
Iván Noble: el regreso de Caballeros de la Quema y una mirada crítica a la nueva época musical
El músico Iván Noble habla sobre el regreso de Caballeros de la Quema con nuevo disco, el presente del rock argentino y lanza una crítica a la cultura actual de los artistas jóvenes, marcada por la urgencia del éxito, el algoritmo y la ostentación

Después de 25 años, Caballeros de la Quema lanza un nuevo disco y lo presenta en el Movistar Arena; el artista habla del reencuentro con sus compañeros, de cómo cambió la manera de hacer música y de la importancia de mantener la autenticidad en tiempos dominados por la fugacidad
Hoy en Conversaciones nos encontramos con Iván Noble, una de las grandes voces y poetas del rock argentino. Líder de Caballeros de la Quema, banda emblemática del rock barrial de los 90, Noble celebra el regreso del grupo con un nuevo disco después de 25 años, que presentarán en el Movistar Arena. Figura central de la cultura musical de las últimas tres décadas, combina canciones que se volvieron himnos con una mirada lúcida y sensible sobre su tiempo.
En esta entrevista, Iván repasa el reencuentro con sus compañeros, el desafío emocional de volver al estudio y lo que significa grabar y presentar música en una época marcada por la fugacidad. También habla de la herencia cultural que transmite a su hijo, de cómo conviven las nuevas generaciones en sus recitales y del lugar que hoy ocupa Caballeros de la Quema dentro de la historia del rock nacional.
¿Qué te trajo hasta acá?
Un disco nuevo de Caballeros [de la Quema] después de 25 años. Tuvimos la imprudencia de sacarlo físico porque todavía hay mucha gente que quiere el CD para tocarlo y leer las letras. Logramos que Sony lo edite. Fue un desafío, sobre todo emocional: volver al estudio con la misma gente después de tanto tiempo alejados. Salió muy bien.
La separación de Caballeros fue “sin piñas y sin abogados”.
Ese es el eslogan y, sí, ya es mucho más de lo que han podido hacer otros.
Hablábamos de los Gallagher, Noel y Liam…
Nosotros no tenemos hermanos en la banda; sería lo único que faltó. Igual, las separaciones suelen ser traumáticas. La nuestra fue en 2001, un momento bravísimo del país. Nuestro último show de esa época fue el 20/12/2001 en Morón. Imaginate…
¿Y ese día hicieron show?
No se podía suspender. Fue insólito: el país prendido fuego y nosotros tocando en nuestra patria chica. Después pasaron 17 años hasta reencontrarnos, y hace cuatro o cinco venimos haciendo shows esporádicos, grandes y emotivos.
Escuché “Fiesta de zombis” y “Otro día en la oficina” del nuevo disco y anoté una frase: “envejecen los James Bond”.
A veces me preguntan de dónde salen las canciones. Pienso en una frase de Leonard Cohen: si supiera de dónde, “me compraría un banquito y me sentaría en esa puerta”. Hay que confiar en el instinto: la punta del ovillo aparece en cualquier momento. Estaba en la playa de invierno, mirando Twitter, y vi una foto de Pierce Brosnan: elegantísimo pero anciano. El paso del tiempo es lo que más me interpela. Me salió: “la puta madre, envejecen hasta los James Bond”. Dos minutos después, Patricio —el bajista— me mandó una música. Lo primero que escribí: “envejecen los James Bond, se nos caen las fichas del dominó”.
También decís: “allá afuera el sol baila el reggaetón de los idiotas”.
No es un ataque al género. No me gusta, pero iba a decir “el rock and roll de los idiotas” y me acordé de la canción de Sabina. Cada época tiene su pulso; hoy lo urbano captura la fugacidad y la urgencia: todo debe durar 15 segundos; si dura 20, aburre. Estamos idiotizados.
Venimos de otra cultura, de escuchar discos enteros.
Eso era mejor. Me formé con el rock, el tango por mi viejo, el folklore. Antes nadie corría detrás de que la canción sea “tiktokeable”. Ese mandato me parece una idiotez.
