
Zeppelin, algo más que un dirigible
El sueño de un noble alemán de construir inmensas moles de metal y tela más livianas que el aire signaron toda una época de la historia de la aeronáutica.
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El conde Ferdinando Adolfo Augusto Heinrich von Zeppelin sabía de los honores y de los sinsabores. Había nacido en 1838, frente al lago Constanza, y su rígida formación familiar lo llevó a seguir el oficio de las armas. Oficial en los ejércitos de Württemberg, Prusia y luego en el del imperio alemán, llegó al grado de teniente general.
Pero un sueño le rondaba la cabeza desde 1863, cuando actuaba como observador militar durante la Guerra de Secesión norteamericana. Allí, a bordo de un globo utilizado para auxilio del trabajo topográfico realizado por tropas de la Unión, cerca de la ciudad de St. Paul, había experimentado por primera vez la sensación de volar. Fue sólo un breve ascenso.
Tuvo que esperar hasta su retiro de la vida militar, a los 52 años, para pensar en realizar su sueño de vuelo en máquinas más ligeras que el aire y que pudieran ser dirigidas en un curso establecido por el hombre y no por el viento. Llegó a empeñar su pensión de militar y gastar la dote de su hija. Fue tratado de loco. Los primeros ensayos fueron fracasos y varios explotaron por el hidrógeno que llevaban. Pero cuando, el 2 de julio de 1900, el LZ 1 se elevó sobre las aguas del lago que lo vio nacer, el Constanza, cerca de Friedrichshafen, sus críticos debieron callar. El gran cigarro volador medía 128 metros de largo y 11,64 de diámetro y era impulsado por dos motores Daimler de 14,7 HP cada uno, que le permitían alcanzar la velocidad de 17,3 nudos.
El ímpetu por la construcción de dirigibles cada vez más grandes no parecía tener límite. Cada modelo superaba al anterior. Y llegó la Primera Guerra Mundial. Los zeppelines -a estos objetos ya se los conocía por el nombre de su creador- fueron utilizados por ambos bandos para bombardear objetivos civiles y militares. Su autonomía le permitía llegar a los lugares más remotos.
Pero otras máquinas aéreas, los aviones, con sus balas trazadoras ZPT, recubiertas de fósforo, le quitaron el reinado de los cielos. Una sola bala en uno de los numerosos tanques de hidrógeno del zeppelin era suficiente para que se convirtiera en pocos segundos en una antorcha.
El conde Von Zeppelin vivió para verlo, ya que falleció de neumonía a menos de un año de terminar la conflagración. Pero hasta último momento siguió dirigiendo la empresa que fundó -con la ayuda de su brazo derecho y continuador, Hugo Eckener- y subiendo a las alturas a bordo de algunas de sus creaciones.
La decadencia de los zeppelines comenzó con el desastroso incendio, nunca aclarado, del Hindenburg, que por aquellas época era conocido en su patria de origen sólo por su matrícula, LZ 129. En la Segunda Guerra Mundial se los utilizó sólo unos meses y desaparecieron de los cielos. Hasta hace poco, cuando despegó un nuevo modelo, el Zeppelin NT, también construido en Friedrichshafen, dispuesto a recrear una era ya ida.



