El mundo es difícil cuando está abierto y –lo sabemos bien por estos días– puede hacerse intolerable cuando nos encierra. Sin embargo, aquí estamos, los más extraños y paradójicos de los seres que lo habitan, poniéndoles nombre a nuestros temores, anhelos y hartazgos, trabajándolos como quien moldea una arcilla, convirtiéndolos en otra cosa, que puede ser asombro, deseo, maravilla, lazo que nutre y se multiplica cuando se comparte con los demás.
El escritor martiniqués Patrick Chamoiseau, que reflexionó largamente sobre estos temas, asegura que solo a través de la creación los seres humanos pueden conjurar algo de su constitutiva y poco aceptada desnudez. Chamoiseau se refiere, desde luego, al poder balsámico de las palabras. Pero también al que late en la pintura, en la música, la escultura, la danza. Un impulso que nos hermana desde siempre. Incluso desde los lejanísimos tiempos en que alguien untó sus manos en pigmento vegetal, palpó la severidad de la roca e hizo del encierro profundo y oscuro de una cueva esa desmesura de belleza que es Lascaux.
Lo sabía Mary Shelley durante el sombrío 1816, "el año sin verano", cuando las cenizas de una erupción volcánica en Indonesia sumieron a toda Europa en una borrasca fría y gris que llegó a parecer eterna. Ese año, la que por entonces aún era una joven e incipiente escritora transformó la reclusión obligada en una mansión de Suiza en uno de los textos mayores de la imaginación moderna, Frankenstein.
Lo supo Jorge Semprún cuando le tocó atravesar la larga y atroz noche que los campos de concentración impusieron al siglo XX. En La escritura o la vida, cuenta que en Buchenwald no se escribía, pero se recitaba. Él y otros prisioneros se aferraban a las palabras de poemas leídos y memorizados en tiempos más felices. Se los susurraban unos a otros; se los decían, en un canto interno y secreto, a sí mismos. Y oponían sentido, ritmo y emociones a la orgía de pura maldad que, de ese modo, no podía arrasarlos por completo.
Lo saben, hoy, miles de migrantes que, encerrados tras la frontera que les impone una lengua extraña, encuentran el modo de construir puentes, de hablar entre dos mundos, de avivar por las noches las canciones en la lengua materna y de día abrirse a lo que les ofrece una nueva tierra. François Cheng, escritor nacido en China pero radicado hace años en Francia, buscó en la caligrafía oriental el soplo de oxígeno que, cada mañana, lo afianzaba en sí mismo para lanzarse a la aventura de adquirir el francés, la lengua en la que hoy escribe. Mucho más cerca, las mujeres de Mamam usan la alquimia de la cocina haitiana, senegalesa y siria para insertarse en la Argentina, su flamante hogar.
Somos lo que hacemos con nuestros legados, creamos a partir de lo que otros crearon antes: una red de pequeños gestos que a veces se traducen en obra perdurable, pero que en su gran mayoría son gloriosamente efímeros. Arte de quien cultiva un jardín, suscita una sonrisa, se inventa un refugio, afianza un vínculo. La creación habita en la trama secreta de lo cotidiano y desde allí lo va construyendo todo: sin límites, escurridiza, inmune a cualquier aislamiento. Siempre fértil, reparadora y dichosa.
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