¿Te sentás con tu hijo Benito a escuchar música?
Iván: Sí, sobre todo cuando vamos en el auto. Es el momento en el que compartimos música, porque no tiene más remedio que estar al lado mío (ríe). Benito tiene 20 años y me muestra mucha música nueva, y más de una vez me sorprende con cosas que me gustan. Gracias a él descubrí a Mac Miller, a Kendrick Lamar o a Billie Eilish. A primera vista, yo hubiera pensado que Billie era “una pop star más”, pero me mostró un disco acústico y me encantó. Si no fuera por él, probablemente nunca hubiera escuchado a esos artistas.
Y también pasa al revés: cuando él me pone a Bruno Mars, yo le muestro a James Brown; cuando me habla de un artista actual, yo le pongo a Prince. Así se da un ida y vuelta muy lindo, una especie de vasos comunicantes entre generaciones. Esos cruces me emocionan, porque me recuerdan que la música sigue siendo un puente enorme.
Y eso, volviendo a Caballeros, volviendo al show en el Movistar Arena el 10 de octubre, debe sentirse mucho en el público también…
Iván: Totalmente. El primer gran show que hicimos después de separarnos fue en el Estadio Único de La Plata, y no sabíamos qué iba a pasar: habían pasado 17 años. Yo pensaba que la gente ya se había olvidado de nosotros. Pero salimos al escenario y había un montón de público con las remeras viejas —a algunos apenas les entraban—, acompañados por sus hijos e hijas. Eso me conmovió mucho. Era como ver la herencia de nuestras canciones pasar de una generación a otra. Y me di cuenta de que eso mismo, que yo veía en artistas enormes como McCartney, ACDC o Roger Waters, ahora nos estaba pasando a nosotros, con todas las distancias que quieras. Creo que es lo más lindo que puede ocurrirle a alguien que escribe canciones: que sigan vivas en el tiempo.
¿Y qué sería tener “un alma de mocasín”?
Mocasín me remite a lo clásico, a lo antiguo —mi viejo usaba—, y no lo digo de forma despectiva. Lo uso para señalar algo que veo en la época: muchos pibes están muy apurados por el éxito y, sobre todo, por la guita. Esa ansiedad —muy de la “criptocultura”, de los criptobros— la puedo entender como una reacción ante un futuro que, a los 18 o 20, parece un desierto (a todos nos pasó). Pero esa ambición tan enfocada en lo material te “envejece” rápido. Antes colgábamos pósters de Spinetta o Dylan; hoy siento que algunos colgarían el de [Federico] Sturzenegger. Ese modelo de vida donde éxito = plata me parece un páramo cultural. Lo veo mucho en redes —no tanto en la calle— y excede a la Argentina: es un signo de época.
¿Lo notás también en algunas letras de canciones?
Totalmente. Cuando nosotros teníamos 18 o 20, si se hablaba de autos o de ostentación solía ser irónico o crítico: Pink Floyd, Serú Girán (“esas motos que van a mil…”). Ahora aparece más la exhibición directa —cadenas, lujo—, importada de otra cultura, y queda rara en un país donde “estar” ya es bravo.
Alguno lo justifica diciendo que de chicos no tenían nada y ahora buscan reivindicarse.
Es cierto que muchos vienen muy de abajo. Tal vez, pasada esa primera ola de fascinación con el éxito y la plata, aparezcan otras letras. Acá tenemos letristas enormes —desde el tango, Homero Manzi— y, si a un pibe de 20 le cuesta entrar por ahí, que escuche a Charly, Spinetta, el Indio. Hay mucho para contar que no pasa sólo por el éxito.
