugar donde se sueldan, atornillan y ensamblan las partes del teléfono que finalmente llevaremos en la caja) tendemos a pensar en dos cosas: por un lado, en las ciudades-fábrica chinas como Shenzhen, donde Foxconn y otros fabricantes construyen la mayor parte de los celulares (entre otros dispositivos) del mundo, en vastos complejos que combinan edificios enormes donde están las líneas de montaje con los lugares donde viven los operarios, y que fueron el foco de huelgas en 2022; o por el otro, en Tierra del Fuego, de donde salen casi todos los celulares que se venden en el país, fabricados por un puñado de empresas locales, y que tiene su origen en el intento de hacer atractiva, en los 70s y antes de que surgiera su interés turístico, una zona que entonces estaba muy poco poblada.
Pero hay varios puntos intermedios: India y Vietnam, por ejemplo, tienen cada vez más presencia a nivel mundial como centros de producción. No es necesario irse tan lejos para ver a un gigante de la producción en serie: en Jaguariúna, cerca de Campinhas, en el estado de São Paulo (en Brasil) funciona una fábrica de la que salen un millón de teléfonos al mes, todos para el mercado brasileño de smartphones de Motorola. Tiene sentido: Brasil es, en volumen, el quinto mercado más grande del mundo, detrás de China, India, Estados Unidos e Indonesia. Para darse una idea: solo esa fábrica produce lo mismo que todas las plantas de Tierra del Fuego. Y Motorola tiene otra en Manaos, en un polo fabril que se armó en el medio del Amazonas con la misma intención que el fueguino hace 50 años, y cuya promoción industrial durará, al menos, hasta 2073.
LA NACION visitó la fábrica con motivo de los 10 años del Moto G, la línea de dispositivos que ya acumula más de 200 millones de unidades vendidas, para conocer las múltiples líneas de montaje que tiene la compañía, de las que salen casi 1,5 celulares por segundo (entre Jaguariúna y una segunda planta que la compañía tiene en Manaos), y que son idénticas a las que pueden verse en China o Vietnam para esta u otras marcas (o, a escala, en Tierra del Fuego): una nave gigantesca donde se acomodan las diferentes líneas de producción, cada una asignada a un modelo específico de teléfono. En promedio, cada teléfono tarda unos 40 minutos en pasar de ser un conjunto de piezas dispersas a transformarse en un teléfono empaquetado y listo para su distribución y posterior venta.
El lugar no difiere de otros en todo el mundo (como la planta que Oppo tiene en Dongguan, tal como contamos en esta nota), pero aun así para entrar en la nave de 60.000 metros cuadrados, donde están las líneas de montaje, hay que dejar cualquier cámara de lado: no se pueden tomar fotografías, salvo en algunos puntos (y bajo supervisión local): el orden de armado y los equipos usados para automatizar algunos procesos son secretos, más allá de que todas las fábricas se parezcan y abreven de más o menos los mismos proveedores. También hay que vestir un guardapolvo especial, cofia y una especie de colita rutera para los zapatos, para evitar la estática que pueda arruinar algún equipo.
En el caso de Jaguariúna, la planta funciona como centro neurálgico de Motorola: una sala de control permite ver en tiempo real qué está haciendo cada línea de montaje de esa planta, de la de Manaos, de China, Estados Unidos, e incluso de la de Tierra del Fuego; y saber si hay algún problema con una de ellas. ¿Problemas? Claro: a medida que se va armando el teléfono se van haciendo testeos de los componentes: si uno falla, se retira esa unidad. Pero no alcanza con eso: falta saber qué fue lo que falló, porque no es lo mismo si fue el componente, alguna máquina soldadora o una persona; y una cosa es una falla ocasional, y otra una persistente.
De hecho, junto a cada línea de ensamblado se puede ver un monitor que muestra la tasa de error que está manejando esa línea, cuántos equipos se hicieron, cuántos faltan hacer para ese día, y otros datos más. Cada línea se dedica a un modelo en particular, y se ajustan según la necesidad de producir más o menos unidades, y la complejidad: hay modelos de teléfono con más piezas, o que requieren otras técnicas de producción (los teléfonos plegables, por ejemplo).
