¿De quién será nuestra mente cuando esté almacenada en un servidor en la nube?
El deseo de mejorar nuestras capacidades es tan viejo como nuestra especie. Arrimarnos al límite de nuestros territorios, de nuestras sociedades o de nuestras mentes para luego cruzarlos parece haber estado de fondo en cada uno de los hitos que la humanidad alcanza. Es por esto que muchas veces se conoce como transhumanismo al interés por trascender nuestras humanas limitaciones.
Si bien no hay un cuerpo común de principios en el transhumanismo, la obsesión por "curar la muerte" es un lugar común. "El hombre viene deseando la inmortalidad desde que el mundo es mundo", decía hace algún tiempo el doctor en bioquímica Rodolfo Goya. Entre las fantasías transhumanistas más frecuentes está la de superar la muerte "subiendo" nuestra mente a la nube como si fuera el backup de una foto.
Por un momento suspendamos el juicio y toda la evidencia en contra de la idea y supongamos que subir nuestra mente a la nube es en efecto posible. Los detalles son irrelevantes frente a la cuestión más amplia: una vez que podamos capturar y subir nuestra mente a un sistema digital, ¿a quién va a pertenecerle la información que nos hace quienes somos?
En un artículo reciente el activista transhumanista B.J. Murphy se pregunta esto mismo y recorre una serie de cuestiones. En primer lugar, Murphy reflexiona sobre los derechos que tenemos sobre nuestro propio cuerpo. Recuerda que hasta hace no mucho el trabajo infantil era perfectamente legal en tanto no se consideraba a los niños como dueños de su propio cuerpo en tanto sujetos legales.
Sin ir más lejos, el debate que se dio recientemente en el Congreso respecto del aborto y a contracorriente del mundo desarrollado concluyó que las mujeres no son dueñas de su propio cuerpo en tanto tenga capacidad reproductiva. Es su cuerpo, pero no su decisión. Lo que Murphy se pregunta es cómo evolucionará la discusión respecto de los derechos sobre nuestros cuerpos con el advenimiento de órganos y extremidades artificiales.
¿Tenemos derecho a hackear un implante en nuestro cuerpo? Si reemplazan nuestro corazón por uno artificial, ¿tendremos derecho a alterarlo como queramos o ese derecho quedará reservado a su fabricante? Si la discusión por el derecho a reparar puede tener sus entretenidas discusiones, el asunto está por ponerse mucho más divertido aún. Más aún, ante el desacuerdo respecto de a quien pertenecen nuestros cuerpos, ¿qué pasaría si surge la opción de reemplazarlos por completo?
Murphy toma el ejemplo de los implantes cocleares y el régimen de protección de propiedad intelectual que rige sobre ellos. En otras palabras: aunque nuestros cuerpos estén "mejorados" con prótesis, externas o internas, no siempre queda claro hasta dónde tenemos derecho a alterar esas modificaciones. La información respecto del estatus legal de los implantes cocleares es más bien escasa pero el escenario no suena implausible: si al modificar nuestros teléfonos celulares bien podemos estar infringiendo la ley, nada apunta a pensar que alterar nuestros implantes sería distinto.
Es probable que el principal impacto de los recientes traspiés de Google y Facebook en materia de privacidad y los datos de sus usuarios sea el interés público en el asunto. De repente hablar de quién posee la información acerca de nosotros es parte de una agenda pública y hasta tiene cada vez más peso político. La pregunta más insidiosa es, sin duda, si hoy mismo somos dueños de nuestra información.
Puede argumentarse que en cierto sentido somos la información que compartimos, pero esta no es la forma en que suele darse la discusión. En cambio, solemos entender que nuestra información es acerca de nosotros pero no es estrictamente "nosotros". Ahora, si pudiéramos capturar aquello que somos de forma digital esta información sería, en efecto, quienes somos. Y si esta copia digital de nuestra persona pudiera cargarse en un soporte físico, ¿a quién pertenecerían estos datos?
Curiosamente, cambiar la forma en que entendemos a nuestros datos frente a la posibilidad de capturar nuestra persona de forma digital podría ponernos en una posición más privilegiada frente a los gigantes como Google o Facebook. Si reconocemos que los datos que poseen hacen a las personas y no solo hablan acerca de ellas, los derechos sobre esa información podrían ser aún más estrictos en favor de a quienes esas copias representan. Aún más interesante es la posibilidad de considerar que esas copias digitales de personas podrían ser sujetos de derecho en sí mismas.
Se propuso incorporar impuestos sobre el uso de nuestros datos por las empresas de internet para financiar un sistema de ingreso básico universal así como se barajó la idea de que nuestros datos tengan vencimiento y no puedan ser utilizados pasado cierto período. Ninguna de estas propuestas, sin embargo, parece ser lo suficientemente potente ante la posibilidad de subir nuestra mente a la nube.
Por supuesto, todo esto no es más que un ejercicio de ficción o diseño especulativo. La posibilidad de capturar aquello que hace a una persona de forma digital —negligentemente asumiendo que la mente es una computadora — no es más que una útil disquisición para problematizar la naturaleza de los datos que generamos, que somos, o, si se me permite, las consecuencias éticas de nuestra inmortalidad.
No estoy seguro de que el valor exagerado que algunos transhumanistas ponen en la posibilidad de la extensión de la vida sea del todo sensata pero si de algo nos sirve el diseño del futuro es pensar mejor el presente en el que vivimos. Yo no quiero vivir para siempre. No me queda claro si mi copia digital opinará lo mismo.