Me anoté algo que dijiste: que sentías una “deuda” con el sonido de algunos discos…
Sí, claro. Y no sólo en Caballeros: le pasó a todas las bandas de los 90. Los primeros discos se grababan en condiciones que hoy suenan paupérrimas. Eran apuestas de las discográficas, que invertían un poco en bandas nuevas pero con presupuestos mínimos: había que grabar un disco entero en tres días, con la torpeza lógica de ser amateurs. Yo quiero muchísimo esos discos, porque tienen una pasión irrepetible, pero suenan como si Colapinto corriera en un Fiat 600. Hoy se graba de otra manera, con más recursos y experiencia, y después de tantos años de oficio, uno quiere creer que aprendió algo al entrar al estudio.
Se viene el bautismo en el Movistar Arena. ¿Lo veías como algo a lograr?
Cuando Caballeros tocaba seguido, el Movistar Arena no existía. Lo más parecido era el Luna Park, donde hace poco pudimos darnos el gusto de tocar. En los 90 estuvo cerrado un par de años y nos quedamos con las ganas. Ahora, el Movistar me parece un lugar de primer mundo: desde la llegada, la acústica, la visión desde cualquier punto, hasta la posibilidad de tomarte una cerveza antes del show. Va a ser nuestro primer Movistar con Caballeros. Yo ya había estado teloneando a Sabina y sé lo que se siente. No va a ser la presentación oficial del disco, pero sí una especie de bautismo: vamos a tocar algunos temas nuevos, aunque, obviamente, no pueden faltar los clásicos de toda la vida como Oxidado, Sapo de otro pozo, Otro jueves cobarde o Patri.
Siempre me acuerdo de Patri. En los 90, cuando sonaba, a mí me remitía al grunge: era como un Pearl Jam argentino, con una letra barrial.
Sí, esa era la aspiración. La idea de Patri surgió de una noticia que leí en el diario: una chica que había desaparecido, todos imaginaban lo peor, y después reapareció. Básicamente se había peleado con su familia y salió a vender los anillos de la abuela. Hace poco, una periodista me dijo: “Para mí Patri es la primera canción feminista del rock”. No sé si lo es, pero sí es una historia de una chica que sale al mundo, enfrenta abusos y acosos, y sobrevive.
¿Y la frase: “Y la noche se hace demasiado larga con un Guaymallén de cena...”?
Esa fue nuestra primera canción que empezó a sonar fuera del circuito del rock. Estaba en el primer disco, y cada tanto aparecía en alguna radio más “generalista”. Hoy es común que se mezclen géneros en el aire, pero en aquel momento el rock tenía una sola frecuencia en Argentina.
Había una actitud grunge en Caballeros. ¿Escuchaban Nirvana, Pearl Jam?
Sí, mucho. Pero para ser justos, nuestra formación venía de muchos lugares: Lou Reed, Tom Waits, Pearl Jam, Nirvana... aunque lo que queríamos ser era Sumo. Esa mezcla de rock, reggae, baladas... algo que no se encasillara. Caballeros siempre fue una banda que buscaba abarcar un poco de todo.
¿Dirías que Patri fue el primer gran tema de apertura, antes de la masividad de La paciencia de la araña?
Sí. Patri fue la primera canción que empezó a escucharse más allá del rock, incluso en noticieros de provincias, donde había menos prejuicios con los géneros. Para mí fue un pequeño crossover. Y me gustó mucho cantarla, porque en ese disco todavía me costaba ponerme los auriculares y escucharme. El productor me decía: “Cantala tranquilo, sin romper la voz”. Fue un desafío.
Me hablabas del Movistar. Allí también estuviste con Joaquín Sabina. ¿Llegaste a tener relación con él?
Sí, claro. Tengo muchas anécdotas. Cuando grabamos juntos Otro jueves cobarde fue un sueño: para mí Sabina está en el top tres de escritores de canciones en castellano. Su pluma no tiene nada que envidiarle a nadie. En esa grabación, yo con la guitarra, él con su birome, escribiendo a cuatro manos... Cuando dudé en arrancar, me dijo: “Si no vas a faltarme el respeto, no vamos a poder hacer esto”. Y la última vez que lo vi, hace poco, en la prueba de sonido, me saludó con un abrazo y me dijo (pone la voz de Sabina): “Acá me ves, envejeciendo sin ninguna dignidad”.
