Teresa de Anchorena: una funcionaria por el patrimonio, sin signo político
La gestora cultural, que murió ayer a los 78 años, había mantenido una charla inédita con LA NACION en la que repasaba su trayectoria; algunas de esas palabras la definen en primera persona en esta semblanza
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Teresa Anchorena era “un personaje”, en todo el sentido de la palabra: capaz de nadar con un elegante enterizo negro en las aguas heladas de su campo en la Patagonia, pasear con Emmanuel Macron y su mujer por Plaza de Mayo o de invitar a un grupo de jeques árabes a conocer el adobe del norte de la Argentina y, en el medio del viaje en una precaria combi, sacar del bolso una naranja, pelarla y ofrecérsela a los invitados aduciendo que “la fruta te saca la sed”. Adoraba la palta, iba a todos lados con una palta y convidaba, como siempre, porque era generosa. En aquel viaje al Norte, cuando LA NACION la acompañaba por ruta del adobe, en cada pueblo pedía que comprásemos mermeladas, ponchos o artesanías a los emprendedores locales. “Cuando uno llega a un lugar tiene que ayudar a la gente, siempre”, repetía sacando antes que nadie la billetera.
Anchorena no se detenía. Pocos días antes de morir, ayer, a los 78 años, estando enferma, llamó al flamante titular de la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos, Fernando Ferreyra, para transmitirle su experiencia como presidenta de ese organismo (2016-2022) y como defensora del patrimonio. El almuerzo entre ambos finalmente no se llevó a cabo, pero el recuerdo y sus enseñanzas perduran entre quienes trabajaron junto a ella en la Comisión.
No se cansaba de recorrer el país, de hablar con la gente de cada lugar. Una vez en Camarones, Chubut, visitó casa por casa para asegurarse de que el color de las viviendas recuperadas fuera el original, el de los primeros habitantes. Nos invitó a pasar por su campo, a pocos kilómetros; corrió a zambullirse en el mar como si nada en pleno invierno. La comitiva la miraba atónita.
Tenía “buen ojo” para sacar lo mejor de cada persona y para descubrir talentos ocultos. Un artista plástico contó una vez, en medio de su exposición, que le dijo: “Te animás a tomarte un avión a Alemania? Porque pintás muy bien y van a hacer una exposición allá”. Era un desconocido hasta ese entonces, luego empezó una larga trayectoria en el mundo del arte que hoy no deja de agradecerle.
Pocos saben que Teresa Anchorena estudió periodismo; amaba el periodismo y le interesaba conectarse directamente con la prensa. LA NACION le hizo una entrevista exclusiva en el 2022, bajo la parra del patio colonial de su casa, en el barrio de Villa Crespo, una típica vivienda porteña estilo chorizo que habita desde principios de los años 80, cuando recién llegada del exilio y con poca plata en el bolsillo, se puso a buscar un lugar donde vivir lejos de los barrios porteños que tuvieran que ver con su círculo de pertenencia.
En esa entrevista, inédita, contó que soñaba con seguir viajando por la Argentina en busca de pequeños pueblos olvidados que ofrecen una rica arquitectura. Venía trabajando en la función pública con el foco puesto en preservar el patrimonio nacional. Todo esto sin descuidar a su familia, sus tres hijos (Mateo y Luna Paiva, y Clara Cullen), y sin abandonar sus pasiones, el campo, los muebles antiguos, la pintura y los objetos raros.
“Es bueno tener ideas, pero llega un momento en que hacen falta fondos para que se hagan realidad”, decía entonces, con la seguridad de quien se caracterizaba por ser una eficaz gestora. El patrimonio tenía que estar en la agenda pública y por eso desde su organismo, la Comisión Nacional de Monumentos, organizó tres cursos gratuitos sobre este punto. Se sorprendieron con los números. Tuvieron 1.200.000 vistas con gente de todo el país que quería saber, conocer, estudiar, valorar lo que tenemos.
