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Un día como hoy, hace 30 años, una contienda lúdica librada con ejércitos de madera sobrepasó los límites del tablero deportivo. Tanto para rusos como para norteamericanos, aquel match por el título mundial de ajedrez, entre el soviético Boris Spassky -poseedor de la corona- y el aspirante yankee Robert James Fischer representó mucho más que un simple duelo de ideas y de ingenio.
Es que en los tiempos álgidos de la política, para la propaganda capitalista o comunista, la conquista o el dominio de un punto cualquiera del Universo era la mejor lectura del avance de su poder. Epocas en las que las historias del mundo del espionaje, con su sofisticado arsenal tecnológico, alimentaban la industria de la ficción en el cine y la TV.
Quizá fue el marcado contraste ideológico de los rivales lo que avivó la pasión de sus seguidores a tomar partido por un color mucho antes del comienzo del duelo. La política y el deporte, una vez más entrelazados, jugaban un match aparte.
No en vano la prensa internacional, que captó la fuerte expectación entre millones de entendidos y aficionados de todo el planeta -y hasta la de novatos y neófitos-, no dudó en titular aquel encuentro como el Match del Siglo.
Por fin, el 11 de julio de 1972 , en Reykjavik, Islandia, después de varias postergaciones que amenazaron con la suspensión definitiva del encuentro, Spassky, de 35 años, y Fischer, de 29, se sentaron frente al tablero ante 2500 espectadores, en la sala Laugardal del teatro nacional y encendieron uno de los duelos más populares y recordados de la historia del ajedrez.
El muchachito de Hollywood
Hasta ese encuentro, la hegemonía soviética en el mundo de los trebejos llevaba 24 años, desde 1948. Cinco campeones mundiales (Botwinnik, Smislov, Tahl, Petrosian y Spassky) fueron los encargados de mantener ininterrumpidamente esa orgullosa tradición. Es que para su país (187 millones de habitantes), el ajedrez es uno de los deportes más populares. En sus calles, clubes, sindicatos y unidades militares están los casi 50 millones de ciudadanos que practican ajedrez. Sin embargo, por primera vez esa gozosa raigambre veía amenazada su dominio; un joven americano estaba dispuesto a cambiar la historia.
Por eso, antes, durante y después que Boris Spassky efectuara su primer movimiento d4, deslizando el peón de madera, modelo Stauton, sobre el tablero de mármol, abriendo el juego que repartía una recompensa de 250.000 dólares en premios (el británico Jim Slater donó 50.000 libras esterlinas ante la negativa de Fischer de partir desde el aeropuerto Kennedy, de Nueva York, hasta Islandia si no se incrementaba la recompensa de los jugadores), arduas y feroces negociaciones llegaron a inquietar, incluso, a relevantes figuras del mundo de la política.
El llamado de Kissinger
Después de la victoria de Boris Spassky en el primer juego, de los 24 pactados, una situación sin antecedentes tuvo lugar en la historia de los campeonatos mundiales. Bobby Fischer sostuvo que si no eran retiradas las cámaras de TV ubicadas en la sala de juego, él no continuaría con el match. La situación fue más tensa aún cuando el empresario norteamericano Chester Fox, que había comprado los derechos de televisación, se mostró reacio a la negociación. Sólo cuando la amenaza de Fischer se hizo realidad (iban 35 minutos de la puesta en marcha de los relojes de la segunda partida y Bobby seguía en el hotel), Fox llamó a la habitación del retador para cambiar su postura.
Fischer, entonces, también exigió que se retrasase en el reloj los minutos transcurridos desde el comienzo de la partida, pero el árbitro, el alemán Lothar Schmid, entendió que aquello no era reglamentario y la sentencia final fue la victoria -la segunda- para Spassky por incomparecencia de su rival. Los organizadores y la prensa especializada dudaban sobre la continuidad del match, a pesar de que a partir de entonces las partidas se jugarían en una pequeña sala, ubicada detrás del escenario, fuera de los ojos del público y de la lente de la TV.
En el círculo íntimo del norteamericano sólo se comentaba el mal humor y el alterado estado psíquico en el que se encontraba el aspirante tras el abrupto 0-2. Sin embargo, esa noche en Reykjavik se produjo una llamada insospechada, casi mágica.