Esa línea es, literalmente, una gran fila de máquinas y mesas de trabajo, en una progresión fordista en la que no hay una cinta transportadora, pero sí el traslado de tandas de teléfonos -en unas sencillas cajas de plástico- que van pasando de una estación a otra. En Jaguariúna hay partes que se hacen en forma manual, y otras automatizadas. El objetivo claro y manifiesto es automatizar todo lo más posible, porque mejora la eficiencia de la línea (los jefes de planta presentes aseguran que los operarios conservarán su trabajo y harán otras tareas, aunque la experiencia internacional no es muy alentadora). La planta ya funciona las 24 horas: tres turnos de operarios se encargan de producir unos 40.000 celulares por día.
Todo comienza con una placa de plástico (un PCB, en la jerga) de hasta 7 capas, donde se irán soldando y conectando los componentes principales y secundarios; en total, un smartphone moderno puede tener desde 700 hasta 1500 componentes, contando absolutamente todo lo que se le agrega a ese cachito de plástico, que tiene un tamaño específico para cada modelo, y donde las diferentes capaces de plástico separan conexiones metálicas para vincular los diferentes elementos. A eso se van agregando el resto de las cosas -la carcasa, la pantalla, la batería; se sueldan el procesador y la memoria; se agregan las cámaras, los parlantes, los micrófonos y más, todo en una coreografía y un orden que debe seguirse a rajatabla: no solo por una cuestión de eficiencia en la producción, sino porque el espacio dentro de un dispositivo se intenta reducir al mínimo, y eso se logra si las piezas se encastran de cierta (por lo general, única) manera.
Muchos componentes (los diferentes chips que usa un celular, por ejemplo) vienen en rollos, que las máquinas van “chupando” para soldarlos, y que requieren una renovación manual a medida que se agotan; otros, los que se ponen a mano -como los módulos de las cámaras- están en diferentes bandejas. En otras plantas, y para algunos modelos, el proceso es diferente, y todas las partes llegan en una suerte de paquete (un SDK, o kit semi desarmado) y una misma persona arma todo.
Una segunda etapa en la fabricación del teléfono involucra chequear el buen funcionamiento de todos los componentes; cada vez más se hace en forma automatizada para, por ejemplo, verificar que la pantalla no tenga pixeles muertos, algo que ya no es posible hacer a simple vista. También se hacen testeos aleatorios: retirar equipos al azar de una partida para examinarlos a conciencia y verificar que todo esté como se espera.
Y una tercera etapa involucra instalar Android, en dos pasos, que es quizá lo más pedestre del asunto: son grandes anaqueles con los teléfonos enchufados, en los que se va instalando el sistema operativo, una de las partes que más demora en todo el proceso. Primero se instala una versión básica -el firmware- que sirve entre otras cosas para verificar el funcionamiento de sensores, las radios y más; y luego la versión de Android que toque en suerte; le toma un poco menos de diez minutos.
Con el teléfono ya terminado se coloca en la caja individual, y desde 2020 se agrega un paso extra: cada caja recibe una pequeña dosis de un perfume que la compañía diseñó específicamente para sus teléfonos en San Pablo, y que requirió cierto cuidado, ya que se aplica sobre la caja pero debe estar hecho de tal manera de no afectar al teléfono mientras se evapora.
Con los teléfonos en las cajas, se arman los pallets y comienza su distribución, de la planta de Jaguariúna (que gestiona Flex, un gigante de la manufactura electrónica al estilo de Foxconn, que se encarga de fabricar para Apple y otras compañías) a todo el país. A diferencia de otras plantas en otros países, no hay fabricación para exportar: todos los teléfonos se hacen para el vasto mercado brasileño. La planta, además, es una de las integrantes del Silicon Valley brasileño, que tiene a la zona alrededor de Campinhas y de su universidad como una gran fuente de empresas y de demanda de profesionales calificados en electrónica.
De hecho, muy cerca de la planta Motorola tiene un centro clave para el desarrollo de todo el software de sus cámaras, un área históricamente floja de la compañía y que ha mejorado muchísimo en los últimos dos o tres años, gracias a un mayor esfuerzo en el hardware y también en el área de procesamiento de imágenes, que se hace en el Instituto Eldorado, en donde también se crearon algunos clásicos recientes de la compañía, como los gestos para activar la linterna o la cámara agitando el teléfono, dos ideas que se usan en todo el mundo y que nacieron en Brasil.