León Gieco también estuvo al comienzo de su historia. ¿Fue un puente para el primer contrato?
No exactamente. Grabó en nuestro tercer disco, pero fue el primero que nos dio una mano. Cuando Caballeros todavía era under, le hicimos llegar un casete con un tema grabado en la sala de ensayo. Era un desastre técnico, pero él igual se sumó. No nos conocía, simplemente creyó en la canción. Fue un gesto enorme.
¿Y cómo llegaron al primer contrato discográfico?
Fue con BMG, que en ese momento decidió abrir un sello de rock nuevo: Iguana Records. Las dos primeras bandas que firmaron fueron Juana la Loca y nosotros. Era otra época: llevabas el demo en cassette dentro de un sobre, y si tenías suerte lo escuchaban. Así fue: nos escuchó Martín Rea, lo mostró en la compañía, y arrancó la historia.
Y hoy, con las plataformas, la masividad puede ser un océano. ¿Cómo lo ves?
El filtro es imposible. A nuestra edad, hacer cálculos del tipo “esta canción va a sonar mucho” o “esto puede tener miles de views” es una tontería. El algoritmo no está mirando a Caballeros de la Quema, y está bien que así sea: está mirando a otras edades, a otros géneros. Nosotros ya pasamos por eso. Hoy se parece más a los comienzos: apostar al boca a boca, a que la gente escuche el disco porque le gusta.
En los 90 te pasaban el CD por la radio. Hoy, por WhatsApp.
Exacto. Después de los 50 años no podés estar urgido por pertenecer al algoritmo. Sería un suicidio artístico. Querer forzar canciones para encajar en la época es volverte una caricatura de lo que fuiste. Y ese es el gran desafío de la vida después de cierta edad: no transformarte en tu propia parodia.
¿Por qué incluyeron Costumbres argentinas en el disco nuevo?
Teníamos ganas de hacer un cover del rock nacional, como declaración de principios: venimos de ahí. Fue difícil elegir. Durante los shows veníamos tocando Vencedores vencidos de los Redondos, pero nos parecía demasiado obvio. Queríamos ir a un lugar distinto y todos coincidimos con Los Abuelos de la Nada. Además, Costumbres argentinas nunca tuvo una versión de estudio. Estaba solo la del Ópera. La grabamos casi al límite, porque no nos convencía, pero Gustavo Borner —nuestro productor— nos hizo volver a grabar bajo y guitarras, y ahí apareció la versión que quedó. Tiene impronta nuestra.
Un productor termina siendo casi un psicólogo de la banda.
Totalmente. A veces es como un terapeuta de pareja, solo que acá son cuatro o cinco. Tiene que ser árbitro. Cuando le das a alguien el rol de productor artístico es como darle la dirección técnica en el fútbol: si te dice “es por acá”, tenés que confiar. Si no, no funciona.
Hablabas de liderazgo. ¿Sos la cara y el líder de Caballeros?
Hacia afuera, sí: el cantante suele ser la cara en el 95% de las bandas. Pero puertas adentro, en la sala, el liderazgo es compartido. Todos tienen el mismo peso musical que yo. Yo escribo, pero lo hago arriba de lo que los otros integrantes de la banda componen. La cocina de una banda es siempre más compleja de lo que parece.
¿Cómo se preparan para esta gira?
Estamos en pleno ensayo. Antes ensayábamos todos los días; ahora buscamos intensidad en poco tiempo. Hacemos 10, 12, 15 ensayos fuertes, con la lista definida, pero sin estar meses encerrados. Es más sano: operaciones relámpago.
Pasaron más de 30 años. ¿Dónde ubicás a Caballeros en la historia del rock argentino?