"Quería manifestarle que el pueblo norteamericano vería con mucho agrado contar con un campeón mundial de ajedrez. Robert Fischer, por favor regrese usted al tablero." La frase, reproducida por varios libros, salió de los labios del influyente Henry Kissinger , consejero presidencial de Richard Nixon.
Al día siguiente, Bobby Fischer ingresó como un rayo en la pequeña habitación detrás del escenario. Aunque le demandó cinco minutos hallar su primera respuesta, después jugó con soltura, y antes de la quinta hora había derrotado a su rival. Entonces fueron los rusos los que exigieron que el match volviera al salón principal y Fischer, increíblemente, no puso reparos; sólo impuso la condición de que no hubiera otras cámaras de televisión más que las de circuito cerrado.
Una semana más tarde, tras el sexto juego, Fischer tomaba la delantera, después de sumar dos victorias consecutivas. Al llegar a la mitad del match, el aspirante se imponía por 7 a 5.
A pesar de la ventaja en el marcador, Bobby Fischer no se detuvo en sus exigencias: su mayor malestar era producto del ruido y los susurros del público en la sala. Ante cada pedido de Fischer el alemán Schmid respondía tocando un botón con el que se encendía un tablero electrónico pidiendo silencio en la sala.
"Prohíban el ingreso de niños con caramelos a la sala porque me distraen con el ruido que hacen al desenvolverlos." "No quiero cameraman en la sala; si quieren usar las cámaras de la TV, que las manejen con control remoto." "No cambiaré de sillón durante el match porque la silla de juego es como la cama propia, nada se compara con la original." "Quiero un tablero de madera: éste de mármol está mal construido; los cuadros claros son más grandes que los oscuros."
Estos y otros eran los reclamos más firmes realizados por Fischer. Y más allá de la efusividad con la que los realizaba, generalmente eran aceptados, no sólo por la certeza de sus argumentos, sino además por su validez.
Un día pidió que las dos primeras filas de la platea permanecieran sin público -solicitud que le fue concedida-; luego, que las dos siguientes también estuvieran libres de personas, y su reclamo fue escuchado. Pero cuando exigió que las siguientes siete filas debían estar sin público, los rusos estallaron de ira.
La delegación soviética creyó que era el momento oportuno de actuar; faltaban sólo siete juegos para el final del match y Fischer dominaba por 10 a 7. Por medio de una nota dirigida al árbitro y al comité organizador, los soviéticos sostenían que el retador recibía ayuda extra-ajedrecística y que su intento de evadir las cámaras era para que no hubiera pruebas documentales.
En la ayuda de aparatos electrónicos o sustancias químicas debían estar las causas de aquel paso arrollador del norteamericano sobre el tablero de juego, ante un campeón que parecía hipnotizado frente a la fuerza de su rival, sostenían los soviéticos.
Un grupo de científicos y espías analizaron durante 48 horas toda la sala de juego y, con extremado control, los sillones utilizados por los maestros. Se hicieron pruebas químicas con algunas manchas que presentaban los tapizados de cueros y, también, fueron desarmados más de 100 cristales que iluminaban el escenario de las partidas.
El veredicto de esos análisis arrojó que sólo se encontraron dos moscas muertas debajo de una de las lámparas de iluminación.
En la partida N° 21, a tres del final, una nueva victoria de Fischer estableció la diferencia inalcanzable en el marcador: 12,5 a 8,5. Por ello, el 1° de septiembre de 1972, por primera y única vez un norteamericano fue consagrado campeón mundial de ajedrez.
Tras la ceremonia, Fischer se retiró del escenario y se alejó de los flashes y los aplausos. Subió a un taxi, enfiló hacia la habitación en el hotel y al conserje le dijo al pasar: "No estoy para nadie. Sólo para el presidente Nixon".
Quizá sin proponérselo, ésa fue la última partida oficial que disputó Robert Bobby Fischer. Un rey al que la FIDE y los rusos le arrebataron la corona tres años más tarde, ante sus nuevas demandas para defender el título.
Allí, en Islandia, hace 30 años, quedó grabada su última imagen de campeón, enigmático, introvertido, sonriente. Sin duda, la más recordada.
