Indignarse y naturalizar, pero con empatía
Cómo operan el lenguaje, las etimologías, las gramáticas y la oralidad sobre la realidad suele ser un asunto bastante imperceptible. La transmutación del lenguaje funciona como una forma de explicar mejor las circunstancias, pero muchas veces como un subterfugio natural frente a pequeñas derrotas morales. Quizá suene un tanto exagerado, pero más que el debate político o filosófico sobre el lenguaje inclusivo, existen otros complementos lingüísticos que, por lo menos, en la Argentina terminaron popularizándose con distintas derivaciones poco apreciables.
Escuchar que “ya naturalizamos” tal o cual cosa, que “nos indignamos” frente a una situación o que alguien “no tiene empatía” empieza a ser corriente y atraviesa a toda la sociedad. Pero qué significan, en realidad, esas semánticas novedosas y por qué empiezan a utilizarse de manera extendida. ¿Quién, cuándo, dónde y cómo se definió que “naturalización”, “indignación” y “empatía” reemplazaran a otros vocablos?
“Naturalizar”, seamos sinceros, esconde elegantemente una palabra que tiene otro peso y es “aceptar”. Porque, por ejemplo, cuando “naturalizamos” la pobreza estamos “aceptándola”, pero de una forma que no nos compromete o responsabiliza. Es más liviano “naturalizar” que “aceptar” para tranquilidad de nuestra conciencia colectiva y privada. Se adopta la naturalización como algo inevitable, biológico, una condición impuesta que justificaría la impotencia general para cambiar lo que sucede. Una especie de naturalismo sustitutivo de la dimensión filosófica, tal como lo enunciaron David Hume o Willard Van Orman Quine. Nadie quiere hoy “aceptar” las injusticias, pero quizá, por qué no, si otros lo hacen, pueda acceder a una “naturalización”.
La vida no es inocua. Y cómo vive la sociedad dentro de su lenguaje tampoco. En este plano aparece otra sustitución muy común: “indignación” en lugar de “enojo”. Aunque ambas palabras aparecen aceptadas como sinónimos, no son iguales. En los años 60 y 70, el Mayo Francés o el movimiento punk británico impulsaban su posición moral desde el enojo. No había indignación, había enojo (“Angry is an energy”). Y aunque la distinción parece irrisoria no lo es. Una persona “enojada” emana una carga negativa en su entorno, incluso podría ser catalogada de caprichosa, caricaturesca. En cambio, el “indignado” está en condiciones de liderar movimientos y acciones desde una posición más parecida a las relaciones públicas. El lenguaje funciona, en este caso, como un catalizador sobre las consecuencias negativas de un reclamo. Vivir enojado es un bajón, mala onda. Algo “emocional”. No así estar indignado, que proporciona cierto grado de razonabilidad, aunque implique moderar la pasión, un combustible necesario para torcer el rumbo. ¿La guerra: indigna o enoja?
Y después viene la empatía. Resulta cada vez más frecuente escuchar que tal persona no es empática en una relación sentimental o social porque no comprende las necesidades no enunciadas del otro. Es decir, que la falta de empatía implica no haber cultivado ciertas capacidades de mentalista. Lo que podría definirse como un dilema de comunicación interpersonal básico, motivado por diferencias en los ángulos, termina reduciéndose a “no es empático”: fin de la discusión. En el campo de la psicología se utiliza el término para caracterizar a una persona con rasgos sociopáticos, un trastorno grave. Ahora bien, en la extensión del uso cotidiano la falta de empatía empezó a reemplazar al simple y llano desacuerdo. No se atiende el hecho de que lo que para uno puede ser relevante, para el otro, es indiferente. Un asunto de comunicación y percepción que tendría poco que ver con un trastorno sociopático. Es más, la referencia constante a la falta de empatía, incluso, vulneraría el derecho humano al desacuerdo y el error. Y de eso nadie habla.
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