Me cuesta ponerlo en palabras. Creo que fuimos cronistas de los 90, como muchas otras bandas. Para algunos, fuimos parte de su banda de sonido personal y de época. Pero me gusta ser prudente: el rock argentino tiene nombres enormes. Spinetta, Charly, el Indio, Moris, Lito Nebbia, Miguel Abuelo, Federico Moura… Ojalá lo que quede de Caballeros sean algunas canciones vigentes, que todavía emocionen. Con eso ya estoy más que pago.
En paralelo escribiste El doctor Álvarez contra los All Blacks. ¿Cómo nació ese libro?
Es la historia de la enfermedad de mi viejo, que murió de un tumor cerebral. Empezó como una crónica de ese proceso, pero terminó siendo también una reflexión sobre la infancia y la relación padre-hijo. Mi terapeuta me dio esa frase que quedó como título: “Hoy es tu viejo contra los All Blacks”. Y yo siempre digo que el que escribe tiene que ser un cartonero del habla popular: rescatar frases de un tipo en un bar, de alguien en la panadería… De ahí pueden salir canciones o literatura.
¿Escuchabas música con tu papá?
Sí. Él me acercó mucho tango y jazz. Mi vieja, Mercedes Sosa y León Gieco. En casa estaba ese sonido. Con mi viejo, a veces, lo que no podíamos decirnos lo decíamos con música. Nuestros viejos no eran de decir “te quiero”, pero nos querían mucho. Su forma de dar amor era mostrarte un disco, un artista.
¿Cuál y cuándo fue el primer disco que te compraste con tu plata?
A los 14. Ahorraba lo del buffet del colegio y encargaba discos en la disquería de D’Agostino en Morón. Fue Synchronicity de The Police o El lado oscuro de la luna de Pink Floyd, no estoy seguro. Pero me acuerdo perfecto de Yendo de la cama al living, el primer solista de Charly. Ese disco me marcó.
¿El mejor show de tu vida como espectador?
Amnesty, en River. Yo tenía 19, 20 años. Ver a León, Charly, Tracy Chapman sola con su guitarra, Sting, Springsteen, Peter Gabriel… Y las Madres en el escenario. Fue imbatible. Entendí que el género “canción” puede llenar un estadio con una sola guitarra. Ese recuerdo me emociona hasta hoy.
¿Tu mayor virtud?
Me gusta creer que la prudencia, o la templanza.
¿Y qué rasgo te enorgullece?
No suelo estar muy orgulloso de mí mismo, casi nunca. Pero duermo tranquilo.
¿Qué parte de tu infancia volverías a vivir?
Los domingos al mediodía en lo de mis nonos. El olor a salsa desde temprano, mi abuelo mirando a Reutemann por ATC.
¿Qué canción te emociona más?
La última curda.
¿Qué paisaje argentino llevás siempre adentro?
La playa. Me gusta mucho la costa argentina. Sentarme con el mate y mirar el mar.
¿Qué libro, película u obra te marcó para siempre?
Sexus, de Henry Miller. Lo leí de adolescente, después de haber pasado por los clásicos latinoamericanos como García Márquez o Cortázar. Fue una ventana a otra educación sentimental.
¿Qué te da bronca?
La crueldad, siempre. Y cada vez más, el ruido. Las motos sin silenciador, los sopla-hojas… Y también las minucias cotidianas: el que estaciona en doble fila y se va, el que no piensa en el otro.
¿Qué te hace reír con ganas?
Escuchar a Dolina, todavía. Desde hace años me duermo con la radio. A veces me despierto casi dormido riéndome a carcajadas
¿Con quién te gustaría tener una última charla y por qué?
Con mi hijo Benito. Ojalá sea dentro de muchos años, pero que sea con él.
¿Qué te gustaría que digan de vos dentro de 100 años?
Llevo una frase de Marco Aurelio: “pronto olvidarás todo, pronto todos te habrán olvidado”. La posteridad me tiene sin cuidado. Que, si algún descendiente me ve en un árbol genealógico, diga: “Dicen que mi tatarabuelo era buen tipo”. No mucho más. Pasar por la vida sin joder a los demás y, si hacés canciones, agregar un poco de belleza al asunto









