Mujeres atormentadas: el arte como refugio mental y emocional para las vidas en crisis
Coinciden en Buenos Aires tres exposiciones dedicadas a Emilia Gutiérrez, Mildred Burton y Aída Carballo, talentosas artistas que canalizaron su angustia en grabados, dibujos y pinturas
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Caperucita llega en moto a casa de “Abuelita’s”, a tal velocidad que se le vuela el corpiño. El lobo acecha, y llega a tiempo para esperarla disfrazado. No sabe con quién se mete: ella no sólo lo mata, sino que se lleva “chuletas de lobo” en su canasta y arrastra su esqueleto en el viaje de regreso, a la luz de una luna que sonríe. Así es la historia que cuenta en dibujos Mildred Burton, en la muestra que le dedica la galería Ruth Benzacar.
Apenas una introducción a la vida de una artista tan resiliente como Aída Carballo, que ocupa la sala contigua. Junto con Emilia Gutiérrez, otra pintora y dibujante fallecida que protagoniza desde ayer una antológica en Colección Amalita, conforman un trío de mujeres atormentadas que encontraron refugio en la creación. Como Yayoi Kusama, internada hace décadas por voluntad propia, que en estos días inspira una colección y una campaña internacional de Louis Vuitton.
Cuenta Burton en una entrevista filmada hace doce años por Analía Couceyro y Albertina Carri, incluida en la muestra, que la niñera fue a buscarla llorando al jardín de infantes cuando murió su madre. Estaba embarazada de ocho meses y llamó a un médico un domingo, que vino a verla borracho desde un asado. Al confundir los síntomas, intentó inducirle el parto y convirtió su apendicitis en peritonitis. Además de matarla, la septicemia la convirtió en un monstruo: el rostro deforme del cadáver que su abuela quería que besara estaba lleno de llagas y escaras. La pequeña Mildred se negó. Entonces su abuela le pegó una cachetada y la mandó en penitencia al fondo de la casa. En ese encierro, ella se puso a bailar.
Quién sabe si así fueron los hechos. Según recuerda Victoria Verlichak en su libro Mildred Burton. Atormentada y mordaz (Manuela López Anaya, 2019), la artista “cambiaba y recreaba según la coyuntura” su propia biografía, plagada de anécdotas siniestras. Por ejemplo, el relato de que su abuela había asesinado a su gato con una bufanda. Su refugio fueron obras con múltiples referencias perversas y fantásticas que ganaron numerosos premios, incluidos dos Konex y el Marcelo de Ridder, por el dibujo de 1974 titulado Abuelita dónde está Michifuz.
“A veces pienso que puedo terminar en la locura total y en el suicidio. Cuando llega la noche y estoy sola en casa, con todos mis perros, antes de que el sueño me venza siento que entro en la tragedia”, contaba en una nota publicada por Radar en 1998, una década antes de su muerte.
Allí mencionaba a Carballo: “Con Aída tuve una relación muy especial; me protegió y yo tenía la sensación de que me quería salvar de algo. Aída siempre estuvo cerca de la muerte y de la locura, y se esforzaba para que yo no ingresara en esas zonas –aseguró–. Yo también caminé al borde y estuve internada en varios centros de salud mental con diagnósticos varios: desdoblamiento de personalidad; síndrome esquizoide, paranoia...”
Las madres de Aída y de Emilia también murieron cuando ellas eran chicas, y fueron criadas por sus abuelas. Con pocas palabras para expresar su dolor, lo transformaron en imágenes. La primera se convirtió en grabadora, ceramista, ilustradora, pintora y dibujante; durante una década trabajó realizó ilustraciones para el suplemento cultural de LA NACION. La primera de sus series de grabados, de 1963, se tituló Los locos. Continuó con Los amantes (1965), también exhibidas en Ruth Benzacar, que recuerdan por sus escenas de sexo explícito a los dibujos de Antonio Berni exhibidos el año pasado en Vasari.
“Algunas obras de los amantes fueron expuestas en una sala del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires; pero luego la muestra fue censurada como consecuencia de la denuncia de una docente que, al realizar una visita al museo junto a sus alumnos, se encontró con estas estampas cargadas de erotismo: parejas de amantes mostradas de una manera natural y sin hipocresía alguna”, recuerda Gabriela Vicente Irrazábal, curadora de una muestra que le dedicó Fundación OSDE en 2009, en el catálogo donde menciona cuál habría sido su diagnóstico: “amnesia nominal, delirio polimorfo y alucinaciones auditivas”. Cita además a Carballo, fallecida en 1985: “No acepto que nadie diga que descendí a los infiernos. Simplemente conocí otra ciudad, la de los locos, que es, apenas, un arrabal del infierno”.
Si bien Gutiérrez no llegó a ser internada, su psiquiatra le aconsejó dejar de pintar cuando comenzó a sentir que los colores le hablaban. “Era una chica con problemas neurológicos, muy callada –recordó en diálogo con la nacion Jacobo Fiterman, que la conoció y compró varias de sus obras–. Todos sus cuadros tienen una cierta tristeza, la tristeza de la vida”.
“Alguna cosa tenía”, coincide Gabriel Levinas, que también la conoció y se convirtió en uno de los principales promotores de su legado. Aclara, sin embargo, que “no pintaba como una loca, sino que dibujaba y pintaba para salir de la locura”. “Creo que así tomaba distancia del dolor”, agrega Rafael Cippolini, curador de la muestra actual en Colección Amalita, que incluye documentación sobre sus exposiciones. “Nada importante hay en mi vida -señala en un recorte de prensa sin firma, ni datos sobre el medio que la publicó-: en los cuadros está el mundo de mi infancia, que no fue muy alegre.”
Con sus melancólicas figuras –muchas de ellas calvas, no se sabe por qué- debutó en 1965 en la galería Lirolay, recomendada por Carlos Alonso, mientras Marta Minujín y Rubén Santantonín presentaban La Menesunda en el Di Tella y el arte pop tomaba las calles porteñas con sus colores brillantes.
Para agendar:
La monarca de Mildred Burton y La gracia extrañada de Aída Carballo en Ruth Benzacar (Juan Ramírez de Velasco 1287), hasta el 6 de mayo. Emilia en Colección Amalita (Olga Cossettini 141), hasta julio.
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