“Panzagate o pectoralesgate”: Abal Medina, su andar con el torso desnudo y un caso que podría ser un golpe a la autoridad judicial
Antes de que empiece la última audiencia, al exjefe de Gabinete se lo vio sin remera en su casa; en la Causa Cuadernos ya no hay apego a ninguna forma de un proceso penal, y nada se sabe sobre si será presencial
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Si alguien pensaba que la Causa Cuadernos había adquirido un formato foto carnet, donde se luce apenas un rostro en proporciones mínimas, pues incurrió en un error. Este cronista, como muchos otros, abonaron la teoría de que, al menos, habría una dosis de decoro. Pero no fue así.
En la última audiencia, el torso desnudo de Juan Manuel Abal Medina inundó la pantalla. Una caminata con la cámara abierta y un primer plano de un blanco propio de un nórdico del exjefe de Gabinete decoraron la sesión. A un mes de iniciado por Zoom, ya no quedan ni las formas de apuntar el rostro en el paradigmático juicio por corrupción más importante de la Argentina moderna.
Inmediatamente, los pectorales del exfuncionario se convirtieron en tendencia en redes sociales. Y fue el propio imputado exhibicionista el que ofreció una explicación. “Estimados, comparto la nota que presentamos al tribunal sobre el panzagate del viernes pasado”, escribió en un texto en el que envió la presentación judicial.

A continuación, sus explicaciones. “Visto que distintos medios periodísticos habrían atribuido presuntas imágenes personales durante el debate, intentando resaltar un inexistente actuar desconsiderado de mi parte, quiero aclarar al Tribunal a todo evento, y con las disculpas del caso, que el momento que se intenta malintencionadamente reflejar se corresponde a circunstancias bien anteriores al inicio de la audiencia”, explica.
Dice Abal Medina que esa preparatoria “se presume reservada y sin acceso al público como consecuencia del pedido del tribunal de conectarse una hora antes para colaborar con el inicio de las jornadas diarias”.
De acuerdo al escrito presentado por el hombre de torso blanco, estaba en su domicilio particular, a la espera de la conexión y del turno de “registración y chequeo de identidad”, a los que cataloga “requisitos de mero trámite previo al inicio del juicio a través de Zoom”. Finalmente, las explicaciones definitivas: “Actué con el pleno convencimiento de que la cámara de mi computadora se hallaba apagada y que tampoco correspondía grabación ni registración alguna”, escribió en el escrito judicial titulado “Hace saber”.
El “panzagate” o el “pectoralgate”, de acuerdo al lugar en el que se pose la vista al ver el video, es una muestra más de las particulares formas de un juicio que se esperaba como pocos. Se trata de un desplante a la formalidad jurídica y a la ejemplaridad de un proceso que, a diferencia de la gran mayoría de los que se dieron hasta ahora, no juzga un caso de corrupción sino un sistema que engendró la Argentina, en el que los favores del Estado se pagaban con devoluciones de bolsos llenos de dinero.
Aquella impunidad marginal que transitó por los subsuelos de edificios con piel de cristal es lo que ahora se debería sentar en el banquillo de los acusados. La oralidad y las formas de un juicio penal no son para la televisión, son para que los que nada tienen que ver clamen por su inocencia y los culpables, pues, tengan su merecido. Pero más allá de las condenas, la Argentina debiera procurarse después de este caso un esquema de contratación estatal transparente y claro, que le ponga un límite preciso a las conductas de los funcionarios que vengan y que no deje todo librado a la moral del contratista que ocupe el cargo.
La Causa Cuadernos se ha convertido en una guarida para que los condenados se mantengan escondidos frente a una sociedad que no pide condenas sino que más bien quiere saber qué pasó y, sobre todo, cómo seguirá el camino de los negocios con el Estado de ahora en más.
Los imputados parecen el logo de un canal de televisión que se posan en un ángulo perdido de la pantalla como para no aparecer jamás ni siquiera en cuadro. Julio De Vido deglute en cámara -para horror de un especialista en protocolo con la boca abierta- y un empresario hace gala de la pulcritud de sus sábanas mientras retoza en su cama. Se ríen, ponen la computadora lejos, posan los abogados mientras los acusados resuelven otros menesteres.
Roberto Baratta, el exfuncionario que era el responsable de los viajes que hacía el chofer Oscar Centeno, hasta hace poco tiempo paseaba con su bicicleta con la tobillera, sin pudor y sin saludar a nadie por el country Mapuche. Y no son pocos los que lo vieron varias veces en los supermercados de la zona de Pilar.

