Colapsos cámara en mano
En una película, el plano secuencia –ese recurso que permite narrar de modo continuo, sin cortes, a través de estudiados movimientos de la cámara– puede habilitar el más desenfrenado artificio (un director diciendo “aquí estoy yo”) o el más radical intento de conectar la representación con el mundo de lo real. Orson Welles dejó su firma en el trepidante plano secuencia que inaugura Sed de mal. En el extremo opuesto, Flaherty optó por retirarse para que la cámara, también en plano secuencia, capturase sin demasiados artificios la vida del protagonista de Nanuk el esquimal. Pensé en todo esto días atrás cuando, impelida por las imágenes que no paran de llegar de Francia, revisé dos producciones recientes realizadas en ese país.
Una es la serie El colapso, presentada en 2019. Ocho episodios de poco menos de media hora cada uno, filmados en estricto plano secuencia. Cada capítulo enfoca un aspecto particular de una hipotética catástrofe general. El motor narrativo: por razones no explicitadas, algo de lo que ordena nuestro complejo sistema civilizatorio deja de funcionar y los habitantes de a pie quedan, para decirlo en términos barriales, pedaleando el aire. Desesperan los operarios de una central nuclear a la que ya nadie puede controlar, los empleados de un supermercado al que todo el mundo quiere saquear, el cuidador de un geriátrico que queda olvidado a la buena de un Dios ausente.
La serie posee la rara hipnosis de la angustia. Lo que cuenta es insoportable, el plano secuencia –ni un mísero corte– le da un tono casi documental; sabemos que estamos viendo ficción, pero que las postales del fin de esta era podrían ser muy parecidas.
El colapso se estrenó antes de que estallara la pandemia de Covid 19, y en cada uno de sus capítulos sobrevuela la incertidumbre –ya olvidada– que nos atenazó por aquellos días. Sobrevuela también una sospecha: la orgullosa, sofisticada y por momentos avasallante civilización que nos contiene bien podría tener pies de barro. Un núcleo de fragilidad enquistado en la que se supone su mayor fortaleza: las inasibles redes de electricidad, algoritmos, acumulación de datos interdependientes, abigarrados y opacos para la mayoría de las personas. Si una de esas piezas falla y su error se arrastra y se convierte en cadena, vendaval, alud... ¿a dónde podría ir a parar la cotidiana rueda de nuestros días?
El año pasado, sin relación con el equipo que produjo El colapso, y enmarcado en el formato cinematográfico, el realizador Romain Gravas presentó Atenea. Aquí, otra vez el plano secuencia. Y, quizás también, la intuición de estar contando una ficción que bien podría prefigurar un mañana que de tan próximo se parece al presente.
Lo que se cuenta en Atenea es una revuelta en un complejo de edificios próximo a París, y cómo esa explosión se radicaliza y, hacia el final de la película, se extiende a todo el país. Abunda en planos secuencia: artificio extremo, casi operístico en las manos de este director, que, sin embargo, construye un verosímil perturbador.
Podría decirse que los primeros diez minutos del film dejan sin aliento: fascinación, desborde, pánico, imágenes que parecen tomarte de la nuca y zambullirte en ese frenesí.
El nombre de la barriada –Atenea–, es ficticio y alude sin velos a la tragedia clásica. Hay cuatro hermanos, tercera generación de inmigrantes en un país donde ese linaje sigue siendo conflictivo. Uno es soldado; el otro, un adolescente irascible; el tercero se dedica al narcotráfico. El cuarto, un niño, murió víctima de violencia policial, y es su muerte la que desencadena un doble desastre. Estallan las contradicciones y sus hermanos se terminan destrozando entre sí mientras, a su alrededor, todo revienta, arde, se hunde en un colapso de pronóstico altamente reservado.
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