Después de haber estudiado Antropología en Francia, donde vivió en el exilio junto a su exmarido, el fotógrafo Rolando Paiva, regresó al país y fue designada directora nacional de Artes Visuales durante la gestión del expresidente Raúl Alfonsín. Fue en esa época cuando comenzó en la función pública. Recordaba: “Antes de ser nombrada, estaba embarazada y al principio lo oculté por temor a ser rechazada. Pero después, en una cena junto a Alfonsín y al exSecretario de Cultura, Carlos Gorostiza, me acuerdo de que Gorostiza dijo en chiste que si hubiera sabido de mi embarazo no me convocaba. Pero Alfonsín saltó de inmediato y dijo ”trabaja muy bien, fue perfecto nombrarla, brindemos por el bebé”.

En la época del expresidente Carlos Menem trabajó en el ámbito privado y con Fernando de la Rúa asumió como directora del Centro Cultural Recoleta. Durante ese gobierno también estuvo a cargo de Asuntos Culturales de la Cancillería. Después ocupó el puesto de subsecretaria de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, y en 2001 en el área de Cooperación Internacional en Cultura. Durante los años de Néstor Kirchner se dedicó a llevar a cabo programas culturales en las cárceles y luego fue legisladora porteña por el radicalismo. “A lo largo de mi carrera siempre pude trabajar muy bien. Nunca recibí ninguna sugerencia de parte de ningún presidente, ni de nadie. Cuando uno es funcionario no tiene partido político, yo trabajo para la Argentina. Todos somos argentinos y queremos que al país le vaya mejor”, aseguró. Respecto de su labor en el Estado, aseguraba: “Existen muchos prejuicios sobre la gestión pública, hay gente en el Estado que trabaja muchísimo”.
Cuando no trabajó en la función pública, se dedicó a la actividad privada: tuvo un taller de restauración de muebles, una galería de arte y le gustaba ir a remates a comprar mobiliario de los años 30 y 40. “Me gustan los objetos, el arte, los artistas”, confesó. Era un hábito que incorporó de la casa de sus abuelos, los Hume, en Belgrano, y de su otra abuela que vivía sobre la vieja calle Charcas. “Yo veía objetos lindos, altillos llenos de muebles desordenados y me doy cuenta de que ahora tengo lo mismo, un galpón repleto de muebles desordenados”, se sorprendía.
Más allá de los prejuicios de trabajar para el Estado, también afrontó los de su apellido de la clase alta nacional. “En algunos momentos de mi vida sentí que antes de conocerme la gente se hacía una idea de cómo era yo, después me acostumbré. Hace poco descubrí que también tengo un origen guaraní y me gustó saber que tengo sangre indígena, que estoy bien arraigada acá”. Cuando vivió en Europa era una total desconocida.

Lo visual marcó su vida y la de sus tres hijos, un arquitecto, Mateo, una fotógrafa y escultora, Luna Paiva y una cineasta, María Cullen, quien trabaja para las campañas de Stella Mac Cartney. No se cansaba de hablar de ellos y de sus nietos, como buena madre y una abuela orgullosa. “Nunca les hice programas para niños a los chicos, siempre estaba ocupada, los llevaba a una vernissage, a una exposición, o a escuchar conciertos al Teatro Colón. No me gustaba ir a la plaza como el resto de las madres. Hoy están contentos de que no haya dejado de hacer cosas por ellos”, explicó.
También atravesó momentos malos: en el 2018 tuvo un cáncer de ovarios; aunque la enfermedad parecía haberse recuperado, recrudeció en el último tiempo: “No dejé de trabajar ni de mirar expedientes ni de firmar ni nada. Fue la gran terapia”. Una vez recuperada, el gobierno le encomendó “pasear” por Buenos Aires al presidente de Francia Emmanuel Macron y a su mujer cuando vinieron de visita al país. “Ellos querían conocer los edificios patrimoniales y les hice de guía. Los dos sabían mucho sobre el tema”, recordó. Se lució con el manejo del francés y sus dotes diplomáticas.
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