Durante las audiencias se sucederán decenas de certificados médicos para eximir a los imputados de presentarse, siquiera, ante la pantalla virtual. Al menos, si se oficializa la posibilidad de estar con el torso desnudo, quizá sea una buena oferta como para que abran su camarita cuando disfrutan de la pileta.
El martes, cuando se regrese del fin de semana largo, la famosa Sala AMIA, con capacidad para algo más de 200 personas y ubicada en el corazón de Comodoro Py, ya estará disponible. Pero no hay caso, seguirá virtual. La audiencia está citada para las 13.30 cuando se prenderá el Zoom y empezará otra velada más en la que, al menos, deberían estar todos vestidos.
Hay un tema no menor: el tribunal oral de la causa Cuadernos funciona en el Palacio de Tribunales y no el edificio de Retiro. En los pasillos de la justicia federal se dice que los jueces se niegan a la mudanza a Comodoro Py y el abandono de sus despachos y de ahí que pidieron insistentemente el recinto en el que se juzgó a las juntas hace 40 años que, casualmente, queda en el Palacio. Pero, más allá de la razón, el martes todo será por Zoom.
La causa Cuadernos va camino a ser un boomerang para la institucionalidad argentina. Se trata de un formato que no tiene acusados en el banquillo sino personajes escondidos conectados a un Zoom. Desde la cama, desde un auto, desde 10 metros detrás de la cámara o con el torso desnudo en la previa. No hay apego a ninguna forma que, por caso, tomaron otros países para procesos paradigmáticos como el Mani Pulite en Italia, el Lava Jato en Brasil o el juicio a Alberto Fujimori en Perú, por citar algunos casos cercanos y conocidos.
En la Argentina del siglo XXI, y después de estar en el tribunal durante 6 años, no fue posible adecuar una sala, pese a que se sabía desde hace meses cuándo iba a iniciar el proceso. El auditorio principal del Palacio de la Libertad (exCCK), el Centro de Convenciones de Tecnópolis, el Teatro Nacional Cervantes, el auditorio Jorge Luis Borges de la Biblioteca Nacional (con capacidad para 200 personas), son algunos de los lugares estatales que podrían haber servido para llevar adelante el proceso.
Y si hubiesen golpeado la puerta del Gobierno de la Ciudad, por caso, aparecen decenas de salas como las del Teatro o el Centro Cultural San Martín, o el Auditorio que se ubica frente a la Facultad de Derecho.

El efecto adverso de la Causa Cuadernos empieza a verse en el horizonte, al menos si se mantienen las formas, y podría convertirse en una amenaza para el estado de derecho, y no por la desobediencia ciudadana, sino por el propio deterioro institucional.
Cuando jueces, fiscales y organismos de control abandonan la imparcialidad, la transparencia y el trato respetuoso, la autoridad jurídica se vacía de contenido. La ley deja de ser un mandato colectivo y se convierte en la voluntad del funcionario de turno. Y cuando la gente percibe que las reglas ya no son claras ni iguales para todos, la legitimidad —el cimiento invisible que sostiene la obediencia— se desploma. La coerción podrá aumentar, pero el respeto no vuelve: sin justicia procedimental ninguna institución conserva autoridad. Lo que cae ya no es una norma, sino la confianza pública que mantiene cohesionada a una sociedad.
La sociedad argentina se acostumbra mansa a espectáculos como este caso que se empieza a ver como una trinchera para ocultarse y difuminar los hechos. Cualquier lector que tenga que estar dos veces por semana por Zoom se preguntará qué hacer con su trabajo, con sus obligaciones. Pero ningún imputado tiene ese problema, como si la necesidad de trabajar no existiese más después del paso por la función pública.

Cuando un juicio se traslada a Zoom, la Justicia pierde parte de su liturgia y, con ella, un componente central de su autoridad: la percepción pública de que el proceso es serio, controlado y solemne. La virtualidad diluye jerarquías, desordena los comportamientos y habilita escenas que jamás se darían en una sala física: imputados que se esconden de cámara, abogados conectados desde el auto, interrupciones triviales, excusas pueriles y actitudes que en un tribunal serían imposibles.
Lo que está en juego no es la tecnología, sino la credibilidad. Un juicio que debe transmitir rigor termina por parecer una videollamada. Y cuando la Justicia no se distingue de una reunión doméstica, es la propia idea de autoridad jurídica la que se desmorona.
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